Me cuentan que Nicolás Maduro está profundamente deprimido. La situación del país es muy grave y no existe alivio para la crisis. Se agravará progresivamente. Él lo sabe. Ha pensado, incluso, en suicidarse. “Los cubanos” están muy preocupados con esa posibilidad. No sería el primer gobernante latinoamericano que en el siglo XX hiciera algo así. En 1954 el brasileño Getulio Vargas se mató de un tiro en el corazón. Salvador Allende, durante el golpe de Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, utilizó la metralleta que le había regalado Fidel Castro para quitarse la vida. En julio 4 de 1982, Antonio Guzmán Fernández, el presidente de los dominicanos, se encerró en un baño y se disparó un tiro en la sien.
Los tres se mataron porque pensaban que no había “mañana” para ellos. Esa es la clave de la decisión. Creyeron, y algo tenían de razón, que el calvario no tendría fin. Jorge Rodríguez, psiquiatra, es el más preocupado de los cómplices de Maduro. Ha pedido presidir la Asamblea Nacional como el último esfuerzo para enrumbar el proceso. En caso de que Maduro se mate (o lo maten) él se trasladaría a Miraflores para gobernar lo que queda de Venezuela. Al fin y al cabo viene haciendo trampas desde el revocatorio del 2004. Los venezolanos recuerdan perfectamente cómo a las 8 de la noche el conteo rápido a pie de urna, efectuado por una firma muy prestigiosa, revelaba que el 60% había votado por revocar a Chávez a quien sólo lo respaldaba el 40%. Pero a las 4 de la madrugada, mientras el país dormía, mágicamente se habían invertido los resultados y Jorge Rodríguez, a nombre del CNE, lo anunciaba muy ufano. Era la primera vez que se utilizaban las máquinas electrónicas para cometer un fraude. El pobre Jimmy Carter se lo creyó y avaló la monstruosidad desde el Centro Carter de Atlanta.
Las sanciones de Estados Unidos y de medio planeta, incluidas las de la muy circunspecta y discreta Suiza, fueron cerrando el círculo implacablemente. El último episodio fue el más grave. Cuatro naves registradas como griegas –Bella, Bering, Luna y Pandi—, pero con más de un millón de barriles de petróleo procedentes de Irán destinados a Venezuela, fueron detenidas en alta mar y guiadas hasta Houston, Texas. Allí las esperaban varias compañías que se disputaban el contenido de las embarcaciones para resarcirse de las deudas no pagadas por PDVSA, como revelara el experto Russ Dallen.
No hay dinero en las arcas venezolanas para nada. No hay crédito ni posibilidades de abonar lo que se debe. Maduro no puede confiar ni en el Banco de Inglaterra. Más de mil millones de dólares en lingotes de oro, en el momento en que ese metal sube de precio, según el Tribunal Supremo de Su Majestad han sido provisionalmente confiscados porque el gobernante al que reconoce el Reino Unido es Juan Guaidó.
Eso quiere decir que la estrategia norteamericana está dando resultados. La comenzó Obama, genuinamente preocupado por los vínculos entre Venezuela e Irán, cuando el barril de petróleo merodeaba los cien dólares, y la ha seguido Donald Trump, ahora que anda por la cuarta parte de ese valor. Esto le da la medida a Maduro de que es inútil ilusionarse con una posible derrota de Trump en las elecciones del 3 de noviembre. La política es bipartidista. Si ganara Biden no habría gran diferencia.
Estados Unidos ha descubierto cómo derrotar a casi todos sus enemigos sin disparar un tiro. Eso sí: debe volcar todo su peso económico tras el empeño. No vale decir “pero Cuba no ha sido derrotada por el embargo”. Si Estados Unidos se hubiera empeñado en ello con el mismo brío que frente a Venezuela, seguramente otro gallo cantaría.
Elliot Abrams, un diplomático estadounidense a cargo de centralizar las medidas de gobierno contra la Venezuela de Maduro, está alentando a la oposición a que se una. El propósito es armar un frente común ante la eventualidad de que Maduro haya decidido inmolarse en unas elecciones libres ante la imposibilidad de gobernar el país por falta de recursos. Maduro sólo disponía de 30 millones de dólares hace unos días y gasolina para cubrir las necesidades más perentorias. El propósito de esa unión es decirle a Maduro que estarían de acuerdo en participar en las elecciones, siempre y cuando las organicen Luis Almagro y la OEA.
Como hablamos de un régimen truculento (hay que leer Castrochavismo Internacional: 20 años de ambición y destrucción, compilado por la académica María Teresa Romero para entender la intensidad del desastre) debe pensarse en qué medida es necesario pactar con la narcodictadura para pasar la página. Nadie tiene la autoridad moral o jurídica para decretar una amnistía, pero siguiendo el ejemplo español tras la muerte de Franco, es posible negociar una amnesia transitoria de ocho o diez años y luego…que sea lo que Dios quiera.