¿Vientos de paz en Medio Oriente?

Nos encontramos ante un nuevo escenario regional en Medio Oriente, quizás vaticinando mayores acuerdos entre Jerusalén y las capitales del Golfo

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El premier israelí Benjamin Netanyahu
El premier israelí Benjamin Netanyahu (Abir Sultan /Pool via REUTERS)

El 13 de agosto Donald Trump anunció que los Emiratos Árabes Unidos e Israel acordaron establecer relaciones diplomáticas plenas, y compartió por Twitter una declaración conjunta de las partes involucradas. Con este desarrollo, los Emiratos se convertirán en el tercer país árabe, luego de Egipto y Jordania, en reconocer abiertamente la existencia de Israel a los efectos de intercambiar embajadores.

Según lo estipulado, el acuerdo llega como un compromiso. A cambio de oficializar relaciones, Israel se compromete a congelar los ya anunciados planes para anexionar territorios en Cisjordania. Esta premisa podría sugerir que nos encontramos ante un nuevo escenario regional en Medio Oriente, quizás vaticinando mayores acuerdos entre Jerusalén y las capitales del Golfo. ¿Se vienen vientos de paz?

En vista de los más optimistas, el acuerdo podría allanar el camino para que otras petromonarquías del Consejo de Cooperación del Golfo (GCC) sigan el ejemplo de los Emiratos. Para empezar, con o sin la flamante paz, los ánimos entre Jerusalén y las capitales sunitas ya son buenos. Gracias a alineamientos geopolíticos similares, principalmente en respuesta a las actividades de Irán, los israelíes tienen abiertos canales diplomáticos encubiertos con sus contrapartes árabes, sobre todo en lo relacionado con la seguridad colectiva y el intercambio de inteligencia.

En verdad, desde la perspectiva de los GCC, el establecimiento de relaciones con Israel es un imperativo estratégico. Por un lado, en los últimos años viene reforzándose la percepción de que Estados Unidos se está retirando de la región, moviendo su punto de atención hacia China y Asia-Pacífico. Lo cierto es que Washington, tanto con Obama como con Trump, ha contraído sus compromisos y su presencia militar en Medio Oriente. Todo ello parece indicar que los estadounidenses están divididos y no pueden dar con una estrategia coherente a largo plazo. Naturalmente, esto preocupa a los países del GCC, los cuales dependen históricamente de los norteamericanos para garantizar su seguridad y la estabilidad de sus regímenes.

Por otra parte, pese a su tamaño marginal, Israel se ha convertido en uno de los actores de mayor peso en la región. Sus competencias en materia de ciberseguridad y defensa lo convierten en un aliado indispensable para hacer frente a las amenazas comunes que aúnan a los adversarios de Irán, pero también de Turquía. El uno como el otro manifiestan políticas asertivas y revisionistas, reminiscentes, respectivamente, del legado safávida (persa) y otomano. Estas razones explican lo que algunos analistas describen como un reconocimiento implícito de los GCC hacia Israel.

Netanyahu es considerado el principal arquitecto de los vivificados nexos de amistad entre su país y el Golfo. Por lo pronto, el reconocimiento formal extendido por los Emiratos abrirá muchas puertas a largo plazo, particularmente en lo que tiene que ver con los negocios y el turismo, cosas que seguramente despegarán cuando se inauguren los vuelos entre Dubái y Tel Aviv.

Sin embargo, el mayor triunfo de la diplomacia llegará el día en que Arabia Saudita firme con los israelíes. El desafío aquí estriba de la comprometedora posición de la casa Saud. Aunque en las esferas de la alta política el diálogo con Israel es cordial, las relaciones intermusulmanas son mucho más complicadas. Los sauditas son responsables por las ciudades santas de La Meca y Medina, de modo que deben cierta responsabilidad o atención a los reclamos de los musulmanes del globo, mayoritariamente sensibilizados ante la situación de los palestinos.

En este sentido, la ausencia de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos dificulta el prospecto de un acuerdo entre Riad y Jerusalén. Caso contrario, asumiendo que la cuestión palestina fuera resuelta, los sauditas contarían con cierto capital político para vender la idea de normalización por todo el mundo musulmán. El caso es evidentemente diferente para los Emiratos, que como país se caracteriza por un elevado índice de desarrollo humano, un clima liberal de negocios, y posturas más laxas en virtud de la ley islámica. Posiblemente estas condiciones se traducen en factores que facilitan el dialogo y empoderan posturas pragmáticas sobre solidaridades religiosas inflexibles.

