Un debate clave acerca de la fragilidad democrática de América Latina se ha centrado en el funcionamiento del sistema presidencial. De hecho, se le atribuye al presidencialismo efecto causal en las recurrentes crisis de la región. Según los expertos ello es resultado de una versión desnaturalizada de dicha institución que ha recibido un nombre propio: híper-presidencialismo.
Este subtipo se deriva en parte del propio diseño institucional. En contraste con el sistema parlamentario, el presidencialismo fusiona el Jefe de Gobierno con el Jefe de Estado, lo elige de manera directa, le otorga capacidad de legislar y le concede desproporcionados vetos y prerrogativas. Si dichas atribuciones se abusan, aumenta la discrecionalidad del Jefe del Ejecutivo. Si los abusos se hacen hábito, se institucionalizan.
Es común, por ello, que se instrumenten cambios en las reglas de juego, la confección de un traje a la medida para consolidar el poder discrecional del presidente. Con ello se pierde la neutralidad jurídica, se diluye la noción de igualdad ante la ley y se erosiona la separación de poderes. El Estado de Derecho se debilita, la línea que separa la democracia de la autocracia se hace difusa.
Hoy, sin embargo, se observa una versión tardía del subtipo en cuestión. Surge cuando un ex híper-presidente intenta continuar ejerciendo el poder, con o sin cargo formal, aún a costa de enfrentar a su sucesor, inclusive su propio Delfín. Un híper-presidencialismo extremo produce otra subespecie: los “ex” híper-presidentes.
En Ecuador, Lenin Moreno, fue acusado de traición por revertir las políticas de su antecesor en cuanto a libertad de prensa, derechos del movimiento indígena y reelección indefinida, que sometió a referéndum, entre otras. La ruptura era necesaria para reafirmar el poder presidencial, un enfrentamiento que implicó el intento del correísmo de derrocar a Moreno por medio de elecciones anticipadas, estrategia anclada en el uso de violencia urbana organizada.
En Argentina el saber popular ha instalado una lectura que no es nueva en la historia del peronismo. Algo así como “Alberto al gobierno, Cristina al poder”. Su tono moderado y su pasado conciliador no le está sirviendo de mucho al presidente Fernández frente a su propia vicepresidente. En los temas críticos—deuda externa, justicia, seguridad, política exterior—Alberto habla pero Cristina veta; ergo, manda. Una variedad peculiar va tomando forma: el “hiper-vicepresidencialismo”.
Luis Arce, presidente electo de Bolivia, está frente a la disyuntiva de ser como Lenin Moreno o ser como Alberto Fernández. La noche de la elección indicó que sería el primero: “Si Evo Morales quiere ayudarnos, será muy bienvenido, pero no significa que estará en el Gobierno. Será mi gobierno”, aseguró. Pero no pasó de palabras iniciales. Las exoneraciones de las causas penales, su ya resuelto regreso al país y los gestos de ambos, subráyese ambos, hacia el castro-chavismo permite pensar en “Lucho al gobierno, Evo al poder”.
En esta familia de presidencialismos, devenidos en subtipos de poder difuso, bifurcado o compartido, se puede pensar en un pariente fuera de América Latina: el cuasi-presidencialismo. Nótese que en Estados Unidos se habla de un “tercer período” de Barak Obama. Es metafórico por ser inconstitucional, pero retrata la influencia de Obama en la conformación de la fórmula Demócrata y en la determinación de sus estrategias.
Biden ha afirmado que, de ser vencedor este noviembre, no se presentará a la reelección en 2024. Ello lo hace débil desde antes de empezar, lo cual ha otorgado desproporcionado poder a un “ex” presidente, sin precedentes en el sistema americano donde la norma es que el mismo deja de participar en la política interna del país en el instante que transfiere el poder a su sucesor. Eso hasta ahora. Como en 2016, Obama ha vuelto a ponerse la campaña electoral al hombro.
Dicha lente analítica también funciona para analizar a Venezuela, dada la crisis constitucional ocurrida a raíz del fraude electoral de 2018. El escenario institucional es de un presidente usurpador, que controla el Estado y los medios de la coerción, y un presidente “encargado”, Juan Guaidó, que cuenta con el reconocimiento internacional de más de cincuenta democracias pero no controla el Estado. O sea, dos cuasi-presidentes.
Y que tal vez sean tres ahora, a menos que Guaidó haya sido destituido. Pedro Sánchez recibió a Leopoldo López en Madrid, pero no a Guaidó cuando este visitó España en enero pasado. El video del Presidente del Gobierno recibiendo a López acentúa y refuerza, a su vez, dos palpables ambigüedades que nadie se molesta en aclarar. La primera, el desplante al Presidente Encargado. La segunda, que Sánchez gobierna en coalición con un partido financiado por el chavismo.
En esta extensa zona gris del presidencialismo y sus deformaciones, la realidad de Venezuela es la más confusa y contradictoria. Siendo que en política “una imagen vale más que mil palabras” el doble-standard visual impide comunicar unidad de propósito y una estrategia de democratización coherente. Probablemente no exista tal cosa, ni en los fines ni en los medios.