¿Cuándo abrirán las escuelas? Evidencia empírica a favor de un pronto retorno

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Imagen de un aula vacía
Imagen de un aula vacía en El Salvador. La imagen se repite en casi todo el continente (Foto: EFE)

Hay niños que han perdido en estos cinco meses toda conexión con el colegio, lo que significa que han perdido mucho más que días de clase; se han quedado sin contención y sin el amparo y la referencia que éste brinda. Todo eso implica un daño irreparable, con consecuencias imposibles de medir, pero seguramente dramáticas. Un niño sin educación queda expuesto a riesgos mayores aun a los que implica la pandemia y se torna todavía más vulnerable.

¿Hasta cuándo estarán los niños encerrados sin ir a la escuela? La sola pregunta es cancelada por impertinente, por “anticuarentena” y por estar supuestamente del lado de los contagios y la muerte. Es cierto que es difícil ir contra lo políticamente correcto cuando medios y oposición plantean la engañosa narrativa de “los que defendemos la vida contra los que promueven los contagios y la muerte”, “los que queremos que todos vivan, contra los que quieren que muchos mueran”. Pero estamos hablando del derecho a la educación y aunque la narrativa diga que se trata de otra víctima insignificante al lado de la verdadera “vida” que se protege, hay niños que han perdido en estos cinco meses toda conexión con la escuela, lo que significa que han perdido mucho más que días de clase; se han quedado sin contención y sin el amparo y la referencia que brinda la escuela. Todo eso implica un daño irreparable, con consecuencias imposibles de medir, pero seguramente dramáticas. Un niño sin educación queda expuesto a riesgos mayores aun a los que implica la pandemia y se torna todavía más vulnerable.

¿Por qué una industria o un supermercado pueden funcionar con protocolos adecuados y una escuela no puede habilitar un gabinete tecnológico para grupos muy reducidos de alumnos? ¿Por qué los niños pueden hacer salidas recreativas a un parque, pero no pueden ir al patio del colegio? La cuestión de si se debería permitir que los niños se reúnan para aprender y jugar es un tema de gran relevancia. Se extiende mucho más allá de las escuelas e incluye reuniones de niños de todo tipo: grupos de educación en el hogar, campamentos de verano, clubes, grupos al aire libre, fiestas, grupos de aprendizaje y más.

Con el fin de año acercándose, es importante entender que la evidencia sugiere que los niños se reúnan a aprender deberían ser la menor de las preocupaciones en lo que a la COVID-19 concierne. “Esta ha sido una pandemia extraña porque, por lo general, para los virus respiratorios, los niños son los primeros y los más sustancialmente afectados”, comentaba el Dr. C. Buddy Creech, profesor asociado de pediatría del Centro Médico de la Universidad de Vanderbilt en Nashville, consultado por la NBC. A la par, preguntados un grupo de pediatras si enviarían a sus propios hijos a la escuela, hubo un coro de acuerdo por la afirmativa: “Absolutamente”. “Sin dudarlo”. Y los datos del gobierno muestran por qué. Los niños en el mundo representan aproximadamente el 20%, pero menos del 2% de los casos de COVID-19.

Un estudio considerado de los más grandes hasta la fecha que analiza cien escuelas del Reino Unido sugiere que hay poco que temer al permitir que los niños se reúnan para jugar y aprender. “El nuevo estudio que se ha realizado en el Reino Unido confirma que hay muy poca evidencia de que el virus se transmita en las escuelas”, dijo el profesor Russell Viner del Public Health England. “Los riesgos para los niños de Covid son muy bajos …”.

Esto fue precisamente lo que concluyeron los funcionarios de salud pública en Suecia a principios de este año cuando decidieron dejar sus escuelas abiertas. Cuando el 91,3% de los escolares del mundo pasaron a quedarse en sus casas, los niños suecos siguieron asistiendo a clases. Se permitieron máscaras, pero no se exigieron, y se tomaron algunas medidas para fomentar el distanciamiento social. El enfoque de Suecia fue muy controvertido, pero no los resultados de esta política. Ningún niño sueco ha muerto, dentro o fuera de la escuela, y los niños representan un porcentaje menor de casos de COVID que los de los países vecinos. Un informe del mes pasado de la agencia de salud sueca encontró que hubo 1.124 casos registrados de COVID-19 para niños entre el 24 de febrero y el 14 de junio, aproximadamente el 0,05% de los menores de 19 años. Esa es exactamente la misma tasa (0,05%) que en Finlandia. que registró 584 casos durante el mismo período, a pesar de que Finlandia cerró sus escuelas. Además, los niños suecos representan muchos menos casos de COVID en general, solo el 2,3%, en comparación con el 8,2% de los niños finlandeses.

Estos resultados pueden sorprender a muchos, pero no a Anders Tegnell, el arquitecto de la estrategia de salud del país nórdico. Al comienzo de la pandemia expresó que confiaba en que los funcionarios de salud habían tomado la decisión correcta al permitir que las escuelas siguieran abiertas: “Nos sentimos cada vez más seguros de no cerrar escuelas”, decía Tegnell al presentador de televisión Trevor Noah en mayo. “No es algo que realmente vaya a ser efectivo para este tipo de enfermedad. Las escuelas no parecen ser un motor de esta epidemia”.

