Los Juegos Olímpicos son el evento deportivo más grande, más vistoso, más espectacular del mundo. Y los adjetivos quedan cortos. Participar es un sueño para todo atleta, sin importar cuál sea su origen nacional o su historia. Mucho menos relevantes son las ideas políticas de ese atleta, porque lo que realmente importa es la competencia. Pero a veces esa lógica se rompe y el deporte pasa a ser un mecanismo de propaganda y control, especialmente en aquellos países en los que un gobierno autoritario pretende apropiarse de los triunfos de cada deportista.
Krystsina Tsimanouskaya tiene 24 años y nació en el pequeño pueblo bielorruso de Klimavichy, a escasos 30 kilómetros de la frontera con Rusia. Logró el objetivo de clasificar a los Juegos Olímpicos de Tokio y representar a su país en dos pruebas madre del atletismo: los 100 y los 200 metros llanos. Era un logro gigantesco para una mujer tan joven, aunque difícilmente pudiera aspirar a una medalla. En la primera competencia, los 100 metros, finalizó cuarta en su serie y 38° entre el total de las participantes, y tres días más tarde le correspondía la revancha en el doble de distancia. Pero no pudo competir. Los entrenadores del equipo bielorruso de atletismo decidieron que no correría en la disciplina para la que había clasificado originalmente y, en cambio, debía participar del relevo 4x100, para el que nunca había entrenado.
La curiosa e inconsulta decisión llevó a que la atleta criticara a las autoridades deportivas en redes sociales: “Lo decidieron todo a mis espaldas. Intenté averiguar los motivos de la decisión, pero fui ignorada. Créanme, aunque nunca he corrido 400 metros, estaría dispuesta a apoyar al equipo, PERO creo que los funcionarios deberían respetarnos como deportistas y, a veces, tener en cuenta nuestra opinión”. No hubo agresión ni insultos de parte de la atleta, tampoco una crítica abierta a su gobierno, sino tan sólo un reclamo sumamente válido: escuchen a los deportistas. Pero fue más que suficiente para que la televisión estatal bielorrusa la condenara y que el Comité Olímpico de su país decidiera enviarla por la fuerza de regreso a Minsk. Es claro: en Bielorrusia no hay posibilidad de cuestionar.
Alexander Lukashenko es presidente desde 1994 y, al menos oficialmente, ha ganado con alrededor del 80% de los votos seis elecciones consecutivas, incluida la última, en agosto de 2020. Desde entonces ha habido protestas multitudinarias enfrentándose a una represión policial salvaje, más de 30 mil personas han sido arrestadas por participar de las manifestaciones, al menos 7 han sido asesinadas, se han registrado más de mil casos de tortura en centros de detención y los políticos opositores que no están presos, se encuentran exiliados en países vecinos. El gobierno de Lukashenko es tan ubicuo que su hijo, Víktor, preside el Comité Olímpico de Bielorrusia (CONB), aunque el Comité Olímpico Internacional (COI) no considera su elección válida porque el dirigente ya cargaba con una sanción en su contra por discriminación a atletas.
En ese contexto, la velocista Tsimanouskaya tenía buenas razones para temer persecuciones y represalias tras un regreso anticipado a Bielorrusia. Por eso no abordó el avión y recurrió, primero, a las autoridades japonesas y luego a la embajada de Polonia en Tokio. Entendió que sólo podría recurrir a un asilo humanitario que le fue garantizado por el gobierno de Varsovia. Desde Japón voló a Viena, en donde fue custodiada por policía local, antes de arribar a Polonia. “Por motivos de seguridad, no difundiremos detalles del vuelo”, dijo el viceministro de Exteriores polaco, Marcin Przydacz. No es un dato menor: a fines de mayo el Estado bielorruso desvío un vuelo comercial entre Grecia y Lituania para detener al periodista Román Protasevich. Nadie podía descartar que esto volviera a ocurrir con el avión de Tsimanouskaya.
El caso de la atleta no es único. Antes de los Juegos Olímpicos fueron detenidos o privados de la posibilidad de entrenar deportistas como la esquiadora Darya Domracheva (máxima ganadora de oros olímpicos para su país, con cuatro), la basquetbolista Elena Levchenko, el decatlonista subcampeón olímpico Andrei Krauchanka y la maratonista campeona de Europa Volha Mazuronak, entre otros. Su delito, al igual que el de tantos más, fue expresarse abiertamente en contra de la represión masiva y de las detenciones arbitrarias.
Para Lukashenko, las victorias deportivas pueden ser muy importantes y un gran instrumento de propaganda, pero de nada sirven si quien las consigue cuestiona su mandato. Mantener el aura intachable del presidente vale más que todas las medallas de oro. Así Bielorrusia empieza a convertirse en una gran cárcel a cielo abierto de la que es difícil escapar. Como si todo el país hubiera dado marcha atrás, a los días de Guerra Fría en los que tantos deportistas aprovechaban los grandes eventos para cruzar al otro lado la Cortina de Hierro. Como en 1956, cuando, tras los Juegos Olímpicos de Melbourne y mientras en Budapest avanzaban los tanques soviéticos para reprimir las protestas, 48 atletas húngaros abandonaron la delegación. Otros dos atletas húngaros desertaron durante Tokio 64; el mismo año una alemana oriental huyó a occidente en medio de los juegos de invierno de Innsbruck; en Montreal 76, fueron cuatro rumanos y un ruso; mientras que siete futbolistas cubanos no regresaron a la isla tras un torneo clasificatorio para Beijing 2008.
El COI tiene ahora la posibilidad de analizar la situación de Bielorrusia e imponer sanciones relevantes que ayuden a cambiar el rumbo, o al menos a generar visibilidad y llamar la atención a nivel internacional. No sería sorprendente que los atletas bielorrusos fueran obligados a competir bajo bandera de su comité olímpico, en lugar de su bandera nacional, tal como ocurrió con Rusia en Tokio 2020. Incluso podría vetarse la participación del CONB para próximos eventos y los deportistas se presentarían en forma independiente, como sucedió con los yugoslavos en Barcelona 1992.
Por lo pronto, Timanovskaya y su marido se encuentran a salvo. Probablemente su carrera continúe en Polonia. Sin miedo y en paz.
Ignacio E. Hutin es periodista y consejero consultivo de CADAL (www.cadal.org)
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