El debate Kennedy-Nixon del 26 de septiembre de 1960 alimentó innumerable material historiográfico en las décadas siguientes. Ambos habían mantenido una relación cordial en el Senado, al que habían accedido casi simultáneamente a comienzos de la década anterior. En rigor, se habían conocido a fines de 1946, cuando fueron elegidos a la Cámara de Representantes. Nixon había sido electo por el 12o. distrito de California, mientras que Kennedy consiguió la banca correspondiente al 11o. distrito de Massachusetts. Anthony Summers escribió en The Arrogance of Power. The Secret World of Richard Nixon (2000) que en aquel cóctel para nuevos diputados “Nixon era la estrella de la fiesta”, gracias a su inesperada victoria sobre Jerry Voorhis. Bronceado y con el pelo alborotado, el aristocrático Kennedy se acercó a saludar a su colega, recién llegado de California. Summers recordó que ambos estaban de acuerdo “en derrotar al comunismo interno” y que los dos fueron destinados al Comité de Trabajo.
En 1950 Nixon volvería a sorprender con su arrolladora carrera al Senado en la que derrotó a la congresista demócrata Helen Douglas, a la que acusó de simpatías comunistas. En aquella campaña, Nixon contaría con apoyos económicos verdaderamente asombrosos: los de la propia familia Kennedy. Ferviente anti-comunista, el patriarca del clan y ex embajador Joseph Kennedy envió a su hijo al despacho de su colega californiano con una donación para su campaña.
El triunfo de Nixon en la carrera senatorial en California lo catapultó a los primeros planos. En 1952, el general Dwigt Eisenhower lo escogió para completar el ticket hacia la Casa Blanca. A los 39 años, Nixon se convirtió en Vice-Presidente de los Estados Unidos. Ocho años más tarde, la formidable experiencia que había acumulado en materia de política exterior naturalmente lo hicieron creer que la Presidencia era el paso siguiente.
El destino los cruzaría en la campaña por la Casa Blanca. Equivocadamente, Nixon creyó que competiría contra el senador Lyndon B. Johnson (D-Texas), quien finalmente fue compañero de fórmula de Kennedy. Nixon comenzó a inquietarse cuando vio cómo el senador por Massachusetts sacaba ventaja en las primarias gracias a su carisma y los desembolsos económicos de su padre. Nixon se defendía bien en las situaciones que mejor conocía, sobre todo en las recorridas de campaña por pequeñas localidades. Pero una recesión se cernía sobre el país en el tramo final de la Administración Eisenhower de la que él era finalmente el número dos. El propio jefe de la Casa Blanca tampoco contribuía. En una entrevista, el 24 de agosto, consultado sobre en qué decisión fundamental en sus ocho años de mandato el consejo de su vicepresidente había sido decisivo, el héroe de la Segunda Guerra Mundial había pedido una semana para responder.
Una campaña presidencial es una maratón que lleva incluso a los candidatos mejor preparados hasta el extremo de sus límites mentales y físicos. Incansable y desconfiado, Nixon no descuidaba ningún detalle. Elaboraba personalmente sus discursos, rechazando el trabajo de profesionales especializados en lo que décadas más tarde sería conocido como “marketing político”. Nixon se entregó a una campaña agotadora que lo llevó a cumplir una promesa hasta entonces inimaginable: recorrer todos los estados del país, un compromiso que lo llevó incluso hasta Alaska. Al hacerlo desoyó a sus hombres más cercanos, quienes intentaron explicarle la inutilidad del desplazamiento dado que sólo conseguiría tres votos en el Colegio Electoral. Tras designar a un equipo de asesores experimentados, Nixon los ignoraba. “Quería ser el caballo y el jinete”, explicó más tarde su asesor de campaña Jim Basett.
Pero Nixon cometió el peor error en aquella campaña cuando aceptó concurrir al debate presidencial, desechando los consejos que le sugerían no acudir. Como vicepresidente, era mucho más conocido que su contrincante. Pero Nixon confiaba en sí mismo a la hora de debatir y confrontar ideas. Fue entonces cuando una combinación de factores se interpuso en lo que parecía un camino despejado hacia la cima del poder. En medio de un acto proselitista, rodeado de una multitud, Nixon se encontró en un tumulto en el que se dañó severamente una pierna. La herida derivó en una infección con el riesgo de perder su extremidad, lo que que lo obligó a dos semanas de reposo, algo letal para un hombre en plena campaña por la Presidencia.
Finalmente al llegar el día del debate los contendientes llegaron a los estudios de la WBBM-TV (CBS) en Chicago, donde se realizó el que sería el primero de cuatro debates presidenciales. Kennedy cargó contra la Administración Eisenhower acusándola de “debilidad” frente a la Unión Soviética -un cargo que luego le sería atribuido a sí mismo- También fustigó a la Casa Blanca por haber “perdido” Cuba y arengó sobre el supuesto “Missile Gap”, extremo que tiempo después sería desmentido por su secretario de Defensa, Robert McNamara.
Pero el secreto del “triunfo” de Kennedy entre quienes vieron el debate por televisión no estuvo basado en sus méritos discursivos o en sus ideas. Nixon ganó el debate entre quienes lo siguieron por radio, quienes advirtieron cuánto más capacitado estaba tanto en la agenda doméstica como en política exterior. En cambio, Kennedy emergió como el ganador aparente para quienes vieron el debate por televisión, quienes prestaron más atención a lo que veían que a lo que escuchaban. Se lo vio joven, atlético y veloz. E impecablemente vestido. Por el contrario, un pálido Nixon lució un traje gris arrugado, que se confundía con el fondo del estudio televisivo. Además, al negarse a usar maquillaje, el cansancio profundo acumulado en su rostro resultó inocultable. Su contrincante en cambio se veía espléndido y relajado. Kennedy había pasado unas horas en la mañana tomando sol mientras repasaba informes y había hecho una siesta antes de la filmación. Versiones nunca confirmadas -ni desmentidas- indican que antes de cada presentación política importante tenía por costumbre mantener algún encuentro sexual casual. Convenientemente, un eficaz colaborador del senador había conseguido que una prostituta se deslizara discretamente en la suite del Hotel Ambassador East aquella tarde antes del debate.
El republicano en cambio había pasado la mayor parte del día encerrado en su habitación del Hotel Pick Congress, repasando sus notas durante horas. Nixon era apenas cuatro años mayor que Kennedy, pero había perdido peso y tenía un aspecto demacrado y exhausto. Paradójicamente Kennedy -que toda su vida padeció una débil salud y que había estado a punto de quedar inválido años atrás- ofreció una imagen jovial y saludable.
Unos setenta millones de norteamericanos, que representaban dos de cada tres ciudadanos adultos, vieron aquel debate, el primero en ser televisado en toda la historia del país. El columnista del New York Times Russell Baker reflexionó tiempo después que “aquella noche, la imagen había sustituido a la letra impresa como lenguaje natural de la política”.
El primer martes de noviembre Kennedy superó a Nixon por escasos 118 mil votos. En términos porcentuales, el demócrata obtuvo el 49,71% de los sufragios frente al 49,55 del republicano. Richard Nixon recién conseguiría su sueño de alcanzar la Casa Blanca ocho años más tarde, cuando se abrieron las circunstancias irrepetibles de 1968 que permitieron su llegada a la Presidencia. Pero aquella es otra historia.
El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador argentino ante el Estado de Israel y Costa Rica.