La presidencia del BID, un casillero más en el ajedrez geopolítico entre EEUU y China

Es la primera vez que los Estados Unidos ungen a un candidato para presidir el BID desde su fundación en 1959. Algunas claves para entender la decisión

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Mauricio Claver-Carone, candidato de Estados Unidos a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (EFE/Paolo Aguilar/Archivo)
Mauricio Claver-Carone, candidato de Estados Unidos a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (EFE/Paolo Aguilar/Archivo)

Quizás uno de los símbolos de que la puja de poder entre los EEUU y China ha llegado a su momento más álgido, y que se extenderá por las décadas por venir, es la decisión de Washington, por primera vez en 60 años, de impulsar la designación de un connacional como próximo presidente de BID. Los argumentos sobre una supuesta violación de una norma escrita que lo prohibiría no tiene mayor sentido práctico. El BID fue pensado como la rama hemisférica de un entramado de instituciones que creó el poder hegemónico americano después de imponerse en la Segunda Guerra Mundial, junto a la ONU, el FMI, el Banco Mundial, el GATT, la OTAN, etcétera. Sus objetivos, evitar una nueva crisis económica mundial como la iniciada en 1929 y sus impactos sociales y económicos que alimentaron el ascenso de Hitler al poder en Alemania y a los sectores más duros e imperialistas en Japón. Todo lo cual abrió un curso infernal hacia la gran conflagración y sus más de 55 millones de muertos, de los cuales más de 25 millones serían soviéticos de la ex URSS y 13 millones de China. EEUU sufriría 500 mil bajas y para 1945 su PBI representaba el 50 por ciento de toda la riqueza producida en el mundo, sin olvidar el monopolio sobre el poder nuclear que se extendería hasta 1949 cuando Moscú hizo su primera detonación atómica. El ascenso americano de potencia hemisférica a superpotencia global se daría de manera ininterrumpida desde mediados del siglo XIX, especialmente luego de resuelta la puja interna a favor del norte industrialista en la guerra civil, y llegado a su máxima expresión pos 1945. En esos mismos 100 años, China recorría un camino inverso hacia la decadencia económica y la reducción de su peso global. Sus derrotas en las guerras del opio contra el Reino Unido en el siglo XIX y la amputación de parte de su territorio por parte de potencias europeas y la misma Rusia serían otros capítulos de su decadencia. Por primera vez en dos milenios, la economía china dejaba de ser la más grande y rica del planeta. Los destinos de Washington y Beijing se cruzaban como una X. Habría que llegar a fines de los años 70 y la muerte de Mao para que el Partido Comunista iniciase las reformas capitalistas y buscara, con todo éxito, transformase en el gran abastecedor de productos baratos y masivos de la economía estadounidense en particular y del mundo occidental democrático en general. Allí comenzaría el milagro económico chino con tasas de aumentos del PBI anual de entre el 9 y el 10 por ciento. Desde hace décadas para cualquier pensador realista de relaciones internacionales se hacía evidente que Estados Unidos estaba alimentando al dragón que en algún momento lo amenazaría. La explicación de las élites políticas y económicas americanas era que eso no sería necesariamente así y que esa mayor interdependencia económica entre China y el resto del mundo irían dando lugar a mayores grados de liberalización política y derechos para sus ciudadanos. Dentro de esa visión, los presidentes demócratas como republicanos desde los años 70 impulsaron desde la Casa Blanca una mayor rol de Beijing en el FMI, el Banco Mundial, las Naciones Unidas, el GATT o ahora OMC y en el mismo BID. La tan mentada liberalización política china finalmente nunca se dio. Su presupuesto militar en 1991 representaba 1/15 del de los EEUU y hoy está cerca de 1/3. Las manufacturas baratas que inundaban los mercados occidentales en los 80 y 90 ahora se ven acompañadas por tecnología de punta como el 5G, desarrollos en inteligencia artificial y millones de profesionales de entre 50 y 25 años formados en las mejores universidades americanas y europeas. Ya Obama, con Biden como vicepresidente, en su segundo mandato ordenó concentrar el 70 por ciento del poder naval de su país en zonas cercanas a China y los documentos de seguridad nacional publicados varios años antes de la llegada de Trump al poder calificaban a esta potencia asiática como un rival y competidor estratégico. Si bien el actual líder de la Casa Blanca puede haberle agregado sus formas y estilos, la decisión del ponerle límites al ascenso chino lo preceden. La crisis de la pandemia del Covid-19 no ha hecho más que acentuar esta visión. Dentro de este marco general y no como un mero capricho es que debería ser entendida la postulación de Mauricio Claver-Carone para encabezar el BID.

