Fue hoy hace cinco años. Millones de británicos marcharon a las urnas para responder si el Reino Unido debía permanecer o dejar la Unión Europea. Se esperaba que “permanecer” fuera la carta ganadora ya que seguramente el pueblo británico no sería tan imprudente como para arrancar a su nación de la “institución global más fina, justa y amante de la paz de la era de la posguerra”, que es como presentaban a la UE quienes querían permanecer. Sin embargo, como el mundo ahora sabe, y como debe registrar la historia, las cosas no salieron según lo planeado. En abierto desafío a prácticamente toda la élite, y frente a una implacable y aceitada campaña de miedo que pregonaba que abandonar la UE impulsaría al Reino Unido a un futuro sombrío de escasez de alimentos, de medicamentos y fascismo, el electorado votó por irse.
Se sabe lo que pasó después. Los políticos se brotaron y los comentaristas y encuestadores estaban desconcertados. Se sucedieron marchas furiosas de influyentes airados que presionaron por un segundo referéndum para corregir la idiotez destructiva de las masas de baja educación. Aparecieron los compromisos de Theresa May y la venganza de la UE, y la decisión del Partido Laborista y de la izquierda en general de ponerse del lado de la UE contra el pueblo británico. Para quienes votaron por el Brexit, la respuesta del establishment fue una prueba de su razón. Su rabia amarga contra las masas xenófobas y supuestamente mal informadas confirmó su sospecha de que no eran tomados en serio como ciudadanos. Las maquiavélicas maquinaciones de la UE -su cínica explotación de las preocupaciones irlandesas para tratar de debilitar el Brexit, su tratamiento de Gran Bretaña como una colonia engreída que se atreve a cuestionar los derechos del imperio- demostraron la virtud de la revuelta en las urnas contra esta oligarquía distante.
Pero frente a la ira desquiciada del establishment, el electorado mantuvo sus convicciones y reafirmó sus creencias cada vez que se abrieron las urnas: en las elecciones generales de 2017, cuando más del 80% votó por partidos que prometían respetar el resultado del referéndum; en las elecciones al euro de 2019, cuando el Partido Brexit llegó a la cima; y en las elecciones generales de 2019, cuando el partido Conservador que prometió “Get Brexit Done” obtuvo una victoria histórica, mientras que el partido Laborista que apuñaló a sus votantes por la espalda y se alineó con el grito progresista recibió su peor paliza desde la década de 1930. La firmeza del compromiso del pueblo británico con la partida y con la democracia ha sido inspiradora.
Y quizás esté aquí lo más curioso de los últimos cinco años. Una y otra vez la gente dejó en claro su creencia de que el Brexit sería un paso positivo para el Reino Unido y, sin embargo, su narrativa y su interpretación política y mediática, fue completamente negativa. Hubo una asombrosa desconexión entre la confianza pro-Brexit de vastas franjas del electorado y la descripción histérica diaria del Brexit como un desastre absoluto, como una pesadilla demagógica, como un nazismo con un nuevo rostro. No existe mejor ilustración del abismo que separa la perspectiva de la gente común y la perspectiva de la clase política, aunque esto no solo suceda en Gran Bretaña.
Estas caricaturas no solo son ofensivas; están desvinculadas de la realidad. Ignoran el hecho de que uno de cada tres votantes de minorías étnicas apoyó el Brexit y por ello, en lugares con mayorías poblacionales surasiáticas como Slough, Hillingdon, Bradford, Osterley o Spring Grove la opción ganó con más del 60%. Presentar el Brexit como el coto de la Inglaterra provinciana “olvidada” y “dejada atrás” ignora que ciudades como Nottingham, con su rica historia y cultura; Sheffield, séptima ciudad más grande del Reino Unido; y Southampton y Plymouth también votaron por la salida. Finalmente, el encuadre del Brexit como una empresa provincial inglesa también ignora el hecho de que Gales votó 52,5% a favor.
El Brexit fue una empresa interétnica y de clases cruzadas, unificada por el deseo de liberar al Reino Unido de la UE, restaurar la soberanía nacional y revitalizar al sistema democrático. No fue un voto racista. No fue un voto en contra de los extranjeros. No fue un grito desesperado de los “dejados atrás”', suplicando a los londinenses de clase media que escuchen un cambio. Fue un voto para ampliar la vida democrática de la nación. Fue un voto para arrebatar el control a los burócratas no electos y devolverlo a aquellos sobre quienes el pueblo tiene una forma más directa de control democrático. El hecho de que Gran Bretaña haya seguido su propio camino con las vacunas Covid, libre de las disputas internas y las ineficiencias de la UE, ha demostrado que los votantes tomaron la decisión correcta hace cinco años.
El futuro del Brexit importa mucho más allá de las costas de Gran Bretaña o incluso de Europa. Si va mal por fricciones comerciales con una UE que se niegue a respetarlo, arrastrará a Gran Bretaña y pesará sobre las economías continentales que no son lo suficientemente fuertes como para soportar la tensión. Los efectos podrían extenderse hacia América y Asia, y quizás envalentonar movimientos políticos peligrosamente disruptivos en Europa. Si es exitoso, en cambio, será un ejemplo económico, incluidos los movimientos políticos disidentes que existen en el continente. Su arquetipo de democracia renovada, canalizada a través de instituciones representativas tradicionales, podría ser un punto de referencia para otros europeos y para el resto del mundo occidental.
En todo caso, los votantes de Gran Bretaña en 2016, y nuevamente en 2019, eligieron la convivencia pacífica y próspera con sus vecinos en lugar de una integración implacable que fue perdiendo su sentido. Es la elección más importante que haya hecho cualquier electorado europeo en, al menos, una generación y por ese solo hecho –por respeto a la voluntad soberana del individuo que los políticos tanto dicen honrar– deben acatar su decisión.
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