A fines de junio pasado el Instituto Pasteur, Francia, dio a conocer un estudio realizado a 1340 personas en Crépy-en-Valois, ciudad al noreste de Paris que sufriera un brote del virus entre febrero y marzo pasado, entre los que se encontraban más de 500 niños. Las conclusiones en términos de la inocuidad de la enfermedad en la población infantil fueron concluyentes: los profesores se vieron afectados marginalmente, con sólo 7,1% infectados, una cifra similar a la cantidad de padres enfermos por el virus de niños no infectados (6,9%). Para el personal no docente, la proporción de infección fue de 3,6%. Por otra parte, la tasa de infección fue muy alta entre los padres de niños infectados (61,0%), pero solo el 6,9% entre los padres de niños no infectados, sugiriendo que fueron los padres la fuente de infección de sus hijos y no viceversa. No hubo transmisión secundaria del virus a otros niños, ni de niños a maestros y la mayoría de los niños fueron infectados por miembros de su familia, probablemente sus padres. Los resultados son tranquilizadores ante la reapertura de las escuelas primarias, estimaba entonces el grupo de investigadores del afamado Instituto: “En general, los resultados de este estudio son comparables a los de estudios llevados a cabo en otros países, que sugieren que los niños de entre 6 y 11 años generalmente se infectan en un entorno familiar más que en la escuela. El principal hallazgo es que los niños infectados no transmitieron el virus a otros niños, maestros u otro personal escolar” comentaba Arnaud Fontanet, autor principal del de estudio, jefe de la Unidad de Epidemiología de Enfermedades Emergentes del Institut Pasteur y Docente del CNAM.

Reunirse para jugar y aprender es fundamental para los niños

Los resultados de Suecia, Francia y el Reino Unido son importantes porque las investigaciones muestran que permitir que los niños se reúnan para jugar, aprender y explorar es fundamental para su salud física y mental. Sus habilidades de atención, emocionales y cognitivas se agudizan cuando interactúan con otros niños en entornos que les permiten aprender de los demás. Fortalece el sistema inmunológico, la psiquis y el carácter. Si optamos por proteger a los niños de las reuniones sociales y los ponemos frente a las pantallas todo el día, los separamos de algunas de las vías de aprendizaje más importantes y efectivas.

El académico Peter Gray, profesor investigador de psicología en el Boston College, ha demostrado que los niños son aprendices naturales que prosperan cuando se les da la libertad de jugar y explorar. Gran parte de este aprendizaje, escribe Gray, es educación social y moral que los niños aprenden a través de sus interacciones sociales con otros niños. “El juego social es el principal medio natural de la educación social y moral de cada niño”, escribe. “Es a través del juego que los niños aprenden a llevarse bien con los demás. En el juego deben tener en cuenta las necesidades de los otros niños, aprender a ver desde los puntos de vista de los demás, a comprometerse, a negociar las diferencias, a controlar sus propios impulsos, a complacer a los demás para mantenerlos como compañeros de juego”. Por lo mismo, privar a los niños de la interacción social tiene consecuencias más allá del aprendizaje perdido. Gray y otros psicólogos relacionan los aumentos documentados de la ansiedad y la depresión en los niños con tendencias que muestran una disminución general del juego libre, una consecuencia de los sistemas educativos que renuncian cada vez más al aprendizaje libre por la instrucción formalizada, como las hojas de trabajo y la preparación de exámenes. Y si bien son ciertos los perjuicios de la instrucción rígida en el aula, la evidencia emergente sugiere que el aislamiento social es aún peor.

El coronavirus infecta por igual pero sus consecuencias no son las mismas para todos. El impacto en el aprendizaje durante ese periodo no está dado por el simple hecho si la escuela es pública o privada, o si coloca a disposición o no una propuesta de formación virtual. Tampoco se trata solo de la cantidad y calidad de los recursos educativos disponibles para aprender en casa que envían los docentes o que las familias pueden acceder desde las redes sociales u otros medios. Hay demasiados supuestos en juego para ponderar la desigualdad resultante. No es lo mismo pedir a un joven que estudie online que a un niño de 6 años o en edad preescolar ya que si estos niños no saben ni siquiera leer ¿qué grado de autonomía pueden tener para hacer sus tareas, sean impresas u online? No se trata tampoco de que los padres estén en casa sino de que estando, tengan el tiempo para sentarse con sus hijos a seguir todas las asignaturas que deberían estar siendo enseñadas durante la larga jornada escolar. Pero, además, enseñar un niño a leer no es tarea para cualquiera; se necesita pedagogía y conocimientos que no todos tenemos. Incluso hay presupuestos aún más básicos como, por ejemplo, en el caso de las tareas enviadas por email, que todos los hogares tengan impresora, tinta y papel o que da lo mismo si la familia tiene uno, dos, tres o cuatro hijos, de diferentes edades, aprendiendo diferentes contenidos, con diferentes necesidades y habilidades.

Los estudiantes pertenecientes a las familias con más restricciones serán lejos los más afectados por esta crisis y mientras más se demore la reapertura de las escuelas, mayor será la desigualdad provocada por políticas equivocadas. Como resultado, algunos niños – los insertos en ambientes con mayor capital cultural – seguirán aprendiendo, aunque no necesariamente al mismo ritmo, y podrán incluso desarrollar ciertas habilidades importantes para el siglo XXI, como la autonomía y la creatividad. Otros, en cambio, se retrasarán y no serán estimulados a seguir aprendiendo hasta el regreso a clases. Dependiendo de cuanto eso se alargue, el efecto puede no ser solo de corto plazo, sino tener consecuencias a lo largo de la vida. Se trata de un extraño ropaje dialéctico el que utilizan quienes siguen manifestándose contra el regreso a clases: en nombre del cuidado y del progresismo, se cultiva la indiferencia frente a las secuelas que puedan sufrir los niños más desprotegidos por la falta de educación aun cuando la evidencia demuestra que hay poco que temer y mucho que perder.

Eleonora Urrutia es abogada y editora en revista digital diaria “El Líbero”, donde se publicó originariamente esta columna.

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