La discusión sobre el desarrollo de América Latina es el drama constante de abundantes recursos humanos y naturales acompañados de pobreza extendida en el territorio y profunda en la sociedad. Más la desigualdad tenaz, esa foto obscena que todos vimos: niños descalzos que se asoman por encima de un muro a mirar a sus vecinos; otros niños que nadan en sus piscinas de barrios privados.
Es una historia conflictiva y dolorosa. La pregunta de siempre persiste, el gran dilema continúa irresuelto: países ricos cuyos paisajes están tapizados de pobreza. ¿Cómo movilizar esos recursos para que lleguen? Así es cómo el debate temprano dio cuenta del modelo exportador, del sustitutivo de importaciones y de las contribuciones cepalinas enfocadas en los términos de intercambio decrecientes.
Nuestro atraso relativo obedecía a un intercambio desigual; vender materias primas y comprar manufacturas. Algunos llamaron a esta problemática “dependencia”. La solución era industrializarnos, sustituir lo importado produciéndolo localmente “como fuera”, es decir, con el Estado. Claro que allí radicaban, precisamente, los desequilibrios y la resultante inestabilidad política.
Para producir manufacturas había que importar bienes de capital. De ahí una cuenta comercial en rojo que se financiaba con endeudamiento externo. Las presiones en la balanza de pagos tendrían efectos sobre las cuentas publicas. Si el déficit fiscal se monetizaba daba lugar a una dolencia crónica: la inflación, que siempre perjudica más a los más pobres. Con sus consiguientes crisis políticas, no era tan simple eso de industrializar.
El desarrollo truncado abrió el debate pasados los ochenta, década de la crisis de endeudamiento con estanflación. Había que pensar seriamente en corregir distorsiones de precios y disciplinar gobiernos ineficaces en su política macroeconómica. Algunos lo llaman “neoliberalismo”.
Así, ya sea por la fatiga del ajuste, por las promesas incumplidas de la reforma económica, o por los péndulos electorales habituales, con el nuevo siglo llegaron al poder los nuevos nacionalistas, antaño sustituidores de importaciones. En el argot de rigor, los populistas.
Pero lo verdaderamente nuevo fue que a comienzo de siglo los precios de los exportables de la región se fortalecieron como nunca. Los términos de intercambio fueron los más competitivos en décadas, en varios países en toda su historia. Fue el “boom de las commodities” que benefició a petro-estados y soja-estados por igual. Los términos del intercambio dejaron de ser decrecientes.
La bonanza tuvo efecto cascada, alcanzó para sacar de la pobreza 70 millones de personas. Curiosamente, la sustitución de importaciones pasó al olvido. Los nacionalistas de este siglo se subieron a la dependencia externa de la nueva economía exportadora de recursos naturales como si fuera un éxito de sus políticas y programas, en lugar de la demanda china por materias primas.
Los recursos se distribuyeron, pero con el objetivo de consolidar máquinas clientelares para la perpetuación. Es decir, dándole prioridad al consumo en detrimento del ahorro, imprescindible para enfrentar el eventual cambio de ciclo. Se hizo sin invertir en infraestructura, necesario para sostener el crecimiento aumentando la productividad. Cuando el ciclo cambió, la región estaba sin preparación alguna. En 2018 los exportables de la región ya valían la mitad que en el pico de 2012. Las nuevas clases medias comenzaron a regresar a la pobreza.
El resto de la historia es más fresca. La pandemia ha devastado a la región como a ninguna otra. La abundancia de recursos se consumió con las vacas gordas, sin ahorro fiscal para las vacas flacas. No se invirtió en infraestructura, ni tampoco en instituciones y capital humano: ciencia y tecnología, educación, y salud. Además hoy sabemos que el sector salud es el más castigado por la verdadera enfermedad endémica de América Latina: la corrupción.
Desde marzo de 2020 América Latina es la región más golpeada del planeta por la contracción económica; que venía de antes de la pandemia, hay que decirlo. Ello medido en cierres de empresas y negocios, pérdida de empleos y crecimiento de la pobreza. Todo ello es en gran parte el resultado de decisiones erróneas de política económica durante el boom anterior, una realidad hoy dramáticamente agravada por un sistema de salud pública desfinanciado.
El efecto adicional es, en consecuencia, que la región lidera en decesos per cápita con más de un millón de fallecidos por el Covid-19. Brasil, México, Colombia, Argentina y Perú suman el 89% de dicho millón. En este mes de mayo se registraron el 31% de los fallecidos por Covid-19 en el mundo, siendo que América Latina y el Caribe representan el 8.4% de la población mundial.
En la última semana, los ocho países con más muertes per cápita han sido de la región. Antes se median líneas telefónicas, kilómetros de asfalto y tasas de analfabetismo, entre otros, como indicadores del (sub)desarrollo. Hoy debe usarse un nuevo parámetro: las muertes en pandemia, ítem en el que América Latina presenta una realidad sombría.
Algunos construyen nuevas teorías de la dependencia en base al insuficiente acceso a las vacunas. Con ello ocultan su propia incompetencia. Chile, Uruguay y México, por ejemplo, avanzan en su plan de vacunación con relativa eficacia. La brecha de vacunación entre regiones es marcada, sin duda, pero la cuestión de las vacunas es de gestión, no de ideología y mucho menos de pirotecnia retórica.
Que ello es así surge claramente de los balbuceos y contradicciones de Alberto Fernández (siempre un jactancioso pontificador sobre los males del capitalismo) cuando le tocó responder lo elemental: ¿Por qué razón jamás llegaron a Argentina los 14 millones de vacunas Pfizer que estaban garantizadas por haber sido parte de las pruebas clínicas durante la etapa de investigación?
Hay diversas hipótesis al respecto. La de mayor asidero habla de la intención del gobierno argentino de introducir un privado como intermediario, transacción opaca aparentemente rechazada por la empresa. Ello es plausible, no en vano Fernández-Fernández distribuyeron vacunas entre sus seguidores, el “vacunatorio VIP”. Y no en vano sabemos que en América Latina el sector salud es el más corrupto de toda la administración pública.
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