En palabras de Barack Obama en aquel histórico 17 de diciembre de 2014: “Yo no creo que podamos seguir haciendo lo mismo y esperar un resultado diferente. No sirve nuestros intereses ni los del pueblo cubano tratar de empujar a Cuba hacia el colapso. Instamos a Cuba a terminar las restricciones a las actividades políticas, sociales y económicas. En dicho espíritu, no debemos permitir que las sanciones de Estados Unidos agreguen mayor padecimiento para los ciudadanos cubanos que intentamos ayudar”.
El Congreso no llegó a votar el fin del embargo, pero la Casa Blanca avanzó con un progresivo relajamiento de las sanciones. Al restablecimiento de relaciones diplomáticas, interrumpidas en enero de 1961, se agregaron turismo, comercio, liberalización de transacciones financieras (remesas) y el aumento de las telecomunicaciones. Y, aún más importante, se removió a Cuba de la lista de Estados auspiciantes del terrorismo.
El planteo de Obama sonaba sensato. Algo así como ¿por qué no intentar algo nuevo? Es que es cierto, sabíamos que el embargo no sirvió. Diseñado para derrocar a Castro, pues desde entonces los Castro vieron llegar 12 y partir 11 presidentes de Estados Unidos. Y ellos siempre en el poder. Mi nombre está online y en papel elogiando ese “algo nuevo”, me pareció valiente e imaginativo.
El problema es que ahora también sabemos que relajar sanciones y apelar al apaciguamiento del castrismo tampoco ha dado resultado. En realidad, lo contrario. El deshielo ha ayudado al régimen a estabilizarse en el poder. Los disidentes y activistas de la sociedad civil, los luchadores de derechos humanos, los periodistas independientes, los escritores y los artistas, todos coinciden que la represión se ha intensificado desde diciembre de 2014.
Se dice por ello que Obama concedió mucho a cambio de nada. Él mismo visitó la Isla en marzo de 2016 y dio una magistral disertación ante la nomenclatura comunista sobre derechos civiles y democracia competitiva. Palmaria ingenuidad, el fulgor intelectual no convence a un apparatchik. Dos años más tarde esa misma nomenclatura se reeligió otra vez, 605 candidatos para 605 curules, para luego aprobar una nueva Constitución según la cual el sistema socialista y la autoridad suprema del Partido Comunista están fuera de toda discusión.
Más aún, desde el restablecimiento de relaciones diplomáticas la influencia de Cuba en otros países de la región ha aumentado. La presencia de oficiales militares cubanos en Venezuela ha crecido desde entonces, al igual que sus funciones: antes enseñaban a torturar, ahora también ejecutan la tortura. Y solo por la influencia de La Habana puede comprenderse la deriva represiva de Ortega en Nicaragua y el intento—fallido—de perpetuación de Evo Morales en Bolivia.
Por supuesto, el castrismo y sus aliados continúan refiriéndose al “bloqueo”, término incorrecto desde siempre. Un bloqueo impide comerciar con terceros países; las sanciones—el embargo—solo comprenden las relaciones comerciales con el país que las emite. Usan bloqueo no por ignorancia sino por propaganda. Y porqué responsabilizar a otro por las necesidades insatisfechas de la población sirve para encubrir la incompetencia y la corrupción propias.
El tema será clave este otoño americano. Joe Biden ha anunciado que, de ser elegido, regresará a la época de Obama, revirtiendo las sanciones introducidas desde 2017. Tan solo decirlo es un error estratégico y de concepción de política exterior. Por un lado ignora con ello las serias falencias de Obama-Biden en este tema, por el otro genera una preferencia electoral de Cuba y sus oscuros aliados.
Con ello es plausible que, a la intromisión de Estados extranjeros, como aparentemente ocurrió en la elección de 2016, quizás haya que agregar ahora la intervención de redes criminales latinoamericanas, esas que trafican y lavan desde la cima del poder político.
