La emergencia generada por la expansión del Covid-19 acelera en Brasil la militarización del poder político. Los tropiezos del presidente Jair Bolsonaro provocaron una desarticulación de la coalición que lo llevó al triunfo en las elecciones de 2018. Las primeras expresiones de esa crisis fueron el conflicto sobre la cuarent sanitaria suscitado entre el Palacio de Planalto, opuesto a la medida, y la mayoría de los gobernadores estaduales, encabezados por el mandatario de San Pablo, Joao Doria, y el intercambio de acusaciones entre Bolsonaro y el titular de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, dirigente del derechista partido Demócratas y ubicado constitucionalmente en la línea de sucesión presidencial. Pero la piedra del escándalo fue el conflicto que estalló con la renuncia del ministro de Justicia, Sergio Moro, el juez estrella del “Lava Jato” y una de las figuras políticas más prestigiadas en la opinión pública. A partir de allí, los acontecimientos tienden a acelerarse: el ex presidente Fernando Henrique Cardoso pidió la renuncia de Bolsonaro y algunos diputados de la propia la coalición gubernamental presentaron un proyecto de juicio político.
En medio de esas controversias intestinas, cuando en una movilización realizada en Brasilia por un grupo de partidarios Bolsonaro invocó a las Fuerzas Armadas para amenazar con la clausura temporaria del Congreso, el silencio militar dejó en claro que esa alternativa estaba lejos de las intenciones de los altos mandos castrenses. Para entender esa actitud, conviene no olvidar que el primero en el orden sucesorio es el vicepresidente, general Hamilton Mourau.
El gobierno de Bolsonaro (un ex capitán de paracaidistas del Ejército) se caracterizó por la fuerte presencia de jefes militares, que son titulares de siete de los veinte ministerios. En las carteras restantes proliferan profesionales y técnicos relacionados con las Fuerzas Armadas. La sonada remoción del Ministro de Salud Pública, Luiz Henrique Mandietta, quien fue reemplazado por Nelson Teich, estuvo acompañada por la designación como segundo en esa cartera del general Eduardo Pazullo, que asumió en los hechos la coordinación de la acción contra la pandemia.
La mayor demostración de esa creciente influencia castrense se registró a mediados de febrero, cuando el general Walter Souza Braga Netto ocupó la jefatura de la Casa Civil en reemplazo de Onyx Lorenzut, correligionario de Maia en el partido Demócratas pero tácticamente aliado al “ala ideológica” del gobierno, cuyo exponente intelectual es Olavo de Carvalho, un brasileño residente en Estados Unidos y amigo de Steve Bannon, ex estratega electoral de Donald Trump y actual promotor de una “internacional de la derecha alternativa”. A esa corriente pertenecen el canciller Ernesto Araujo y Eduardo y Carlos Bolsonaro, los influyentes hijos del primer mandatario.
Mourau exhibe un pragmatismo que lo separa del “ala ideológica” de su gobierno. Esa diferencia se expresó en su viaje a Beijing, que contrapesó la retórica anti-china usada por Bolsonaro en la campaña electoral y reiterada en expresiones hostiles del canciller Araujo, y en su visita a Buenos Aires para asistir a la asunción del presidente Alberto Fernández y acotar la polémica desatada entre los mandatarios de los dos principales socios del Mercosur.
Esa prudente distancia en materia de política exterior, establecida con un tono medido que nunca transgredió un escrupuloso respeto protocolar, volvió a advertirse, pero ahora en el plano doméstico, en la cautelosa intervención de Mourau en la discusión entre el presidente y los gobernadores que exigían una aplicación rígida de la cuarentena sanitaria, tenazmente resistida por Bolsonaro, quien insistía en su tesis de que “Brasil no puede parar”.
En el elenco gubernamental sobresalen otras dos personalidades militares relevantes con escasa exposición pública. Una es el general Augusto Heleno, ministro de Seguridad Institucional, quien fuera oficial instructor del cadete Bolsonaro en el Colegio Militar e integró su equipo de campaña. La otra es el general Eduardo Villas Boas, ex comandante en jefe del Ejército, considerado el más calificado portavoz de la doctrina militar brasileña y actual asesor presidencial.
Especialistas en megacrisis
Desde el estallido del “Lava Jato”, un escándalo de corrupción que no sólo hirió mortalmente al gobierno de Dilma Rousseff y al Partido de los Trabajadores sino que afectó al conjunto de la dirigencia política tradicional y creó las condiciones propicias para el meteórico ascenso de Bolsonaro, las encuestas indican que las Fuerzas Armadas son la institución que goza de mayor imagen positiva en la opinión pública.
En Brasil, la transición democrática materializada en 1985 no tuvo las características traumáticas de otros procesos similares en la región. En un país con 17.000 kilómetros de fronteras, las Fuerzas Armadas estuvieron históricamente vinculadas con la política doméstica. El derrocamiento de la monarquía y la fundación de la república en 1889 fueron el resultado de un movimiento militar. Los militares estuvieron también activamente involucrados en la preservación de la seguridad interior. Incluso la reforma constitucional de 1988 les reconoció su función como garantes del orden público. Con mayor o menor incidencia en las decisiones políticas, los uniformados nunca estuvieron alejados del sistema de poder.
Esa tradición potenció con la destacada participación de los militares brasileños en el comando de las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas que entre 2004 y 2017 tuvieron a su cargo la reconstrucción de Haití y les otorgó una experiencia política adicional. Durante esos 13 años consecutivos, generales brasileños estuvieron a cargo de la administración y mantenimiento del orden en un “Estado fallido” en un escenario de descalabro económico y violencia generalizada.
Aquel desempeño tuvo un elevado reconocimiento internacional. En 2017, al finalizar esa misión en Haití, la ONU confió a un general brasileño el comando de las Fuerzas de Paz en la República del Congo, envuelta en una situación de desintegración territorial mucho más grave en la que decenas de grupos guerrilleros y pandillas criminales disputaban negocios de extorsión a las compañías mineras, el narcotráfico y el tráfico ilegal de armas y de personas.
Esos pergaminos internacionales inspiraron al gobierno de Lula para encargar al Ejército la tarea de pacificación de un sector de las “favelas” de Río de Janeiro que habían sido capturadas por el narcotráfico. Ese antecedente le permitió también a Michel Temer, durante el interinato que sucedió a la destitución de Rousseff, encomendar a los militares para que se hicieran cargo directamente de la seguridad pública del estado de Río de Janeiro. Significativamente, esa misión fue confiada a Braga Netto. Al asumir esa función, el flamante jefe de la Casa Civil de Bolsonaro tuvo una frase premonitoria: “Río será un laboratorio para Brasil”.
Cuando la remoción de Moro ratifica que la coalición oficialista que sirvió para que Bolsonaro gane las elecciones pero no le alcanza para gobernar, mientras el Partido de los Trabajadores lame todavía las heridas de su derrota y la oposición centrista comparte con sus adversarios del PT el estigma de la corrupción, el avance del Covid-19 comienza a producir estragos en la población. No resulta entonces difícil prever que en las próximas semanas el poder militar, sin afectar la legalidad constitucional, ocupe ese vacío, asuma la responsabilidad del combate contra la pandemia y, sea con Bolsonaro o con Mourau, se plante en el centro de la escena, seguramente con un alto consenso popular.
El autor es vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico