“Señora presidenta, leímos con detenimiento el informe y las recomendaciones. Compartimos con la intervención conjunta pronunciada por Perú la profunda preocupación por la situación de los derechos humanos así como por la grave crisis política, económica y humanitaria que padece Venezuela”.
Así lo dijo el embajador argentino ante los organismos internacionales en Ginebra. Lo cual provocó la reacción en manada del kirchnerismo, derivando en los rutinarios balbuceos pseudo-ideológicos del gobierno y los frecuentes zigzags—y, ergo, el desprestigio—de su política exterior.
La nomenclatura kirchnerista se formó de inmediato para fustigar a Alberto Fernández. Militantes varios, un empleado de Telesur que hace las veces de periodista y el designado embajador en la OEA, entre otros, salieron a desautorizar al presidente.
Todo esto es elocuente evidencia de la licuación de la autoridad presidencial. Fernández es cuestionado por miembros de su propio gobierno—técnicamente, sus subordinados—en programas de la cadena de propiedad del régimen chavista.
Bajo fuego amigo, entonces, el presidente tuvo que salir presuroso a desdecirse con sus acostumbrados peros, sin embargos y no obstantes. Aclaró que su interés es preservar los derechos humanos en cualquier parte del mundo y que jamás cuestionó la legitimidad de Maduro como presidente. Lo cual es muy cierto: pocos días antes había dicho que extrañaba a Chávez.
Mientras tanto también le llegó fuego por el lado de Sergio Massa, quien dijo que en Venezuela hay una dictadura. Esto es lo que ocurre cuando se desafía el principio de no-contradicción. Alberto Fernández pretende que una proposición y su negación sean ambas verdaderas al mismo tiempo. Ello es materia de exquisitos debates en filosofía pero no en política. Allí su costo es en credibilidad.
Así Fernández gobierna como malabarista, pero con demasiadas bolas en el aire. Tantas que Jorge Arreaza, el canciller de Maduro, salió a agredir a Massa en el estilo característico de la mafia criminal bolivariana. Nótese el descalabro institucional en curso, pues a esta altura no queda claro si Arreaza ayuda o daña al presidente Fernández.
Y al final resultó que la frase pronunciada en Ginebra era solo un guiño a la Administración Trump esperando un gesto hacia los acreedores, especialmente BlackRock. O sea que la defensa del principio universal de los Derechos Humanos no era tal, solo se trataba de una calculada maniobra. Por cierto que burda y amateur, aún asumiendo el más vulgar instrumentalismo.
Puesto de otro modo, el gobierno argentino espera un canje no solo con los bonistas. Su “profunda preocupación” por Venezuela—a todas luces, insincera—a cambio de que el gobierno de Trump le resuelva la crisis de la deuda. Es un precio desmedido por una frase, pero tampoco conocen ese mercado.
Quienes hacen de portavoces para la coyuntura, por su parte, repitieron que Argentina no es un “enemigo de Estados Unidos” (nótese la más que desafortunada expresión) y que Fernández solo tiene problemas con la OEA y con Almagro, quien es “hombre de Estados Unidos”.
Confusión a la ene, la negación del principio de no-contradicción pero ahora en cascada. Si Almagro tiene el apoyo de Estados Unidos, es por haber denunciado, antes que nadie en el hemisferio, los crímenes de Maduro, de los carteles y terroristas que lo apoyan y financian, y de la dictadura cubana que le provee discurso e inteligencia.
Todo esto ocurre en la semana del aniversario del ataque terrorista a la AMIA—18 de julio de 1994, para mayor precisión—lo cual además indigna. Enfatizo con ello que la República Argentina no solo no es “enemigo de Estados Unidos” sino que su política exterior debería estar alineada con este en temas centrales. El problema es que su gobierno es un mero repetidor de los viejos clichés de La Habana amplificados en Caracas.
Cuesta creer que Alberto Fernández ignore que el pasado 26 de marzo el Departamento de Justicia de Estados Unidos imputó a altos funcionarios del chavismo y ofreció recompensas por información útil para su captura. Allí están acusados Nicolás Maduro y 14 más. El expediente detalla la asociación de la dictadura venezolana con el Cartel de los Soles y las FARC disidentes en lo que se caracteriza como “narcoterrorismo”.
El gobierno debe saber, uno supone, que en ningún lugar de América el terrorismo internacional ha llegado tan alto en la estructura del Estado como en Venezuela. Alcanzaría con que se informen acerca de los diez mil pasaportes vendidos en el consulado venezolano en Damasco, entre 2008 y 2009, y que terminaron en manos de Hezbollah. El Ministro del Interior era Tareck El Aissami, hoy vicepresidente y uno de los 15 imputados el 26 de marzo.
Quizás tampoco estén al tanto que el pasado 27 de mayo el exdiputado venezolano Adel El Zabayar fue imputado por autoridades del Distrito Sur de Nueva York y la DEA por narcotráfico y terrorismo. Se detalla que siguiendo directivas de Diosdado Cabello, numero dos del régimen, intentó reclutar elementos de Hezbollah para llevar adelante ataques en suelo estadounidense, ello con apoyo del régimen iraní.
Es que este gobierno ni siquiera entiende cuál es el interés estratégico del país, o que exista tal concepto. Para cualquier nación, su prioridad de política exterior y defensa es siempre garantizar la paz y la seguridad. Argentina fue blanco de Hezbollah, a propósito de AMIA, y continúa siendo altamente vulnerable al terrorismo. Y sin embargo su gobierno es aliado del régimen que alberga y promueve dichas operaciones terroristas en el hemisferio occidental.
Tal vez ello sea un corolario de aquel “memorándum de entendimiento”. Tanta charlatanería ideológica a la que acostumbra el kirchnerismo jamás podría explicar semejante sinsentido, mucho menos ocultar la monumental claudicación de sus obligaciones que ello conlleva.
Pero así es la política exterior de las amebas, organismos unicelulares que carecen de pared celular y se alimentan por medio de fagocitosis. Las especies de este género viven en agua o en tierra, varias de ellas parasitando el intestino de humanos y otros animales.