El año en que todos fuimos Beethoven

A pesar de la pandemia de coronavirus, Europa celebró como pudo y durante todo el año el aniversario 250 del nacimiento del compositor alemán que inspiró y sigue inspirando a generaciones de jóvenes

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El famoso retrato de Beethoven realizado en 1820 por Joseph Karl Stieler
El famoso retrato de Beethoven realizado en 1820 por Joseph Karl Stieler

Cuando tenía 14 años pegué en la pared de mi cuarto, apenas por encima de la cama, un retrato de Beethoven que mandé a imprimir en una fotocopiadora que cobraba barato por estar cerca de la Universidad Nacional de Rosario. Usé cinta adhesiva y el retrato estuvo ahí por tantos años que varias veces tuve que volver a pegarlo porque la cinta se gastaba y la hoja A3 se caía, a veces dando un golpe y generando un ruido fuerte y seco, cuando el fino canto golpeaba el piso, y otras flotando en silencio como una pluma hasta quedar abajo de la cama.

Era uno de los retratos más típicos del compositor alemán, donde aparece vestido con camisa blanca, saco negro y pañuelo rojo, sosteniendo una partitura y un lápiz, y con el pelo gris revuelto y la mirada apenas levantada y enfocada en un punto por afuera del marco de la pintura. Un retrato lleno de simbolismo y pose que, pienso, terminó siendo un engranaje más en la creación del mito beethoveniano.

En aquel momento ni siquiera me molesté en averiguar quién había pintado ese retrato tan dramático y romántico como la propia música de Ludwig van Beethoven, apenas quería tenerlo en la pared vigilando y aprobando, como algunos de mis amigos tenían a la formación del Rosario Central del Patón Bauza y otros a Maradona vestido con la camiseta de Newells.

La vida de Beethoven coincidió en gran parte con la Revolución Francesa y el posterior auge de Napoleon Bonaparte, a quien el músico le dedicó inicialmente su 3° sinfonía pero luego se retractó
La vida de Beethoven coincidió en gran parte con la Revolución Francesa y el posterior auge de Napoleon Bonaparte, a quien el músico le dedicó inicialmente su 3° sinfonía pero luego se retractó

Tiempo después supe que lo había pintado un tal Joseph Karl Stieler en 1820, y que la partitura que tenía en las manos eran las de su Missa Solemnis. Minucia, detalles, nada demasiado importante como para cambiar el rol de héroe que cumplía en mi cuarto.

Aunque si tuviera que poner hoy un retrato del músico en mi pared probablemente no elegiría el de Stieler y me inclinaría en cambio por el Friso de Beethoven, el mural que Gustav Klimt pintó para la exposición de la Secesión Vienesa de 1902, en toda sus desmedida grandiosidad.

¿Qué creía conocer yo, en esa época, sobre Beethoven, y qué creía escuchar cuando escuchaba su música? Es una pregunta difícil de responder, porque todavía hoy sigo escuchando y mi percepción actual es la culminación de una evolución lenta y progresiva. Parece que siempre me gustó igual, que nací escuchando Beethoven. Y no fue así.

Recorte del Friso de Beethoven, el mural que Gustav Klimt pintó en Viena en 1902
Recorte del Friso de Beethoven, el mural que Gustav Klimt pintó en Viena en 1902

Si tuviera que esforzarme en trazar un mapa de mi gusto por el músico nacido en Bonn en diciembre de 1770 (la fecha exacta se desconoce, pero hay consenso en que este 2020 es su aniversario 250) y muerto en Viena en 1827, sería algo así: empecé fascinado por las sinfonías (la 5, la 6 y la 9), me enloquecí con las sonatas para piano, de ahí salté a los cinco conciertos para el mismo instrumento, reaccioné un poco, desorientado, y descansé en la música de cámara, probé con Fidelio y aterricé en los cuartetos para cuerda, primero por los últimos. ¿Y ahora? Bueno, empezamos de nuevo, fiel a la forma circular, aunque si tuviera que quedarme con una sola grabación de una sola obra de Beethoven, para usar en un isla desierta o una ciudad abandonada tras el apocalipsis, quizás ahora me inclinaría más por el cuarteto n°14 y no tanto por la novena sinfonía. Aunque podría darse vuelta en cualquier momento.

