(Este artículo fue originalmente publicado en inglés por Americas Quarterly).
Desde hace tiempo, el sistema interamericano de derechos humanos ha sido la última esperanza para muchas víctimas que han intentado infructuosamente que se garanticen sus derechos en los sistemas judiciales de la región. Estas víctimas merecen un sistema regional de derechos humanos donde se protejan las libertades fundamentales sin injerencia política. Hoy, este principio esencial se encuentra en peligro.
Habiendo trabajado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), ambos sabemos que las largas demoras en la tramitación de casos pueden resultar muy frustrantes para las víctimas. Pero también hemos podido apreciar de primera mano —desde el interior del sistema y como defensores de derechos humanos que trabajan fuera de él— la inmensa contribución que la CIDH ha hecho a la promoción de derechos humanos en la región desde su creación en 1959.
Actualmente, la independencia de la comisión se encuentra amenazada. El Secretario General de la OEA, Luis Almagro, quebró una práctica de más de dos décadas al negarse a confirmar a Paulo Abrao, el candidato que la comisión eligió por unanimidad para un segundo mandato como secretario ejecutivo de la CIDH. Lo hizo sin consultar con la comisión, tal como lo exige la Carta de la OEA.
Esta decisión fue ampliamente repudiada por la comunidad de derechos humanos de la región, así como por la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
La comisión ha sido, sin ninguna duda, el órgano de derechos humanos más relevante en la región durante los últimos 60 años, a través de su consideración de casos individuales y de sus visitas in loco a distintos países. La memorable visita que realizó a Argentina en 1978 para documentar y exponer desapariciones y torturas durante la brutal dictadura militar es uno de tantos ejemplos. La comisión elige los casos que somete a consideración de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que luego dicta sentencias vinculantes que han fortalecido los estándares universales de derechos humanos gracias a su impacto sobre legislación y sobre políticas y prácticas gubernamentales.
A su vez, estas resoluciones suelen impulsar debates difíciles pero necesarios, que son esenciales para avanzar con medidas que protegen derechos no sólo en el país que debe cumplir con la sentencia, sino también en el resto de la región. Un ejemplo son las decisiones que establecieron que las leyes que otorgaban amnistías —que impedían la investigación, el juzgamiento y el castigo de aberrantes violaciones de derechos humanos cometidas por las dictaduras— violan los derechos de acceso a la justicia de las víctimas. Estas sentencias abrieron la posibilidad que se hiciera justicia por las atrocidades cometidas, por ejemplo, por Augusto Pinochet en Chile y por Alberto Fujimori en Perú, y sentaron jurisprudencia que luego fue invocada por la Corte Suprema de Justicia de Argentina para anular las leyes de amnistía en ese país. Estos resultados no habrían sido posibles sin la intervención inicial de la comisión.
La CIDH también ha jugado un papel clave en la protección de los derechos de lesbianas, gais, bisexuales y personas transgénero (LGBT). Un ejemplo importante fue el caso de una madre lesbiana a quien, por su orientación sexual, la Corte Suprema de Chile le negó la custodia de sus hijas. La comisión determinó que Chile había incurrido en trato discriminatorio e injerencia arbitraria en su vida privada y familiar, y llevó el caso ante la Corte Interamericana cuando Chile incumplió su decisión. La Corte Interamericana determinó que la orientación sexual se encuentra protegida por el derecho a la igualdad y a no ser discriminado, y que no tiene relevancia a la hora de determinar si existe una “buena” o “mala” paternidad o maternidad. Chile acató la sentencia.
En los últimos años, la CIDH ha tenido un papel importante exponiendo abusos a medida que acontecen. En 2018, llevó a cabo una visita a Nicaragua que resultó en la creación de un sistema de seguimiento especial para documentar violaciones de derechos humanos ocurridas en el país durante la sangrienta arremetida del régimen de Ortega contra opositores durante ese año. Como reacción a su trabajo exhaustivo e independiente, la dictadura de Nicaragua expulsó a los expertos internacionales de la CIDH, pero no logró con ello ocultar los abusos documentados.