Claver-Carone es actualmente asesor de seguridad nacional para temas del hemisferio americano en la Casa Blanca. El público más informado de Argentina lo recordará como el funcionario que fue enviado a la asunción de Alberto Fernández el pasado 10 de diciembre. Su estadía fue más que breve ya que abandonó Bueno Aires a las pocas horas luego de ser informado que la delegación venezolana estaba liderada por un ministro con pedido de captura de la justicia de los EEUU. La intención argentina de ocupar la conducción del BID ya estuvo en los planes del gobierno de Macri con la candidatura de Rogelio Frigerio. Tras el cambio de gobierno, el nombre cambió a Gustavo Beliz. La pregunta que surge es si el creador y principal accionista del BID le daría la presidencia a un gobierno que no termina de definir si Venezuela es una dictadura. No casualmente en una reciente entrevista Claver-Carone afirmó que el régimen en Venezuela era una versión actual del Proceso de Reorganización de 1976 en la Argentina. En Washington también se vio la videoconferencia del Grupo de Puebla en donde el mandatario argentino argumentaba el rol de los EEUU en dividir la región: no se limitó a Trump, lo cual suena atractivo y motivador para relato, sino que se refirió a la superpotencia como un todo. Tampoco pasa desapercibido que el relato K contiene una fuerte dosis de convencimiento de la irremediable decadencia americana y el ascenso irrefrenable de China. Una versión remix de lo que la izquierda latinoamericana afirmaba en los 70, pero en ese momento el seguro ganador era la URSS. A diferencia del imperio soviético, China es una pujante potencia económica capitalista y primera o segunda socia comercial de más de 100 del mundo, incluyendo la casi totalidad del hemisferio americano y en especial desde el sur de México a Tierra del Fuego. Por ello, su peso y activismo en el mercado internacional y en sus instituciones internacionales es fuerte y en franca expansión. Todo lo cual está enmarcado por el masivo daño económico y humanitario en suelo estadounidense que ha provocado el Covid-19, surgido de territorio chino, la existencia de un año electoral en Washington y un Beijing que ha decidido redoblar su presiones diplomáticas, económicas y un militares sobre países vecinos que cuestionan su intención de tomar el control de amplios espacios marítimos o que han elevado críticas sobre cómo el Partido Comunista chino manejó la información del Covid-19 en sus orígenes a fines del 2019. Una línea discursiva de dureza y nacionalismo en su máxima expresión que no hará más que alimentar una acentuación de las visiones más antagónicas de los que toman las decisiones tanto sea en el gobierno de Trump como en el del candidato Biden.

Tal como como ocurrió en la década de los 30 y en los años 60 del siglo pasado, cada vez que una gran potencia extra regional -la Alemania nazi y luego la URSS- buscó desafiar el poder americano en el hemisferio, Washington multiplicó sus esfuerzos y estrategias para evitarlo. En estos momentos, estamos asistiendo al un tercer caso y con un actor con un peso económico y demográfico muy superior los previamente mencionados. Para los que por cuestiones ideológicas o materiales se entusiasman por al avance contra los intereses de los EEUU en nuestra zona del mundo, cabe matizarlo por el hecho de que el poder chino aún tiene la titánica tarea por delante de anular a los EEUU como superpotencia en Asia Pacífico y su entramado de alianzas con Japón, India, Australia, Vietnam, Corea del Sur, Malasia, Indonesia, Singapur, Filipinas y poderes militares extraregionales como la poderosa flota británica. Sin olvidar una recomposición del diálogo estratégico con Rusia, actor clave para una estrategia de largo plazo sobre China por parte de Washington. En este punto, la rusofobia del Partido Demócrata luego de la derrota de Hillary Clinton en 2016 es una buena noticia para China. Buen motivo para que Beijing cruce los dedos para que se imponga Biden.

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