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El presidente de Colombia dispuso la regularización de un millón de venezolanos indocumentados. El Estatuto Temporal de Protección les otorga acceso a servicios sociales, educación y empleo, entre otros, con una vigencia de diez años. El gobierno encara así una ambiciosa gesta humanitaria, profundizando la política de brazos abiertos que el Presidente Duque esbozó desde el primer día de su administración.
Se trata de la crisis de refugiados más grande del continente americano en la historia, a punto de superar a la de Siria en número. Ello sin guerra ni desastre natural sino como resultado de las deliberadas acciones de una dictadura. El éxodo es de 5.5 millones de personas, el 18% de la población total del país.
Con 1.8 millones Colombia es el principal receptor de la migración pero no el único. A Perú han llegado 1.3 millones de venezolanos, a Chile 455 mil, a Ecuador 420 mil, a Argentina 180 mil, a Brasil 261 mil, a Panamá 121 mil, a México 102 mil y a República Dominicana 115 mil, por nombrar los casos más salientes. Se estima que un promedio de 5 mil personas diarias dejan el país; muchos por tierra, los caminantes.
Todo lo cual subraya la envergadura de la crisis y la magnitud continental del anuncio. La decisión del Presidente Duque es por ello histórica, nos obliga a reflexionar sobre diversos temas.
Uno es reconocer que cuando la política migratoria es función exclusiva de la policía fronteriza, enfoque prevaleciente en muchos países, se reproducen injusticias e ineficiencias. Al respecto, casi simultáneamente Chile deportó 100 inmigrantes. Muchos le recuerdan a Piñera los tantos exiliados que, huyendo de Pinochet, reconstruyeron sus vidas en una Venezuela generosa.
La regularización de los venezolanos insinúa un llamado de Colombia a todos los países de la región para abordar esta crisis de manera coordinada y sin las xenofobias habituales. Regularizar a los inmigrantes es hacer política de empleo, formalizándolos; de educación, incorporándolos al sistema; demográfica, censándolos; y de salud pública, previniendo el contagio de enfermedades. No solo es más justicia, también es más institucionalidad.
Por sí sola, la escenografía del anuncio constituyó un pronunciamiento de política exterior de relevancia global, una invitación a la comunidad internacional para conversar sobre el tema de manera conjunta. Con el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, a su lado, el Presidente Duque lo hizo explícito: “Nosotros no somos un país rico, somos un país de ingreso medio y hemos hecho un gran esfuerzo fiscal frente a esta situación”.
Esto debido a que Colombia destina al año 4 puntos del producto en atender esta crisis, pero la ONU continúa sin conferir status de refugiados a los venezolanos, imprescindible para acceder a protección legal y ayuda internacional. Para tener una idea: para los refugiados sirios, que sí tienen dicho status, se destinan 5,000 dólares per cápita al año; los “migrantes” venezolanos reciben menos de 300 per cápita de la misma moneda.
Por ello la discusión debe ser conjunta entre Europa y América Latina. Ambas migraciones han adquirido un cierto carácter permanente; los sirios no regresarán a Siria ni los venezolanos a Venezuela por un buen tiempo. A un mínimo se requiere una distribución equitativa y proporcional de la carga fiscal entre los diferentes países. El mensaje de Duque también es para que la Unión Europea se ponga a la altura de las circunstancias.
La decisión de Colombia además nos obliga a repensar algunos temas no resueltos en la agenda de la globalización. Una crítica frecuente es acerca del doble standard del capitalismo y sus beneficiarios. Es decir, mientras los bienes, el capital y los servicios son móviles, la fuerza de trabajo no lo es. Si el sistema es global, argumentan, todos los factores de producción deben ser móviles. El capital humano tiene un cierto proteccionismo.
Hay bastante de cierto en ello. El capitalismo era abierto y las migraciones tenían pocas restricciones en el pasado. De hecho, la institución del pasaporte es de 1920, a posteriori de la Primera Guerra Mundial. Dada la magnitud de los flujos migratorios actuales habría que pensar en soluciones creativas.
A nivel agregado, la inmigración crea más riqueza de la que consume. Regularizar migrantes es sacarlos de la marginalidad, lo cual se justifica por razones morales como por la productividad: asignar con eficiencia y fortalecer la capacidad estatal en el diseño de políticas, incluyendo el ensanchamiento de la base tributaria en beneficio de las cuentas públicas. Los grandes impulsos al desarrollo han estado acompañados por la incorporación de la inmigración a la fuerza de trabajo en una relación dinámica con los demás factores de producción.
La decisión del gobierno de Colombia es inspiradora, un acto humanitario sin precedentes. Por donde se lo mire, es una manifestación eminente de progresismo. Progresismo en serio: acción de gobierno, políticas públicas que amplían derechos y, por ende, igualan oportunidades. Con lo cual se crean instrumentos para que las personas progresen, precisamente.
Esto no tiene nada que ver con ser “progre”, impostura discursiva que uniforma opiniones al precio del disenso y la libertad. El progresismo tampoco tiene que ver con la geometría, no es de izquierda ni de derecha. El progresismo es un gran constructor de ciudadanía, allí reside el valor moral del Estatuto Temporal de Protección. Y ese es el capítulo de la historia que Iván Duque acaba de escribir.
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