No importa el final de esta historia, la gran derrotada es la gobernabilidad. Quien asuma el 20 de enero próximo y “solemnemente jure”, según manda la constitución, no será reconocido como presidente legítimo por medio país. Algo de eso ocurrió en 2000 y en 2016, pero la corrosiva polarización de hoy —ideológica, cultural y demográfica— tiene pocos precedentes en la historia del país. No augura nada bueno.
Se podría optar por adjudicarle toda la responsabilidad a Donald Trump, es la simplificación de rigor. O, por el contrario, abordar el problema con una mirada más amplia entendiendo que, en última instancia, el propio Trump es consecuencia de dicha polarización. Esta segunda alternativa le da más sentido al desmadre electoral de hoy, pues viene en lenta ebullición desde tiempo atrás.
Estados Unidos es una república robusta. Las instituciones son duraderas; rige la separación de poderes; el debido proceso es efectivo; las sentencias tienen trascendencia. Por ponerlo en una frase: los jueces mandan y lo hacen con la constitución en la mano.
La democracia, sin embargo, es disfuncional. Agrega de manera parcial, representa mal y elige por medio de un sistema que ciclo tras ciclo reproduce y profundiza la polarización. Se consolidan así “dos soberanías”, la Demócrata y la Republicana. Es por ello que no hay lugar para otro John McCain, el más ilustre de los bipartidistas.
Ni siquiera se trata del lastre del Colegio Electoral, desviación del principio de “una persona un voto” consistente con el riguroso federalismo del arreglo constitucional, a su vez reflejo del temor de los Padres Fundadores a la tiranía de la mayoría y el consiguiente abuso de poder del centro.
Otras desviaciones son aún más groseras, concretamente la práctica de rediseñar el mapa electoral a efectos de perpetuar la hegemonía territorial de un partido o del otro, “gerrymandering”. Ello es consecuencia de la cartelización de los partidos, un duopolio que limita la competencia (electoral), fija los precios (votos) y se reparte el mercado (político). Los Republicanos controlan los estados del sur, los Demócratas el nordeste e Illinois.
De ahí que, ciclo tras ciclo, la elección termine decidiéndose en un puñado de estados, los “swing states”. Las dos últimas elecciones, por ejemplo, en 2016 y 2020, se decidieron por el movimiento pendular de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania.
Dichos mapas son diseñados por la legislatura del estado, que rara vez cambia de mano, conectando el nivel local y el nacional de forma automática. Por ello es que la tasa de retención de escaños en la Cámara de Representantes ha estado por encima de 90% en las últimas décadas, cifra comparable a sistemas de partido único.
Quien controla la legislatura “provincial” confecciona el mapa de los distritos electorales. En ausencia de una autoridad electoral federal independiente, las gobernaciones son responsables por la organización de las elecciones, encargando a sus Secretarios de Estado la administración y supervisión del proceso. Una receta para el desastre, pues sin neutralidad no puede haber transparencia.
Volviendo a 2020, Trump ha hablado de fraude, siendo descalificado por los medios y censurado por las empresas de redes sociales. Si hubo fraude o no deberá ser determinado por la justicia. Lo que sí se sabe es que la opacidad del sistema es una invitación a ello. Entre otras sorpresas de la noche del martes 3, el aluvión de sobres y el brusco cambio de tendencia en el escrutinio que vino con ellos debería recibir atención al menos como anomalía estadística. La república fuerte hace rato que debe acudir en auxilio de la democracia débil.
Pero esta ha sido una elección como ninguna, en un país inédito y en un tiempo que no es normal. Nótese, los medios se han constituido en una suerte de autoridad electoral, fiscal y censor al mismo tiempo. De hecho, otorgaron la victoria a Biden en Pennsylvania, y ergo la presidencia, siendo que hay actuaciones judiciales pendientes en dicho estado, una de ellas por parte del propio juez de la Corte Suprema Samuel Alito.
El modo como termine esta historia —como hecho consumado o con intervención judicial— será innocuo en términos de reparar la gobernabilidad. Elección tras elección ello se corrobora con el mapa electoral desagregado al nivel de distritos. Se repite indefinidamente: puntos azules en las costas y desde Chicago al sur en el valle del Mississippi, y vastas extensiones rojas en el medio.
Son la expresión electoral del país urbano, secular, cosmopolita y de derechos de cuarta generación versus el país rural, religioso, nacionalista y de la Segunda Enmienda, el derecho a portar armas. Es lo global contra el hinterland, dos universos normativos cada vez más irreconciliables. El primero dice que es el país de los derechos y la libertad. El segundo recuerda que es un país de origen confesional, cuya libertad fundamental es la de culto.
Ambos tienen razón, esa es la gran invención americana hoy erosionada. La angustia de la población rural no es muy diferente a la de los afro-americanos de las ciudades. Empobrecidos por una agricultura cada vez menos competitiva internacionalmente, rezagados por la creciente desigualdad, inseguros frente al empleo inmigrante y con su estructura familiar devastada por una pandemia, no de COVID-19 sino de opioides, se ven como víctimas de la globalización.
En buena medida, lo son. Curiosamente, estos mismos conflictos explican el surgimiento del populismo americano de fines del siglo XIX, un movimiento reivindicativo de campesinos y pequeños productores del sur contra las tarifas abusivas del ferrocarril y la usura de los bancos del nordeste. Es similar al medio país que Trump ha cultivado. Queda mucho “trumpismo” luego de esta elección, como sea que termine la controversia legal y se vehiculice en el futuro.
La diferencia entre este y aquel populismo es que el sistema político no hace más que profundizar la brecha identitaria cada dos y cuatro años. En 2016 Hillary Clinton se refirió a los partidarios de Trump como “canasta de deplorables”. La arrogancia de los ilustrados fácilmente deviene en superioridad moral. Si es de tipo moral, los inferiores no merecen los mismos derechos, tal vez ni siquiera merezcan representación.
Pues así se sienten tratados por la elite política tradicional en los puntos rojos del mapa. Se trata por cierto de un país partido.