Por donde se la mire, la revuelta popular iniciada en Cuba este 11 de julio es un parteaguas. No sabemos si se trata del fin del régimen, de ahí “revuelta”, pero no hay duda que ha ocurrido una ruptura, atemorizando a una nomenclatura sin otra respuesta que la represión. En esto de encontrarle significado a esta pequeña o gran discontinuidad, los cubanos están escribiendo la historia de la caída del castrismo.
En este mar de incertidumbres, por ello arriesgo mis certezas. La Isla no regresará al 10 de julio, no importa cuántos cómplices sorprendidos, apparatchiks corruptos, pseudo-progresistas en América, Roma o Madrid, burócratas con ideología y coleccionistas de eufemismos sigan intentando disimular lo obvio: que un país con el poder en manos de un mismo partido—¡y un mismo apellido!—durante 63 años no puede ser sino una dictadura. Y punto.
Pero no se trata del “fin de la utopía”, argumento habitual en toda crisis de la izquierda invocado también en esta oportunidad. Por empezar porque la utopía socialista como tal fue demolida hace mucho tiempo, en los años setenta, y desde adentro, es decir, por el eurocomunismo y con instrumentos analíticos marxistas.
Por supuesto ello fue consecuencia de Budapest 1956 y Praga 1968. Una revolución llevada a cabo para crear una sociedad sin clases que concluyó en el absoluto control de una nueva clase, la nomenclatura del partido, sobre el resto de la sociedad. Si con ello no alcanzara, “la utopía” falleció por segunda vez en noviembre de 1989, literalmente sepultada bajo los escombros del Muro de Berlín.
El contrato social del comunismo—no se habla ni se vota, pero se come—no era sostenible. “Comer y hablar” era la demanda de los europeos oprimidos por el poder soviético. Y después votar, naturalmente. Hace mucho tiempo que el pensamiento socialista no puede ofrecer un ideal deseable al final del camino de la historia, o sea, una utopía.
Nótese, sobre esto, la significativa variación en el contrato social del comunismo castrista: en Cuba no se habla ni se vota, pero tampoco se come. Y, precisamente, la Isla no regresará al 10 de julio porque, a pesar de ello, no se escuchó “queremos comida” ni “queremos vacunas”, según dice la propaganda de exportación del partido. Se escuchó “queremos libertad”.
La Isla no regresará al 10 de julio porque, a diferencia del maleconazo de 1994, la geografía de esta revuelta es extensa. A diferencia de Berlín en 1989, no hace falta CNN mostrando la caída del muro las 24 horas del día pues de eso se encargan miles de cubanos con sus teléfonos, verdaderos reporteros de la caída del muro castrista. Y, a diferencia del período especial, la generación histórica ya no está. La Plaza de la Revolución es un mausoleo de difuntos, finalmente, y Díaz-Canel, un mediocre incapaz de suscitar obediencia ni respeto.
Por ello, más que la utopía socialista, muerta y enterrada, hoy terminan los mitos del castrismo. Termina el relato de una revolución popular, en realidad sostenida a través de la represión quirúrgica, el miedo, la intimidación y la delación de los CDR. Ya no alcanza con la microcirugía desmovilizadora, hoy el control social requiere la violencia explícita del Estado y llamamientos a una guerra civil.
Que el mundo tome nota: “la orden de combate está dada, a la calle los revolucionarios”, fue la respuesta de un Díaz-Canel desesperado y convertido en Ceaușescu (quien cayó por la masiva defección militar inmediata, conviene subrayar). Distribuyendo palos y bates entre los supuestos revolucionarios, el régimen concluye la épica ficticia del hombre nuevo. Hoy admite que no es nuevo y tampoco bueno, como alguna vez me dijo Yoani Sánchez.
Termina el relato castrista porque hoy existe otro que ha capturado el imaginario social. Proviene de una nueva generación de artistas, raperos, escritores, periodistas y cineastas que han impuesto otra narrativa. Es la que se desprende de “Patria y Vida”, himno de una revuelta en lenta ebullición desde hace meses. Agreguemos un grupo de movimientos sociales—Cuba Decide, UNPACU, Movimiento San Isidro, entre otros—cuyas innovadoras formas de acción colectiva han permitido acumular capital social como quizás nunca antes.
Si Díaz-Canel evoca a Ceaușescu y el movimiento artístico recrea la Carta 77 de Havel y otros intelectuales checos, los vibrantes movimientos sociales obligan a recordar a Solidaridad polaco. Es que la sociedad civil cubana ha renacido; la concepción de vanguardia leninista del partido ha dado paso a una vanguardia diferente, la de líderes sociales y culturales en contacto con su gente que, como en el rap “Patria y Vida”, le repite al régimen su estribillo: “Se acabó”.
También concluye hoy el mito del bloqueo, ficción de la propaganda oficial y sus repetidores de diversas latitudes. Cuba tiene tratados comerciales con casi cien países, siendo Estados Unidos uno de sus principales socios a pesar de los ítems incluidos en el embargo. Por ello alcanzó con una simple disposición administrativa para autorizar a pasajeros ingresando al país la importación de alimentos, aseos y medicamentos, sin límite de valor de importación y libre de pago de aranceles. Desde luego, la vasta mayoría de los pasajeros del exterior llegan de Miami.
Es más, si hubiera un verdadero bloqueo los buques-tanque que llevan petróleo venezolano “donado” al régimen castrista no podrían ni acercarse a las costas cubanas. Y si a este le afectaran las penurias sufridas por su pueblo no habrían impedido, tantas veces, la entrada de ayuda humanitaria enviada desde Miami.
Concluye el mito de la efectividad educativa, en un sistema universitario donde las colecciones de las bibliotecas son decididas por los burócratas del partido, y el de la medicina de excelencia, un país donde aún antes del COVID-19 estaba golpeado por epidemias de escabiosis y dengue. Por supuesto no se reportan estadísticas veraces sobre el estado de la salud pública pero en la ficción oficial existe una vacuna cubana contra el COVID-19.
Relacionado con la salud pública, termina también el mito de la solidaridad, siendo que ya se ha documentado fehacientemente que las misiones médicas cubanas constituyen formas contemporáneas de esclavitud; un sistema que opera en base al trabajo forzoso y el tráfico de personas. Marx estaba equivocado, en Cuba hay una nueva teleología histórica: del capitalismo al socialismo y luego de regreso hasta el esclavismo.
Pues la Isla no regresará ni al 10 de julio. El castrismo está desnudo. Ya no tiene mitos, épica, discurso, ni sentido histórico. El relato, manufacturado durante seis décadas, llega a su fin. Que el mundo observe y tome posición; no es momento para ingenuos, cómplices, falsos progresistas ni los corrompidos por el G2. Los cubanos quieren libertad. Y la merecen.
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