“Estamos tomando el Capitolio, es una revolución”, dijo la mujer. Una buena viñeta del día, pero no se trató de revolución alguna. Solo fue un episodio insurreccional desde abajo, por el lado de la turba, y un autogolpe desde arriba, metafóricamente, en el sentido de la intención manifiesta de un presidente en ejercicio de movilizar a sus seguidores para subvertir el normal procedimiento constitucional.
En vano. Los propios Senadores Republicanos delinearon la exquisitez del ordenamiento constitucional, una clase magistral. Estados Unidos es una Federación, son los estados los que eligen al presidente. Lo hacen de acuerdo a procesos electorales que ellos mismos diseñan y administran de manera independiente. No habiendo controversia alguna en lo informado por los 51 Colegios Electorales, no correspondía al Senado más que ratificar lo decidido por ellos.
Es decir, a esa altura lo del fraude ya era irrelevante aún para el propio partido de Trump. Esto no quiere decir que no sea necesario revisar un sistema electoral plagado de falencias y que, ciclo tras ciclo, reproduce irregularidades. Pero si es que existió dicho fraude, pues no había suficiente evidencia con peso jurídico para las 60 cortes que desestimaron las denuncias, con la Corte Suprema incluida. Así es el Estado de Derecho, las sentencias concluyen toda controversia.
Lo que queda después de la turba del miércoles, sin embargo, no se resuelve con una orden judicial. Es bueno verlo en perspectiva. No es la primera vez en la historia de la democracia americana que grupos sociales importantes protagonizan un “episodio insurreccional”, para seguir con el término. El movimiento de derechos civiles desarrolló diversas estrategias para subvertir las instituciones de Jim Crow, un régimen de ciudadanía restringida, o sea autoritario. La mayoría de las acciones eran de naturaleza pacífica—Martin Luther King—pero menos pacíficos eran los métodos de Malcom X y los Black Panthers.
El movimiento contra la Guerra de Vietnam, a su vez, también recurrió a la acción directa, las revueltas urbanas de aquellos años se propagaron por todo el país. Como ilustración: en 1968-69 las ocupaciones de los campus universitarios—Ivy Leagues Columbia y Cornell entre ellos—fueron protagonizadas por estudiantes armados. La violencia expresaba un rechazo explícito a las instituciones políticas. Tanto que la literatura comenzó a hablar de la “Crisis de la Democracia” en el país para dar cuenta de la ingobernabilidad en aumento.
“Fast forward” a este siglo, a las protestas en 2020 contra la brutalidad policial a raíz del asesinato de George Floyd. También han producido hechos de violencia; saqueos, vandalismo y enfrentamientos con adversarios y con las fuerzas del orden. Protagonizadas por BLM (Black Lives Matter), Antifa y otros grupos, la ocupación del espacio público y la reproducción de estrategias de acción directa continúan hasta hoy en varias ciudades. Es que como fenómeno sociológico la protesta siempre es susceptible de derivar en violencia. Verla como mera patología es la mejor manera de no entenderla.
Tanto como demonizar a un lado o al otro. El Senador Democrata Chuck Schumer se refirió a “los delincuentes (thugs) que respondieron al llamado de un presidente demagogo”. El mayor problema no es que fueron convocados, ni que el presidente sea un demagogo, sino que respondieron y lo hicieron en gran número. Grupos violentos y criminales, la milicia y los supremacistas blancos, sin duda fueron parte del asalto del miércoles. La masiva concurrencia, sin embargo, claramente excedió a cualquiera de esos grupos que en definitiva son organizaciones de elite.
Llegaron en buses desde el “hinterland”. Una población empobrecida por una agricultura cada vez menos competitiva internacionalmente, rezagados por la creciente desigualdad, inseguros frente al empleo inmigrante y con su estructura familiar devastada por una pandemia, no de COVID-19 sino de opioides. En otro tiempo y lugar una invasión semejante fue llamada “aluvión zoológico”.
Su angustia es la de la marginalidad rural, así como BLM expresa la angustia de los afroamericanos de las “inner cities”. Ambos son excluidos por el cambio económico y son el descarte de la globalización, por no tener aptitudes para insertarse en el mercado laboral, por la violencia policial o de otro tipo, por no tener voz (y muchas veces, tampoco voto), por ser dejados de lado por un sistema político que usa lenguaje muy loable y correcto pero que en definitiva los trata como subalternos.