Teniendo en cuenta que el resto de los países del GCC no cuentan con el mismo proceso de liberalización cultural a su interior, es incierto hasta qué punto estos podían seguir a Emiratos sin un acuerdo previo con Riad. Con todo, dejando de lado preocupaciones por opiniones domésticas, quizás la mera voluntad de los líderes árabes alcance para firmar con Israel y derogar temas irresueltos para otro momento. Omán se perfilaría en esta dirección. En 1996 recibió públicamente al entonces primer ministro Shimon Peres, convirtiéndose en el primer país del Golfo en extender la alfombra roja a un jefe de Gobierno del Estado judío. (Isaac Rabin ya había estado allí en 1994 pero de forma clandestina.) Últimamente, en 2018, Benjamin Netanyahu visitó al ya fallecido sultán Qabús en la capital de Mascate.

En cambio, Qatar podría ser el último en poner una embajada en Israel. Aunque Doha comparte las características de Dubái, los líderes qataríes procuran neutralidad en el conflicto entre sauditas e iraníes, ganándose el oprobio del resto del club del GCC. Además, también tiene relaciones con movimientos islamistas, como la Hermandad Musulmana, considerados subversivos por parte de las petromonarquias, preocupadas por su propia perpetuidad en el poder.

Habiendo establecido todo esto, los cínicos dirán que hay objetivos cortoplacistas que acompañan las novedades entre los Emiratos e Israel. Uno de ellos respondería a la endeble situación política de Donald Trump y Benjamín Netanyahu. El presidente estadounidense no tiene asegurada la reelección y precisa de algún éxito en política exterior, aunque fuera simbólico, para reapuntalar su imagen. Se sabe que busca el Nobel de la Paz y dejar en claro que su conducción trae estabilidad internacional. No obstante, sus esfuerzos en esta materia hasta ahora han arrojado el triunfo que esperaba. El bromance con Kim Jong-un, el líder norcoreano, terminó en la nada, y Trump tampoco pudo obligar a Xi Jinping, el líder chino, a plegarse ante Estados Unidos en materia comercial.

En paralelo, si bien Netanyahu ganó las últimas elecciones de marzo, el premier está parado sobre hielo. Una sucesión de desacuerdos de alto nivel en cuestiones presupuestarias amenaza con romper la coalición de gobierno, suceso que llevaría al país a una nueva elección general, acaso la cuarta en menos de dos años. Fuentes del partido de Benny Gantz, ministro de defensa y socio de coalición de Netanyahu, aseguraron que el compromiso con el oficialismo ha sido un gran error.

En este contexto, con elecciones en Estados Unidos e imprevisibilidad en Israel, a Netanyahu le hubiese sido muy difícil cumplir con su promesa electoral de anexar el treinta por ciento de Cisjordania. De antemano se trataba de una jugada más simbólica que otra cosa, pues la anexión solo formalizaría el control que Israel ya ejerce sobre ciertos territorios; y que, en cualquier caso –desde una óptica realista–, no podrían ser desconectados del Estado judío. Sin embargo, la cuestión despertó muchísimas críticas a nivel internacional. Además, el plan también fue fustigado por el establecimiento de defensa israelí por considerarlo gratuitamente contraproducente. No menos importante, fue condenado por Joe Biden y el partido demócrata.

Si los críticos de Netanyahu ya aseguraban que la retórica anexionista era parte de un showmanship demagógico de cara a las elecciones, lo mismo podrían decir de la paz con Emiratos Árabes Unidos. Evidentemente, quizás esta hazaña sea su nuevo caballito de batalla electoral. A costa de perder votos de la derecha religiosa, ganará la confianza del votante de centro, que indefectiblemente celebrará lo que para Israel constituye objetivamente una gran victoria.

En definitiva, podría decirse que Israel no sacrificó nada a cambio de establecer relaciones diplomáticas con los Emiratos. De hecho, el comunicado menciona una postergación o suspensión temporal de la anexión porque establecer otra cosa sería inviable. Partidarios y detractores de Netanyahu estarán de acuerdo en este análisis, que refuerza la impronta del evento como éxito diplomático. Así y todo, aún no conocemos qué aconteció detrás de bambalinas, y que presión o incentivo recibió el jeque Mohamed Bin Zayed, el líder de facto de Emiratos Árabes Unidos, para actuar ahora como lo hizo. La única certeza es que le ha hecho un gran servicio a la causa de la paz y al entendimiento entre árabes e israelíes.

El autor es licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en estudios de Medio Oriente por la Universidad de Tel Aviv. También se desempeña como consultor en seguridad y analista político. Su web es FedericoGaon.com

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