Existe cierto consenso de que la democracia en América Latina no goza de su mejor momento. Y uno de los ámbitos en los que la degradación democrática repercute es la cultura. El arte y los artistas están bajo el acecho de fuerzas gubernamentales en Cuba, Brasil, Venezuela, Nicaragua y, crecientemente, en Brasil, entre otros.
El ataque a la cultura se sustenta en la idea de que los “pueblos” deben ser tutelados y protegidos de sus propias elecciones y deseos. Este es un antiguo leit motiv típico de gobiernos autoritarios: se gobierna para el pueblo, por el pueblo y sin el pueblo. De esta forma los gobiernos infantilizan a sus ciudadanos, a la vez que se arrogan el derecho de decidir qué es lo mejor para cada uno.
En Cuba, el ataque al arte y los artistas lleva ya décadas. Desde la Revolución Cubana la censura directa y la presión para la autocensura son prácticas comunes (para botón de muestra pueden escuchar la música censurada en la isla en “Los Prohibidos” en CADALTV). Desde el 7 de diciembre de 2018, la promulgación del Decreto 349 ha formalizado los diferentes entramados sociales y legales que el régimen fue construyendo para controlar las voces alternativas en el mundo de la cultura.
La normativa tiene dos elementos fundamentales: la censura directa sobre una gama amplia de contenidos que incluyen desde la pornografía infantil al uso de la bandera, hasta aquellos que supuestamente atentan contra valores “éticos” y “culturales” sin especificar qué significan; y la inscripción obligatoria de todas las personas involucradas en actividades artísticas en el registro de la institución correspondiente afiliada al Ministerio de Cultura. Dicho de otra manera, en Cuba para poder hacer rap, publicar o montar una obra de teatro es obligatorio asociarse a las agencias inscriptas oficialmente.
Podría argumentarse que es un medio de forzar sistemas de protección para las prácticas artísticas, pero la trampa radica que en Cuba no existe la libertad de asociación. Por ejemplo, hay una única Agencia Nacional de Rap y no ser aceptado en ella implica que hay dos opciones: abandonar el rap o convertirse en un criminal. Artistas fuera del sistema hoy cumplen condenas en prisión o tienen juicios pendientes y amenazas constantes (como el rapero Lázaro Bentacourt, el escritor Jorge Olivera, el artista visual Luis Manuel Otero Alcántara y el productor Michel Matos). Todos ellos han intentando crear colectivos alternativos a los oficiales.
El Decreto 349 convierte a las asociaciones artísticas en órganos controladores sobre las prácticas culturales. Genera que sean los mismos artistas quienes ejerzan la censura de hecho sobre sus colegas. El 3 de agosto de este año, Pedro Pérez Junco, escritor multipremiado y antiguo defensor de la Revolución Cubana fue expulsado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) por publicar en Facebook una carta reclamando medidas económicas a favor del campesinado cubano. La expulsión implica que no podrá volver a publicar en Cuba. La censura no la llevó adelante el gobierno, sino sus colegas.
En Brasil, el presidente Jair Bolsonaro también ha llevado adelante ataques sistemáticos contra el mundo del arte. Intentos de censura, arengas públicas incitando a la violencia, recortes de fondos, acosos e insultos por parte de altos funcionarios, incluidos los sucesivos Secretarios de Cultura. En el último mes también ha avanzado en la institucionalización del ataque contra el arte. El Decreto 10499/2020 pone bajo control directo de la Secretaría de Cultura todas las líneas de financiamiento de las instituciones que están bajo su órbita. Según el Secretario Especial de Cultura, Mario Frías, será él quien tendrá la última voz sobre las elecciones estéticas y de contenido en el financiamiento de la cultura a nivel nacional, terminando de un plumazo con la autarquía de los órganos de cultura.
Sin embargo, la diferencia entre Cuba y Brasil es abismal. Mientras el primero ha hecho oído sordos a todos los reclamos de los organismos internacionales, incluida la ONU, sobre el decreto 349; en Brasil, el sistema republicano ha servido de freno a los avances bolsonaristas. El Tribunal Supremo de Justicia de Brasil ha desmantelado cada intento de censura, el Parlamento ha interpelado a los funcionarios que utilizan su posición de poder para atacar y acosar, y los artistas han podido hablar, protestar y denunciar sin terminar en prisión.
Frente al límite que el sistema republicano impone a sus tendencias autoritarias, el gobierno de Bolsonaro ha intentado renovar las estrategias mediante el acoso digital y físico y la judicialización de la libertad de expresión artística bajo el delito de blasfemia. Los brasileños podrán discutir sobre este y otros temas libremente y elegir en los comicios del año próximo si la libertad de expresión les preocupa tanto o más que otras cuestiones. Para los cubanos, esa posibilidad es un sueño lejano.
La autora es investigadora asociada de CADAL.