A principios de julio, en un reportaje en el cual le preguntaron al candidato demócrata Joe Biden qué sucedería si Donald Trump se negaba a entregar el poder, respondió: “Entonces lo veo a Trump salir custodiado por oficiales de las Fuerzas Armadas de la Casa Blanca”.
Biden no es un improvisado en la política estadounidense: fue ocho años vicepresidente de Barack Obama. Frente a las versiones de que Trump podría postergar la elección o discutir un resultado adverso, se ha creado en EEUU un escenario de baja incertidumbre electoral -aunque en la política nada es imposible- y de la incertidumbre institucional quizás más alta desde la Guerra Civil. La afirmación de Biden tenía una referencia concreta: tres semanas antes las Fuerzas Armadas de EEUU habían desconocido una orden no escrita para intervenir en la represión de las protestas violentas por el conflicto racial.
Pero en la segunda semana de junio esta crisis produjo otro “imponderable”: la negativa de las Fuerzas Armadas a reprimir dichas protestas. En las que tuvieron lugar hace más de medio siglo, presidentes demócratas llegaron a convocar a las Fuerzas Armadas, al ser superadas primero la policía y luego la Guardia Nacional, la fuerza de seguridad voluntaria, dotada de armamento militar liviano y que se moviliza frente a emergencias (han participado tanto en Irak como en Afganistán, por períodos limitados). Las Fuerzas Armadas estadounidenses se encuentran todavía librando la guerra más larga de su historia -la de Afganistán-, que en 2020 cumple veinte años. Ello las ha llevado a soportar miles de bajas a lo largo de dos décadas, las que se incrementaron sustancialmente al sumarse la segunda guerra de Irak. La mejora en el sistema de sanidad militar les ha permitido pasar de los cuatro heridos por muerto de Vietnam a ocho por muerto ahora. Pero ha creado miles de ex combatientes mutilados y limitados en su capacidad, que son un trágico testimonio de estas guerras del siglo XXI, en las que pese al avance de la tecnología para uso militar el factor humano ha seguido siendo decisivo. En este marco en el cual los militares estadounidenses han mostrado una fuerte disciplina, la administración Trump no esperó la negativa que recibió.
La oposición militar a cumplir la orden fue homogénea y casi unánime. El secretario de Defensa de Trump, Mark Esper, tras haber estado presente cuando el Presidente, Biblia en mano, frente a una Iglesia vandalizada próxima la Casa Blanca, en un acto gestado para fortalecer la imagen de Trump, cambió de posición. Tomó distancia de ella, al expresar que no era conveniente convocar a las Fuerzas Armadas para restablecer la seguridad interior. Lo mismo dijo el secretario de Ejército, Ryan Mc Carthy. Pero las voces militares se expresaron contra la iniciativa en forma casi unánime. Así lo hicieron dos generales de los Marines que ocuparon cargos en el Gabinete en la primera parte del gobierno de Trump: Jim Mattis, secretario de Defensa, y John Kelly, jefe de Gabinete de la Casa Blanca. Cabe recordar que el Presidente, que llegó a tener cuatro generales en su gabinete, reemplazó a todos por funcionarios civiles por las diferencias que le plantearon. En la misma línea se pronunció el general Collin Powell, un militar afroamericano que adquirió popularidad como jefe del Estado Mayor Conjunto en el gobierno de Bush padre. Es también una figura importante en el Partido Republicano y anunció que votará por Biden. Una posición similar tuvo el general David Petraeus, quien fuera un reconocido comandante en Afganistán en el gobierno de Obama y luego quedó a cargo de la CIA. Todos ellos se pronunciaron también contra el racismo y se mostraron abiertos a revisar la ubicación simbólica de los monumentos de los generales confederados de la Guerra Civil, a los que se dirigen los ataques de los manifestantes.
La expresión más relevante fue la del general Marck Milley, el jefe del Estado Mayor Conjunto, la máxima autoridad militar del país. Había estado junto al Presidente cuando se fotografió frente a la Iglesia vandalizada Biblia en mano. Estuvo vestido con uniforme de combate, en explícito respaldo a la posición de Trump. Ello generó fuertes críticas en las filas de los militares en actividad. Fueron tan fuertes que lo llevaron a una autocrítica pública. La hizo en un mensaje grabado para los graduados de la Universidad de Defensa Nacional. Condenó al racismo al igual que habían hecho sus colegas retirados y dijo que fue una decisión errónea aparecer en la foto junto a Trump: “No debía haber estado allí”. Argumentó: “Mi presencia en ese momento y en ese ambiente creó una percepción de los militares involucrados en la política doméstica. Como funcionario uniformado comisionado fue un error del que aprendo. Y sinceramente espero que todos podamos aprender”. Sostuvo: “Debemos respetar escrupulosamente el principio de un cuerpo militar apolítico, que está enraizado profundamente en la esencia de nuestra república”. El jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas estadounidenses agregó: “Todavía estamos lidiando con el racismo y tenemos mucho trabajo por hacer”. Y consideró que debían “abrazar” la Constitución: “Es nuestra estrella del Norte”. No es la primera vez que en los EEUU hay diferencias entre el Presidente y los mandos militares -el general Mac Arthur, “héroe de guerra”, enfrentó al poder civil después de la Segunda Guerra Mundial- pero siempre se resolvieron a favor del poder político, que impuso su autoridad. La novedad no es que los militares estadounidenses hayan tenido una posición diferente a la del Presidente, expresada con notorio énfasis y homogeneidad. Lo más relevante es que esta vez el Presidente retrocedió ante ellos.
Quizá Biden sea la figura de la oposición en Estados Unidos que más ha comprendido cuál puede ser la característica de la crisis política que puede tener el país: que los militares cumplan una función de arbitraje para resolverla en función del texto constitucional.
El autor es director del Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría