La lección de Lula da Silva

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El expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva. EFE/ Carlos Ezequiel Vannoni/Archivo
El expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva. EFE/ Carlos Ezequiel Vannoni/Archivo

Lula da Silva se dio cuenta de que había metido la pata cuando festejó que el Covid-19 hubiera servido para demostrar lo importante que era el Estado y pidió disculpas. Pero eso no resuelve cómo reflejó sus motivaciones últimas con esa frase. No es Lula el problema sino en general el pensamiento autoritario, al que también se le podría llamar socialismo porque socialismo no es que la sociedad maneje a la sociedad, sino que sea manejada por la autoridad central. En ese pensamiento un amplio abanico de las cosas que pasan pueden ser resueltas por el hecho de que alguien al mando tome decisiones por los demás; decisiones que los demás no tomarían evidentemente. En el socialismo la sociedad está anulada por la autoridad.

Para Lula, que probó las mieles del poder, las desgracias y el miedo son una oportunidad para ratificar la transferencia a la autoridad de los mayores resortes para conducir. La gente espera que un acto centralizado llevado a cabo por este grupo superior de personas la aleje del peligro y el grupo supuestamente superior de personas espera que lleguen los mayores peligros para disfrutar de esos beneficios.

Casi como un sepulturero esperando un terremoto, con la diferencia de que no está en discusión que los servicios del sepulturero sean útiles. Como un cazador que ve entrar a sus presas a la trampa más bien.

En lo que tiene razón Lula es en que mucha gente pide a un salvador que la rescate, incluso la que piensa que lo peor de la sociedad son los políticos. Es más fuerte que su opinión de los aspirantes a salvadores la necesidad de transferencia alguien que manda de las expectativas y libertades. Eso está marcado por milenios de conducta tribal, donde el macho alfa tenía mayor información sobre cada uno de sus súbditos y los súbditos sabían a quién habían entronizado.

Las cosas son drásticamente diferentes ahora. La gente no puede estar segura de sus autoridades elegidas en un proceso de marketing llamado elecciones y los elegidos no pueden estar seguros de que sus electores se mantendrán conformes a sus decisiones. Por esto último los Lula da Silva necesitan ver el temor. Su inseguridad es tal que si está la posibilidad de muerte masiva más tranquilos se sentirán. No es que Lula pueda demostrar que con conductores omnipotentes la sociedad estará mejor, sino que se da cuenta de que en situaciones extremas muchas personas se parecen a los chicos llamando a la mamá al menor problema y él puede aprovecharlo.

Esta es tal vez la dinámica más poderosa que desafía a las sociedades complejas y relativamente libres de la actualidad. Por un lado están los impulsos emocionales y por el otro el conocimiento disponible sobre las limitaciones del aparato de poder y a pesar de que pensamos vivir en la cima de la racionalidad y la ciencia, el pensamiento primitivo no nos abandona. Lula sabe y los demás deberían aprender que el atavismo le gana a lo que sabemos de cómo son los procesos de mercado, acerca de cómo el sistema de precios resume decisiones que ningún estudio experto puede suplantar y que cada persona conoce sus circunstancias mejor que su vecino de la puerta de al lado, ni hablar de los burócratas.

En gran parte probablemente porque al lado de todos nuestros avances la organización alfa, el Estado, es quien centraliza también lo que se debe aprender desde la infancia hasta la adultez y determina qué cosa es educación. Así evita que la gran manada sospeche que no le conviene que el tratamiento médico de los moribundos sea dirigido por sepultureros. Su mayor temor es que sin la autoridad solo haya ignorancia, cuando en cuanto a las condiciones y limitaciones de la política es precisamente al revés.

No es la realidad la que muestra que el estado sea una bendición en este momento para confinar a todo el mundo, determinar quién está autorizado a salir a la calle y qué cosa es esencial. Es que el Estado tiene la capacidad, por exceso de la confianza que se le deposita, de convertirse en la única alternativa por la vía de prohibir las demás, evadiendo las comparaciones. Se escapa del plan perfecto que otros países ensayen otras soluciones, por eso hay que bajar a Suecia y olvidarse de Taiwan o Corea del Sur. Por eso hay que hacer desaparecer cualquier buena noticia o discusión sobre las medidas autoritarias extremas y la salud deja de ser la prioridad al ponerse por debajo de la justificación de lo que la autoridad decidió para supuestamente cuidarla.

Lula nos informa hasta qué punto la política está interesada en la extensión de este desastre. Si no se aprende lo interesado de las opiniones de los que deciden es por la fuerza de los mecanismos atávicos de sumisión.

Por el mismo proceso se le llama ciencia a la autoridad establecida por el Estado sobre la ciencia y nadie cuestiona que existan organismos que aprueben o desaprueben drogas, aprueben o desaprueben tratamientos o conocimientos y se conviertan en el sumum de la confianza en el macho alfa: la certificación de que algo es “oficial”. Todo es válido una vez que es oficial, es decir cuando es bendecido por el tipo que logró un cargo público, posiblemente el menos apto en su campo de conocimiento que por eso se dedicó a la política.

Pero la magia de la palabra oficial podría ser el mayor orgullo de Lula da Silva. Y como este tango es de a dos, no es algo que pase nada más que en el estado. Hoy gigantes privados como Google o Facebook se dedican a censurar toda divergencia, fundada o no, respecto del saber unificado de las autoridades, sin tener elementos suficientes para considerar que lo que saca de las redes es error o al menos puro error y creyendo que el error es un problema para el conocimiento que es lo más grave. Como la autoridad tiene que ser sabia porque para eso se llama autoridad, tiene que ser blindada de que se sospeche que no lo es. Así que no lo es.

En la realidad ¿qué tan a salvo estamos porque el político pueda decidirlo todo en una emergencia? Tanto como estaríamos seguros de aprender por un solo libro, con un solo ensayo, por mayor temor a enterarnos del error que de sufrirlo. Y ese libro, ese ensayo, sería el que tuvo mayor éxito en encumbrarse en las esferas del poder.

El peligro es temerle más a saber que la incertidumbre existe que a las consecuencias de la decisión equivocada. El error es parte fundamental del aprendizaje, salvo que esté bendecido por la autoridad. La multiplicación y dispersión de decisiones permite acceder a nuestra mayor fuente de información que es el ensayo y error. La autoridad central, a diferencia de lo que ocurría en la tribu, ni siquiera nos conoce a cada uno de nosotros, no tiene acceso alguno a nuestras circunstancias y no es capaz de decidir qué riesgo estamos dispuestos a correr, porque vende (y también compra) que puede imponer la solución general que no es válida fuera de su oficina.

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