Lo cual nos lleva inevitablemente a Venezuela. El levantamiento de las sanciones es la primera prioridad de la “dictadura narco-terrorista”—denominación del Departamento de Justicia, aclaro. Así como han enviado incontables delegaciones y han contratado lobistas a tal efecto, también financian “estudios” que buscan instalar una narrativa conveniente: que la tragedia humanitaria venezolana es causada por las sanciones.
Y no faltan quienes lo repiten, siempre omitiendo mencionar y realizar el cálculo monetario de las sanciones impuestas por Cuba. Es que son miles de barriles de petróleo entre subsidiados y gratis—se desconoce la proporción exacta—desde hace décadas. Pero el aparato de propaganda castro-chavista insiste que el problema son las sanciones del Departamento del Tesoro de Estados Unidos iniciadas en 2018.
Una consecuencia inmediata de anular las sanciones sería que los criminales accedan a sus activos congelados y que se aprecie el papel de deuda venezolana. Elabore el lector sus propias conclusiones acerca de los intereses detrás de tanto altruismo. Argumentar que la crisis humanitaria es producto de las sanciones supone un razonamiento contrafáctico: que dichos recursos se usarían para beneficio de los venezolanos
Ello es un verdadero insulto a las víctimas de un régimen que ante cada decisión política siempre ha elegido el sufrimiento del pueblo y el saqueo de los recursos del país. Es más, académicos independientes—por ejemplo Dany Bahar, Sebastián Bustos, José Ramón Morales y Miguel Ángel Santos en un trabajo de Brookings Institution—han calculado que el efecto económico en relación a la catástrofe producida por el chavismo es relativamente marginal, con un 80-90% de dicho deterioro precediendo la implementación de las sanciones.
De hecho, al concluir 2018, cuando todavía no habían entrado en vigencia la mayoría de las restricciones comerciales, las importaciones de medicamentos habían caído 96% en relación a 2012 y las de alimentos más de 70%. También documentan el derrumbe de la producción petrolera y del producto así como el incremento de la mortalidad infantil, entre otras desdichas, todo ello con anterioridad a las sanciones de EEUU.
El tema es controversial y apenas hemos rasgado la superficie en cuanto a su relevancia en América Latina. Es saludable que se instale en el debate del próximo noviembre. La evidencia empírica agregada sugiere que las sanciones tienen un modesto grado de efectividad en producir cambios en el país al que se le imponen, pero similar es el caso de otras opciones de política exterior usadas con frecuencia.
Las sanciones son instrumentos de la diplomacia, medir su éxito no es tarea simple. Donde sí hay un cierto consenso en la literatura es en la capacidad de disuasión de las sanciones en relación a posibles futuros transgresores y a mayores infracciones por parte de los Estados ya sancionados.
Es que las sanciones también tienen un componente normativo, implican un juicio moral. Es en este espacio de moralidad donde se ubican, entre otros ejemplos, las sanciones al Apartheid sudafricano, a la dictadura de Pinochet—por parte de varias naciones europeas, Jimmy Carter y luego Ronald Reagan—y las sanciones de los propios Obama-Biden al régimen iraní.
Si los tres fueron sancionados en gran medida por su oprobioso récord en derechos humanos, lo mismo se aplica a los casos de Cuba y Venezuela. Para quienes apoyaron aquellas sanciones en base a principios éticos, no hacerlo ahora solo puede tener una explicación: seleccionan sus posturas en base a compartir o no la ideología del perpetrador. Ello es inadmisible.
Aquellas sanciones contribuyeron a poner fin al régimen de segregación racial y permitir la elección de Nelson Mandela. Obligaron a Pinochet a reconocer el plebiscito, llamar a elecciones y dejar el poder. Y forzaron a Irán a negociar el programa nuclear. Es decir, fueron sanciones morales que tuvieron éxito.
Los demócratas de América Latina apoyamos y deseamos el éxito de las sanciones morales contra las dictaduras de Castro, Ortega-Murillo y Maduro.