Históricamente, la izquierda marxista y el populismo de América Latina se daban la espalda. Por un lado competían por la misma base social, los asalariados y el movimiento sindical. Por el otro, el marxismo veía al populismo como una versión tardía y periférica de Bonapartismo, un fenómeno esencialmente burgués. Que lo era, en tanto no se propusiera modificar de raíz las relaciones de propiedad.
También se diferenciaban en sus herramientas organizativas. En la tradición de izquierda primaba la idea leninista de partido de elites, cuadros de revolucionarios profesionales. El populismo se definía como un movimiento de masas, a su vez, una gran alianza social de ideología nacionalista. Ello era incongruente con el objetivo marxista de “agudizar las contradicciones de clase”.
Este marco intelectual tendría modificaciones una vez que, en los años sesenta, la revolución cubana se instaló como modelo regional. La sierra, la selva, el monte, los revolucionarios profesionales ahora abrazaban la guerra de guerrillas. Foco insurreccional rural—mezcla de Mao, Ho Chí Minh y Guevara—la vanguardia armada se constituiría en liderazgo revolucionario y el campesinado sería su base social.
La Habana exportó el foquismo por el continente, estrategia fracasada en América Central, en Colombia, Bolivia y en Tucumán, Argentina. Y por supuesto también con la guerrilla urbana en Argentina, Chile y Uruguay. Al final de tanta muerte, pues no hubo Sierra Maestra en el resto de América Latina. Ni mucho menos varios Vietnam; la hipótesis guevariana operaba con un solo valor de la variable dependiente, el de menor frecuencia.
Con las transiciones de los ochenta se profundizó aquel desprecio mutuo. Bonapartismo y falsa conciencia, acusaban de un lado. Elitismo de iluminados y desconexión con el pueblo, insultaban del otro. El fin de la Guerra Fría lo acentuó aún más. Castro quedó aislado—y Cuba fuera—de una América Latina democrática. Nótese que los demás países del hemisferio, todos, firmaron la Carta Democrática en 2001.
Al disolverse la Unión Soviética terminaron los subsidios, produciéndose una fuerte contracción en la economía en la Isla. Así fue el “Periodo Especial”, una década de penurias. Del socialismo de Estado solo quedaban ruinas, económicas, desde luego, pero sobre todo éticas e intelectuales. Habiendo colapsado en Europa su caída era inevitable en Cuba, pensaban muchos.
Equivocadamente. El fallido golpe de 2002 en Venezuela le dio a Castro la oportunidad de cooptar a Chávez y los recursos petroleros. Y con un timing inmejorable: el precio del crudo comenzó a crecer aceleradamente a partir de ese momento y por la siguiente década. Inverosímil pero real, Cuba se hizo exportador de petróleo revendiendo a precios internacionales lo que recibía de PDVSA con subsidio. El eterno encantador de serpientes lo logró a cambio de inteligencia y espionaje.
Vía Chávez Cuba se reinventó como “país latinoamericano”, ello se expresa por su política exterior. ALBA se fundó en 2004 en La Habana, Petrocaribe en 2005, CELAC en 2010 y Unasur se concretó en 2011. Es la breve historia del multilateralismo de inspiración y diseño castro-chavista. El llamado “Grupo de Puebla” de hoy recicla la estrategia ante la desaparición de Unasur y el descrédito de las demás siglas.
Todo esto significó un giro de 180 grados en la relación de La Habana con el populismo para beneficio del régimen cubano y desgracia de la democracia latinoamericana. Si durante la Guerra Fría cultivaba el apoyo de estudiantes utópicos dispuestos a tomar las armas, pues ahora cultiva movimientos con raigambre popular y líderes con carisma. Si antes promovía la formación de organizaciones militares irregulares, ahora promueve supuestas misiones médicas humanitarias.
Ello por la captura del populismo latinoamericano. Es decir, para cooptarlo, infiltrarlo intelectualmente y finalmente fagocitarlo. Con ello ha redefinido su identidad, permeado por el stalinismo cubano y operando con una lógica de partido único. Nunca muy amigo de la democracia liberal, sin embargo el populismo también se situaba originalmente en las antípodas de una concepción leninista del poder.
Esto hasta la relación Castro-Chávez. Nótese, las tres experiencias populistas históricas más relevantes de América Latina fueron capaces de entregarle el poder a otro. El varguismo en su transformación en el tiempo, el peronismo y el PRI concibieron la alternancia.
Ya no más, llegó la era de la perpetuación en el poder. Es decir, alcanzar el poder con el método y las instituciones de la democracia, para destruirlas una vez allí.
Perpetuación financiada con los recursos del superciclo de precios de la primera década de este siglo y la corrupción, ahora transformada en sistema de dominación. Es decir, un régimen político en el cual el narcotráfico hace unas veces de partido político—selecciona candidatos, financia campañas—y otras veces de Estado—controla el territorio, impone tributos y detenta los medios de la coerción. La suma de las dos funciones hace que la suma del poder público quede en manos de los carteles.
Todo ello producto de la transnacionalización de los ilícitos que irradia en la región. Excepto en Cuba, desde luego, donde el partido-Estado encontró la fórmula ideal. Vive del crimen organizado, pero este ocurre fronteras afuera. Lo ha tercerizado—lo maquila, dirían en México—pues en la Isla el régimen totalitario no tiene rivales; posee un sólido control social y territorial.
Bienvenido, amable lector, al socialismo del siglo XXI. Tenga presente que en esta nueva versión cubana ya no se trata de “obreros y campesinos al poder”, como en el siglo XX. Desnudamente, ahora el poder es para los narcos.