Joe Biden ha ganado las elecciones. O, más bien, Trump las ha perdido, dado que fue un plebiscito sobre su figura. Biden ha ganado el voto popular por más de cuatro millones de votos y el del colegio electoral por más de 270 sufragios, la cifra mágica que le franquea las puertas de la Casa Blanca. Probablemente, la victoria final será en torno a 306, que es el número con el que Donald Trump derrotó a Hillary Clinton en el 2016, pese a que la dama en cuestión había obtenido casi tres millones de votos más que su rival. Ya se sabe que en la complicada aritmética de las elecciones norteamericanas hay 50 comicios, uno por Estado, y es posible ganar la presidencia y, sin embargo, perder el voto popular. Al fin y al cabo, Estados Unidos es una República guiada por leyes y no exactamente una democracia. Ese fenómeno ha sucedido cinco veces.
Trump, como se sabe, perdió las elecciones, pero quiere permanecer en la Casa Blanca a cualquier costo. Ha pedido que se detenga el conteo de la votación, pero, afortunadamente, ni republicanos ni demócratas le han hecho caso. Han seguido imperturbables contando boletas, mientras las cadenas de televisión, Fox incluida, daban las noticias del vuelco electoral. Uno de los hijos de Trump ha advertido que ya hay “traidores” a su padre en las filas republicanas. Seguramente se refería a Mike Pence, el vicepresidente, quien se desmarcó de Trump desde la noche del 4 de noviembre, proclamando que hay que contar todos los votos y seguir todas las reglas. ¿No habíamos quedado en que EEUU era una república que había segregado un Estado de Derecho?
Trump tiene en su memoria, pero no lo dice, lo que ocurrió en Florida en el año 2000. El Tribunal Supremo federal, por cinco votos a favor y cuatro en contra, a varias semanas de concluidas las elecciones, dictaminó que se detuviera el recuento de los votos en Florida, lo que convirtió en presidente a George W. Bush (hijo) y sacó de la política a Al Gore, el candidato demócrata.
Pero, había una razón objetiva para actuar como hizo la Corte Suprema: en unos miles de casos habían invalidado la boleta votando por dos presidentes, Al Gore y Pat Buchanan –ocurrió en Palm Beach, donde se diseñó la boleta sin mala fe, con la aprobación de republicanos y demócratas-, mientras en algunos precintos electorales las viejas máquinas de votar mediante perforación no consiguieron completar su trabajo. Es decir, había que interpretar la voluntad del elector, lo que siempre era discutible. Y los jueces no están para interpretar nada, sino para cumplir las leyes electorales. Si un elector confundido vota por dos presidentes, se anula la boleta. Si hay varias máquinas que no consiguen completar la perforación y, por lo tanto, las boletas no las “leen” las máquinas, también se anulan. Eso es lo que dictaminan las reglas. Objetivamente, George W. Bush había ganado por 537 votos.
Pero ese precedente no le sirve de coartada a Donald Trump, sino lo condena. Especialmente bajo la pupila jurista de Amy Coney Barrett, una “originalista” conservadora, recién llegada al Tribunal Supremo, impulsada por el Presidente, que proclama que los jueces no deben hacer política, sino ceñirse a la ley y ésta es muy clara: el rol de los tribunales no es decidir quién ganó o perdió las elecciones, sino si se han cumplido o no las reglas por las que fueron convocados los comicios.
Por otra parte, es ridícula la acusación de fraude y “conspiración” en su contra que hace Trump. Primero, habría que poner de acuerdo a las autoridades electorales de miles de condados, republicanos y demócratas, en despojar de la victoria al presidente, una tarea imposible de llevar a cabo. Segundo, los republicanos conservaron el senado y ganaron algunos escaños en la Cámara de Representantes, de manera que la acusación de fraude no se sostiene. Tercero, Donald Trump alega que los votos “legítimos”, los presenciales, son los que le dieron a él la victoria, y los “ilegítimos”, fundamentalmente el voto por correo y las boletas ausentes- son en los que se refugia Biden. Sin embargo, Trump también votó por correo y son numerosos los estados que lo respaldan en donde esa modalidad estuvo presente.
Evidentemente, no hubo fraude ni conspiración, ¿por qué Donald Trump se empeña en hacer estas acusaciones absurdas que perjudican a Estados Unidos? El analista Víctor Hernández Huerta, del Centro de Investigación y Docencia Económica de México, cree que estamos ante un caso claro de “chantaje” en su “Teoría de las Elecciones Disputadas”. Estudia 178 elecciones presidenciales en democracias de 1974 al 2012, y encuentra que el 21 %, es decir en 38, los resultados fueron impugnados, “provocando reacciones violentas, crisis constitucionales y hasta guerras civiles”. ¿Por qué lo hacen? Ahí viene la hipótesis del chantaje: cambian la estabilidad postelectoral por “puestos en el gabinete, liderazgo parlamentario o que se cumplan las prioridades legislativas del partido derrotado”.
No lo creo. Trump no tiene ideología. Le importa un rábano la suerte de la estructura del partido republicano. Si no vaciló en quitarle el seguro médico a su sobrino, afectado de “cerebral palsy”, por una riña legal con su padre, ¿qué pueden esperar los correligionarios? A Trump hay que estudiarlo, como hizo su sobrina Mary L. Trump, desde la psicología profunda (Siempre demasiado y nunca suficiente: Cómo mi familia creó al hombre más peligroso del mundo, Simon ans Shuster, 2020). Mary tiene un doctorado en sicología por la prestigiosa Adelphi University de New York. Es verdad que en el libro existe una carga de rencor personal, pero no por eso deja de tener razón.