En un recordado capítulo de la serie Band of Brothers (2001) los habitantes de Landsberg am Lech son forzados a ayudar a las tropas estadounidenses en la limpieza del pueblo y del campo de concentración de Dachau, y espontáneamente un grupo de ellos toma sus instrumentos de cuerda para tocar el sexto movimiento de ese mismo cuarteto n°14, reforzando ese lugar común del cine y la literatura por el cual todos los alemanes serían excelentes músicos. Cuando uno de los soldados exclama con ironía que para limpiar bien los escombros sólo hace falta “un poco de Mozart”, uno de sus compañeros lo corrige: “Es Beethoven”.

La 9° sinfonía de Beethoven es un elemento central en la trama de la novela "La naranja mecánica", de Anthony Burgess, que fue llevada al cine por Stanley Kubrick
La 9° sinfonía de Beethoven es un elemento central en la trama de la novela "La naranja mecánica", de Anthony Burgess, que fue llevada al cine por Stanley Kubrick

Del Beethoven como persona empecé admirando su defensa de los valores de la Revolución Francesa, especialmente los de Libertad e Igualdad, porque en ese mismo plano estaba yo a los 14 años, y lo critiqué por borrar la dedicación a Napoleon Bonaparte en su tercera sinfonía. Es fácil, ahora, enternecerse por esa arrogancia de juzgar que siempre volvía y por la cual un año después de pegar el retrato, cuando vi “La Naranja Mecánica” de Stanley Kubrik e inmediatamente después leí la novela de Anthony Burgess pensé para adentro: qué novedad, a mí me me gustó su música primero, sin importarme los detalles cronológicos.

Después de admirar al Beethoven político me encandilé con su rol de transición entre dos períodos de la música europea que actualmente se dan por llamar clásico y romántico, y su apuntalamiento del modelo del artista independiente, que vive y malvive por su arte y encuentra, como sea, financistas para sus ideas y no ideas financiables.

Finalmente, y entrando de lleno en el lugar común más clásico sobre Beethoven, me concentré en su lucha interna contra la sordera y sus desventuras amorosas. ¿Porque quién podía rechazar al más grande de todos?

Especialmente, ¿quién podía rechazar al músico genial que compuso sus mejores obras cuando ya no podía ni siquiera escucharlas? Es una premisa demasiado perfecta desde lo literario y lo filosófico como para dejar pasar. Beethoven como una especie de Casandra moderna que recibe el don de la música total pero la incapacidad de escucharla, y nosotros, sus fieles seguidores, recibimos el don de escuchar su música siempre con la duda irrecuperable: ¿cómo sabemos que este arte supremo era lo que Beeethoven quería que escucháramos, si él mismo no pudo hacerlo nunca más que en su cabeza y como operación mental?

La situación es análoga, creo, con la vivimos todos los habitantes de este planeta en este desquiciado año de pandemia que pasamos encerrados por temor a un covid-19 invisible pero letal: con el don de de la vida aún intacto pero la incapacidad para vivirla como siempre dimos por sentado que íbamos a poder hacer; transitamos los meses como compositores sordos a la espera de la vacuna napoleónica.

A los europeos, que llevan al cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven como himno de la Unión, ni siquiera el confinamiento y el colapso del sistema de salud les impidió festejar, como se pudo, estos 250 años del nacimiento de Beethoven: se acuñó una moneda de 1 euro con su retrato, se organizaron seminarios virtuales, se celebraron servicios religiosos ecuménicos en su honor y, por supuesto, conciertos con su obra que fueron transmitidos por streaming, el más importante de estos el que ofreció la West-Eastern Divan Orchestra dirigida por Daniel Barenboim.

Sólo queda imaginar qué hubiera sido de este año en el que todos fuimos Beethoven si el coronavirus no hubiera explotado por todos los rincones del mundo y no hubiéramos perdido el magro placer de asistir a un concierto con público o el de poder pensar en un futuro.

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