El resultado de las elecciones de 3 de noviembre no terminó siendo una ola azul como pronosticaban las encuestas. La victoria de Biden no fue un repudio humillante y abrumador al presidente Trump, como los Demócratas (“Dems”) esperaban y deseaban. Según datos preliminares, Biden ganó 77.3 millones a 72.3 millones en el voto popular y 279 a 214 en el voto del Colegio Electoral. Sin mandato apabullante en contra de los republicanos (“reps”), el país sigue dividido en dos grandes bandos o “tribus” políticas.
¿Pero quiénes conforman estos campos? Datos publicados en recientes libros y encuestas en el Washington Post y el New York Times nos dan una idea aproximada:
Tradicionalmente votan por “reps” incluyen sectores socio-económicos conservadores que en su mayoría prefieren bajos impuestos y menos interferencia del estado regulando la economía o limitando libertades personales. Pero la demagogia de la campaña y presidencia de Trump trajo al partido un componente populista: una mayoría en sectores de obreros mal remunerados o desempleados y disgustados con la globalización, la automatización y la emigración de industrias a México o China, particularmente desde estados pendulares cruciales para el Colegio Electoral como Michigan, Ohio y Pennsylvania. Trump reconoció el poderío electoral de los “descontentos,” y les dio voz.
Este sector de “descontentos”, mayoritariamente mujeres y hombres blancos entre 40-60 años, sin educación universitaria, estancados en ciudades o zonas des-industrializadas, en 2016 se sentían sin futuro, ignorados, relegados o despreciados por las élites tradicionales del país. De allí surge su desdeño, desconfianza e impaciencia con el “establishment” político, burocrático y tecnocrático, con los medios y con la meritocracia de profesionales urbanos y cosmopolitas de las grandes metrópolis -percibidos como elitistas y arrogantes, progresistas (liberales) y hasta socialistas. En la tribu “rep” también predominan tendencias autoritarias y autocráticas, nacionalistas, anti-inmigrantes, aislacionistas y unilateralistas. La mayoría de esta coalición “conservadora/populista” reside en ciudades con menos de 1 millón de habitantes y en estados mayormente rurales y agrícola-ganaderos, desde el centro norte, pasando por el mero centro hasta el sur -casi todos menos prósperos que los estados post-industriales de las costas del oeste y nordeste.
Por su parte, los votantes del Partido Demócrata son tradicionalmente mas diversos que los “reps”. La tribu incluye una mayoría de blancos pudientes (más mujeres que hombres) con educación universitaria y con preferencias progresistas (liberales) y globalistas. Pero el partido también atrae una amplia mayoría de afroamericanos y una mayoría menor de latinos (cubanos, puertorriqueños, centro y sud americanos residentes de Florida, Nevada, Arizona, Texas, New York, Illinois) y parece haber recuperado el apoyo de una mayoría del sector obrero blanco en Michigan y Pennsylvania. La mayoría de estos votantes son obreros o empleados del sector servicio, sin educación universitaria y con bajos salarios. Los votantes jóvenes (menor de 30 años) prefieren los “dems”, mientras que los votantes mayores de 65 años dividen sus preferencias 50-50. En su mayoría, los “dems” residen en los estados prósperos de las costas del oeste y del noroeste y en centros metropolitanos con más de 1 millón de habitantes.
El pequeño margen electoral entre Biden y Trump refleja ese mundo político polarizado, dividido. Biden ganó el voto popular por menos de 3 puntos porcentuales, como ocurrió en las elecciones de 1960, 1968, 1976, pero también ganó el voto del Colegio Electoral, a diferencia de lo que pasó con Bush (h) en 2000 y con Trump en 2016 que perdieron el voto popular pero ganaron el voto electoral. El apretado resultado también se dio en la Cámara de Representantes, donde se redujo la mayoría de los “dems”, y en el Senado los “reps” necesitan ganar la segunda vuelta de las dos bancas del estado de Georgia para mantener su mínima mayoría.
Pero el problema hoy es que Trump no reconoce la victoria de Biden, rehúsa comenzar el proceso de transición requerido por ley, denuncia fraude sin evidencias y judicializa la revisión de resultados, cuando la probabilidad de irregularidades significativas es mínima, dado los controles cruzados, la seguridad y transparencia del proceso electoral. Se socava así la confianza en el proceso y en la democracia misma, y se pone en peligro la seguridad del país.
Este clima post comicios inaudito es el reto inmediato que Biden enfrenta; su discurso unificador y conciliador de aceptación ha sido su primera y acertada respuesta. El desafío es considerable: se trata de construir puentes entre los bandos y retornar a la convivencia cívica tradicional de la democracia estadounidense, marcada por valores y prácticas como la negociación para consensuar, la moderación, el respeto mutuo, el pragmatismo, el profesionalismo y la idoneidad en políticas públicas. Todo lo contrario a lo observado en los últimos cuatro años. Tendrá también que contrarrestar las voces que desconocerán su presidencia (Fox TV y el 80% de los “reps”) y ganarse su confianza. Pero en realidad su mayor desafío es recomponer el sistema político democrático y restaurar el prestigio y el liderazgo de Estados Unidos en el mundo liberal.
El autor es analista internacional