Están las fotos y los videos de quienes vestían una camiseta con la leyenda “Deplorable” el miércoles 6. Proviene de la campaña electoral de 2016 cuando Hillary Clinton llamó a los partidarios de Trump “canasta de deplorables”. Pues ello confirma lo que sienten: la arrogancia y el desprecio de la política tradicional y la prensa liberal, la elite urbana e ilustrada que los ignora.
Nota al pie de pagina: en la misma noche Anderson Cooper de CNN lo confirmó burlándose de ellos con ironía por ser clientes de restaurants baratos y hoteles de pocas estrellas, es decir, por su condición humilde. El supremacismo racial es repugnante, el de clase no es mejor.
La exclusión y la ausencia de canales de expresión son un insumo perenne para la intolerancia y el extremismo. La violencia desplegada en la capital de la nación—y para con sus instituciones—no está desvinculada de ese sentimiento. La bronca de una turba casi nunca es obra de una sola persona, en este caso Trump y todas sus irresponsabilidades.
Los disfraces irrespetuosos, la profanación cívica de la silla del Vicepresidente (y Presidente del Senado) y del podio de la Presidente de la Cámara de Representantes, el ingreso de la bandera de la Confederación al Capitolio por primera vez en la historia; la irreverencia con los símbolos también expresan una contracultura. Se los puede ver solo como materia de la justicia criminal, que lo son, o también se los puede interpretar en su contexto social e histórico, incluyendo una Guerra Civil que, en sentido cultural, nunca concluyó. Los símbolos de aquella proto-nación siguen en uso.
La elite política tradicional pasó cuatro años demonizando a Trump y su base de apoyo, una suerte de patología de superficie que había que extirpar. Las interpretaciones más ambiciosas, pero sin demasiado rigor, recurrieron a extrapolaciones y paralelos con nociones tales como populismo y fascismo. Es decir, “populismo” sin demasiado contexto y, a fuerza de repetición, de manera ahistórica, desligado inclusive de los legados populistas americanos de fin de siglo XIX y reducido a la presencia de un líder más o menos demagógico.
Errado todo eso y, sin embargo, hay algo en la literatura de los mas lúcidos teóricos del populismo que sí es importante hoy. Aron y Germani usaron la noción de “masas disponibles”, amplios grupos sociales sin representatividad. El concepto captura una crisis en el proceso de modernización que trunca su incorporación efectiva al sistema político. Ese espacio abre la oportunidad para el surgimiento de líderes capaces de darles voz, articulando movimientos populares detrás de proyectos no-democráticos: el fascismo, el nacional-socialismo y el peronismo en el caso de Germani.
En Estados Unidos, ese líder no era Trump. Si así fuera no habría capitulado apenas horas después de iniciar su propia “Marcia su Roma”. Trump ahora parte y probablemente no regrese a la política, pero lo que queda es más profundo y más difícil de erradicar: masas disponibles, 74 millones de voluntades en vastas extensiones rojas del mapa y en un contexto de inclusión parcial.
Toda democracia es un pacto, un contrato social de múltiples dimensiones; de clase, de identidades, de culturas y de territorio. El contrato de esta democracia debe ser revalidado y probablemente enmendado. La elite política urbana y la administración entrante, con control del Ejecutivo y el Legislativo, pueden aprovechar el nuevo contexto y hacer algo al respecto, volver a producir un masivo proceso de incorporación ciudadana o, por el contrario, pueden seguir culpando al “otro”, al no ilustrado, al “white trash” así como demonizaron a Trump durante cuatro años.
Si escogen este camino profundizarán lo que las autocracias de China, Cuba, Corea del Norte, Irán y Rusia intuyen con sagacidad y por esa razón se burlan: que la democracia americana es cada vez menos viable. Y además, dejarán a las masas disponibles, disponibles para otro Trump pero uno verdaderamente autoritario.
O sea, un mejor político, más estratégico, analítico y coherente. Otro líder que le diga a la nación algo así como “para seguir siendo competitivos militar y comercialmente frente a nuestros adversarios, debemos reformular de raíz nuestro sistema político y nuestras instituciones, centralizar el poder para ser más eficientes y sacrificar derechos que valoramos pero que nos hacen vulnerables”. Trump no propuso nada de eso.
Y ahí sí que habrá terminado la gran invención americana, esa combinación única de libertad, poderío y prosperidad. Entonces sí que sería una verdadera “Crisis de la Democracia” y se podría comenzar a hablar de populismo y fascismo con mayor precisión analítica.
Aunque, ahora que pienso, tal vez ya estemos llegando a eso hoy mismo. La censura comienza a institucionalizarse en este país, dispuesta por monopolios privados que controlan el flujo de noticias y tienen una definida posición política.