Las soluciones amistosas entre peticionarios y los Estados, logradas gracias a la mediación y el seguimiento de la comisión, han permitido que las víctimas obtengan reparaciones por violaciones de derechos humanos, como el acceso a una vivienda adecuada y a atención médica. Algunos de los casos han propiciado cambios significativos en políticas públicas que han contribuido a proteger a millones de personas, como el caso Maria da Penha, que condujo a la adopción de una ley integral y moderna a nivel nacional para prevenir y castigar la violencia doméstica en Brasil.
Como era de esperar, este activismo ha generado gran hostilidad por parte de gobiernos de todos los tintes ideológicos, incluyendo un intento por debilitar el sistema interamericano impulsado en 2012 por la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA) con el propósito de limitar las facultades que le permiten a la comisión intervenir ante situaciones urgentes adoptando medidas cautelares. El año pasado, la CIDH sufrió otro embate, esta vez promovido por gobiernos de derecha o centro derecha de Argentina, Brasil, Colombia, Perú y Chile, que intentaron infructuosamente imponer la idea de que el sistema interamericano de derechos humanos debía respetar la “autonomía” de los Estados, amparándose en el arcaico principio de defensa de la soberanía nacional.
La decisión que acaba de tomar el Secretario General de la OEA parece ser otro intento para atentar contra la independencia de la comisión. Es importante tener presente que los comisionados solo dedican parte de su tiempo a cumplir con sus responsabilidades, a diferencia del secretario ejecutivo, quien trabaja tiempo completo para llevar adelante las tareas diarias de la comisión. Quien sea designado para este cargo debe contar con la confianza absoluta de los comisionados, quienes actúan a título personal y no representan a los Estados. Esta última embestida del Secretario General Almagro pondría fin a una práctica de más de 20 años, en base a la cual la comisión selecciona y designa de manera independiente a su secretario ejecutivo y a los relatores especiales. Estos funcionarios son elegidos en función de su trayectoria y experiencia, y tampoco son cargos políticos. El único precedente de un Secretario General de la OEA que intentó interferir en la designación de un secretario ejecutivo, un relator especial y otro alto funcionario de la comisión se dio en el año 2004, pero ese Secretario General se vio obligado a dar marcha atrás ante la contundente reacción de Estados Miembros de la OEA y de organizaciones de derechos humanos. Almagro ha dicho que su decisión se basa en “decenas” de denuncias graves “de carácter funcional” por parte de empleados de la OEA, que estarían incluidas en un informe confidencial de la Oficina de la Ombudsperson, que no está facultada para investigar casos individuales. Estas presuntas denuncias no han sido sustanciadas.
Todo señalamiento grave sobre presuntas conductas indebidas que pudieran afectar a la CIDH debe ser investigado de manera exhaustiva e imparcial. Sin embargo, la forma en que el Secretario General ha adoptado esta decisión —y el pronunciamiento de la CIDH en respuesta a estos señalamientos—sugiere que nos encontramos ante un pretexto utilizado por el Secretario General Almagro para socavar la autonomía y la credibilidad de la comisión.
Qué duda cabe que hay muchas medidas que deberían ser consideradas para mejorar el sistema interamericano de derechos humanos, empezando por asegurar que haya recursos suficientes y adecuados para abordar el inmenso volumen de casos pendientes que, durante años, han demorado el acceso de las víctimas a reparaciones. Sin embargo, los desafortunados acontecimientos recientes dejan algo muy claro: una lucha de poder que atenta contra la independencia de la comisión definitivamente no contribuirá a ese objetivo. Más bien, podría frustrar la única esperanza que le queda a muchas víctimas de abusos en nuestra región.
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José Miguel Vivanco es director para las Américas y Tamara Taraciuk Broner es subdirectora de la División de las Américas de Human Rights Watch.