La reunificación alemana, concretada en octubre de 1990, clausuró cuatro décadas en que el país había quedado dividido como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Un mismo pueblo fue partido por la lógica de la Guerra Fría en dos unidades políticas y dos sistemas contrapuestos. Los prósperos ciudadanos de la República Federal gozaban de libertades y los beneficios de la economía social de mercado inaugurada por Konrad Adenauer y Ludwig Erhard. En cambio, los alemanes que habían quedado bajo el régimen socialista vivían sometidos a un régimen comunista creado a imagen y semejanza de sus mandantes soviéticos.
Pero para comprender la reunificación alemana resulta indispensable recordar lo que sucedió durante el crucial año de 1989. Aquel año fue derribado el Muro de Berlín, lo que provocó la caída en dominó de todos los gobiernos comunistas de Europa Oriental, en la antesala de la disolución de la Unión Soviética dos años más tarde.
Ya en aquel verano los húngaros habían despejado el paso hacia Austria, abriendo una fisura en la Cortina de Hierro. El régimen de Budapest estaba desde hacía años embarcado en su propia transición a través de una serie de lentas pero progresivas aperturas que pasarían a la Historia como el “Comunismo Goulash”. Fue entonces cuando miles de alemanes del Este, de vacaciones en Hungría, optaron por no retornar a su país y pasaron a Austria, ansiosos por escapar del yugo socialista.
En tanto, el 7 de octubre tuvieron lugar las celebraciones del 40 aniversario de la fundación de la República Democrática Alemana (RDA). Fue allí cuando el líder soviético Mikjail Gorbachov advirtió al jerarca de la Alemania Oriental Erich Honecker y a Erich Mielke -ministro de Seguridad del Estado- que “La Historia suele ser impiadosa con los que llegan tarde”. Pero los reluctantes Honecker y Mielke ignoraron sus sugerencias de impulsar reformas de apertura como las que venía imponiendo en la URSS. También desoyeron -o pretendieron hacerlo- a las multitudes que gritaban “Gorby, ayúdanos”. El jefe del Kremlin no fue sorprendido: al salir de Moscú había recibido un informe secreto que indicaba que la RDA se encontraba “al borde del caos”.
La crisis aumentaba día a día. Honecker fue reemplazado por su número dos, Egon Krenz, el día 17 y poco después Margot Honecker -esposa del jerarca depuesto- fue despojada de su puesto de ministra de Educación. El día 27, en un almuerzo convocado por el embajador del Perú, Jaime Cacho-Sousa, los embajadores latinoamericanos del GRULAC acreditados ante la RDA llegaron a la conclusión de que las chances de Krenz de sobrevivir políticamente eran cada vez más escasas. El 4 de noviembre tuvo lugar en Berlín la mayor manifestación en la historia de la RDA. Cerca de medio millón de personas se aglomeraron en la Alexanderplatz reclamando libertad y democracia. El último embajador de España ante la RDA, Alonso Álvarez de Toledo, escribió en su diario: “Sin bombo ni platillos, la hermética frontera entre las dos Alemanias se ha agrietado”. En busca de libertad, sesenta mil alemanes huyeron a Occidente en los cuatro días siguientes.
El Muro caería el día 9. Una serie de acontecimientos inesperados transformaron aquella jornada en un punto de inflexión histórico. Durante una conferencia de prensa, el jefe del Partido en Berlín Gunter Schabowski leyó un comunicado del Politburó que disponía el levantamiento de los impedimentos para viajar al extranjero, permitiendo el tránsito de los ciudadanos hacia Occidente. El régimen se había rendido ante la presión popular. Aún con las cámaras y micrófonos encendidos, el corresponsal italiano de la Agencia ANSA le preguntó cuándo entrarían en vigor las nuevas disposiciones. “Hasta donde sé... inmediatamente”, contestó Schabowski, acaso ignorando el significado histórico de su respuesta.
