Luis Almagro, secretario general de la OEA, decidió no renovar el contrato de Paulo Abrão, secretario ejecutivo (SE) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Basó su decisión en el expediente radicado en la oficina del Ombudsperson de la Organización, donde se documentan 60 denuncias de miembros del personal de la CIDH contra Abrão por manipulación de concursos, contrataciones y acoso laboral. Leyó bien, 60 denuncias, algo así como la mitad del staff de la CIDH.
La directiva de la CIDH, los comisionados, alegaron un supuesto “embate” contra su autonomía e independencia, acusando a Almagro de no estar facultado para esta acción. Ello de manera equivocada, o bien engañosa, pues los estatutos de la OEA determinan que el secretario general tiene la obligación de ratificar, o rechazar, el nombramiento del secretario ejecutivo propuesto, subráyese propuesto, por la CIDH.
Al unísono repitieron el script sobre el embate contra la autonomía diversos actores políticos, en su mayoría de “izquierda”, subrayasen estas comillas ahora. Entre otros, Evo Morales, el Instituto Lula de Brasil, el Grupo de Puebla, la Alta Comisionada Bachelet y diversas entidades auto-denominadas “Sociedad Civil”, pero que sería más apropiado caracterizarlas como ONGs.
Llama la atención la respuesta colectiva de muchas ONGs repitiendo lo de la “independencia y autonomía” de la CIDH sin hacer una sola referencia a las denuncias sobre las irregularidades cometidas por el secretario ejecutivo, ni a las víctimas. Dejan entrever que en este caso defienden su interés corporativo y no el supremo valor universal de los DDHH que, se supone, promueven y protegen.
El argumento acerca de la autonomía por momentos es casi de ficción. Veamos en paralelo, en muchos Estados existen áreas de autonomía relativa: el Banco Central, por ejemplo, para proteger la política monetaria de disputas políticas de corto plazo; las agencias regulatorias, para mantener estándares microeconómicos de eficiencia; y por supuesto, en un país donde impera el Estado de Derecho, el Poder Judicial.
Desde luego, en una democracia constitucional los jueces son independientes. Lo cual no quiere decir que dicha autonomía sea irrestricta, sin controles ni mecanismos correctivos ante posibles arbitrariedades y abusos por parte de los magistrados. La recusación y el juicio político, por ejemplo, son dos de estos mecanismos, actúan como contrapesos institucionales.
En la OEA, el contrapeso institucional de la CIDH es el secretario general, a quien además le compete aprobar, o no, el nombramiento del secretario ejecutivo. La autonomía ilimitada que patrocinan algunos comisionados de la CIDH es una licencia para la arbitrariedad. Soslayar la existencia de abusos en nombre de la autonomía significa consagrar la impunidad.
El caso de Bachelet es importante. La alta comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas también se pronunció a favor de la autonomía de la CIDH, en este caso a pesar de la vulneración de derechos laborales. Ello la pone en explícita contradicción con la Organización Internacional del Trabajo, también parte de Naciones Unidas, y con su Convenio 190 del año 2019 que protege “el derecho universal al trabajo libre de violencia y acoso”. Una más de las tantas contradicciones de la señora Bachelet, quien se acomoda para “defender” lo que más le conviene, omitiendo, repetimos una vez más, el supremo valor universal de los DDHH.
La realidad es que los comisionados conocían estas denuncias desde el año pasado, pero resolvieron no hacer nada con ellas, confirmando al secretario ejecutivo en una flagrante abdicación de sus responsabilidades institucionales: la promoción y defensa de los derechos humanos; en este caso de sus propios empleados.
Es más, en rueda de prensa del martes último, el presidente de la Comisión declinó responder sobre dicho punto respondiendo con un sistemático “eso es confidencial”. Nótese la curiosidad: el principio de confidencialidad existe para beneficio de los denunciantes a efectos de protegerlos de posibles represalias del denunciado, pero en este caso se usa en reversa, como encubrimiento. Parecería que son ellos los que precisamente no gozan de la autonomía e independencia que tanto alegan.
La existencia de estas denuncias debió ser un impedimento para reelegir a Abrão. La vara con la cual debe medirse un organismo como la CIDH para elegir a sus representantes debe ser más alta, no más baja. Se trata de defender los derechos de todos sin excepción, el ejemplo empieza por casa.
Los comisionados también sabían que una verdadera purga de tipo estalinista fue instrumentada durante años por el hoy cesante secretario ejecutivo. Los abogados y otros profesionales de la CIDH seleccionados, contratados y entrenados por los dos SE anteriores a Abrão fueron todos acosados, asediados, forzados a renunciar o despedidos. En eso se verifica un patrón similar, una estrategia premeditada e ilegal que contó con la “confidencialidad”—el silencio—de los comisionados.
Con ello se consagra la impunidad dentro de la mismísima CIDH de la OEA y se establece un peligroso precedente para el futuro. Es que si 60 denuncias no reciben reparación y el perpetrador no recibe castigo—por el contrario, es premiado con una ratificación en el cargo y la renovación de su contrato— la CIDH se constituye entonces en una institución que autoriza y recompensa el abuso. Sería un golpe letal a su credibilidad.
De ahí la vital importancia que, ante la abdicación de responsabilidades institucionales por parte de los comisionados, Almagro asuma las suyas plenamente.
Héctor Schamis (@hectorschamis) y Tamara Sujú (@TAMARA_SUJU)