Consciente de estar asistiendo a un acontecimiento histórico en tiempo real, el embajador argentino ante la Comunidad Europea, Diego Guelar, tomó su automóvil y recorrió los setecientos setenta kilómetros que separan Bruselas de Berlín. "Cuando llegué –el 10 a la mañana– muchos surcos estaban abiertos en lo que ya era parte del pasado y miles de alemanes se abrazaban y cantaban mientras los orientales ‘asaltaban’ literalmente los supermercados en busca de los productos a los que no podían tener acceso en su ‘ex país’”, recordó. El argentino había presentado sus cartas credenciales ante Jacques Delors apenas una semana antes. Quiso el destino que aquella ceremonia uniera a Guelar con el nuevo embajador de la RDA ante la Comunidad y rememoró que su nuevo colega le había anticipado que “vamos a la unificación”, pero que ello tendría lugar después de un proceso que llevaría “varios años”.
La caída del Muro de Berlín indujo la aceleración del fin del imperio soviético. Uno a uno, se desplomaron todos los regímenes comunistas que se habían erigido en Europa Oriental. El 6 de diciembre, Krenz tiró la toalla. El día anterior, el fiscal general había iniciado un procedimiento judicial contra el antes todopoderoso Mielke. De pronto, el miedo había cambiado de bando. El propio Honecker quedó detenido poco después.
En tanto, el público demandó que se abriera el cuartel general de la Stasi, la temible policía secreta. Muebles y archivos fueron tirados por las ventanas del edificio y retratos de Honecker y Leonid Brezhnev fueron pisoteados. John O. Koehler recordó en su Stasi. The Untold Story of the East German Secret Police (1999) que el asalto incluyó la despensa de la cafetería reservada para los generales y coroneles en donde se encontraron lujosos productos importados como vinos franceses y lujosas delicatessen, inaccesibles para el pueblo. Pero lo más asombroso tuvo lugar cuando tomó estado público la envergadura del gigantesco aparato policíaco del régimen comunista. Anna Funder escribió en su obra Stasiland. Stories from Behind the Berlin Wall (2003) que el país ostentaba un récord de espías y estaba plagado de detestados inoffizielle Mitarbeiter -colaboracionistas- en un número que llegaba a 97 mil. Una realidad fantásticamente retratada en el filme La vida de los otros (2006).
Así las cosas, la reunificación alemana era una cuestión de tiempo. El colapso del régimen socialista aceleró las fuerzas tendientes a la unificación del país, pero la perspectiva despertó inquietudes en varios líderes europeos. En términos diplomáticos podría describirse que la hipótesis fue recibida “con escaso entusiasmo” en casi todas las capitales del viejo continente. “Me gusta tanto Alemania que quiero dos”, explicó un líder europeo. Palabras más, palabras menos, la frase sintetizaba el pensamiento de Margaret Thatcher, Giulio Andreotti y Francoise Mitterand.
El resurgimiento de una Alemania fortalecida también encendió alarmas en Moscú. Y pese a las promesas del secretario de Estado James Baker a Gorbachov en el sentido de que la unificación alemana no supondría una expansión de la OTAN hacia el Este, el Kremlin vería como más tarde esos juramentos serían incumplidos. Razonablemente, los temores respondían a una lógica histórica. Una Alemania unificada y pujante había desestabilizado a Europa dos veces en el último siglo. El dilema europeo de qué hacer con Alemania recobró su vigor.
Muy grande para Europa pero pequeña para el mundo, como tantas veces se ha dicho, Alemania podía ser vista como una potencia amenazante o como un factor de estabilidad de la naciente Unión Europea. Fue entonces cuando entró en escena el rol del liderazgo individual de la persona de Helmut Kohl. El canciller advirtió y explotó la irrepetible oportunidad que la Historia le había ofrecido para reencauzar el destino que Otto von Bismarck había logrado 120 años antes. La reunificación tuvo lugar el primer minuto del 3 de octubre de 1990 cuando la RDA cesó en su existencia y la República Federal adquirió plena soberanía sobre la totalidad del territorio alemán, un día como hoy, hace exactamente tres décadas.
El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador argentino ante el Estado de Israel y Costa Rica.