“Te saludo, no te bajes. Ya recibí tu carta. Sí, sí, sí, ya recibí tu carta”, repitió el hombre mientras extendía su brazo para estrechar la mano de una mujer sentada dentro de una camioneta. Ocurrió en Badiraguato, Sinaloa, el pasado 29 de marzo. Así fue el saludo entre Andrés Manuel López Obrador y María Consuelo Loera Pérez.
La escena podría ser trivial, una cortesía con una nonagenaria. Si no fuera que el hombre es el presidente de México y la mujer es la madre del narcotraficante más notorio del planeta: Joaquín Guzmán Loera, El Chapo. Y si no fuera que en dicha carta la señora le pide al Presidente que interceda ante las autoridades estadounidenses para que le autoricen viajar a visitar a su hijo, quien cumple una condena de por vida en un penal de Colorado.
“Voy a hacer el trámite”, aseguró el presidente al día siguiente invocando “razones humanitarias”. El gesto presidencial fue agradecido pero de antemano, quizás a sabiendas de una respuesta positiva. Nótese: “En espera de seguir contando con su apoyo (énfasis y subrayado míos), le deseo que nuestro Señor Jesucristo lo ilumine y lo colme de bendiciones en esa tarea que el pueblo de México le asignó”, concluye la misiva.
El “apoyo” y la empatía de López Obrador no pueden ser considerados como algo menor. Las acciones de un Jefe de Estado son siempre actos de ese Estado, más aún si comprenden una diligencia diplomática en el marco de la relación bilateral más importante del país. Ello es inexplicable, considerando que tres días antes, el 26 de marzo, el Departamento de Justicia de Estados Unidos imputó a Maduro y otros 14 jerarcas de su régimen por narcoterrorismo y crímenes afines.
En otras palabras, mientras el gobierno de Estados Unidos intensifica su presión sobre el Cartel de los Soles, sostén de la dictadura venezolana, el presidente de México decide interceder ante ese mismo gobierno en nombre de la madre del capo de otro cartel, el de Sinaloa. Incomprensible por decir lo menos.
Dicho acercamiento tampoco es la primera señal de López Obrador hacia el Cartel de Sinaloa y la familia Guzmán. En octubre pasado, en Culiacán, las fuerzas del orden apresaron al hijo del Chapo. Con mayor poder de fuego, el cartel lanzó una ofensiva masiva contra el ejército y la policía. Ovidio Guzmán fue entonces liberado por orden del propio Presidente, una verdadera capitulación del Estado. A propósito, Badiraguato es ciudad natal del mismísimo Chapo.
Ello ilustra y colorea las nuevas expresiones de la narcopolítica en México, la definitiva constitución del narcotráfico como actor político. Dos estructuras de poder interactúan cada vez con más intensidad, en una amplia geografía y exhibiendo mayor capacidad de penetración de las instituciones públicas. Separadamente han hecho daño; en combinación, estragos.
La primera es la naturaleza dual del sistema político. Desde la transición de 2000, han coexistido en México dos órdenes contrapuestos. Uno, basado en instituciones nacionales democráticas, colindante con, y superpuesto a, una serie de autocracias estaduales. Se trata del “autoritarismo subnacional”, un pacto de conveniencia entre las elites regionales, que conservan sus enclaves, y las del centro, que así neutralizan demandas. Una suerte de descentralización perversa, sino ilegal.
La segunda es el surgimiento de nuevas formas del crimen organizado. Más violento y organizado en células relativamente autónomas, dicho diseño lo ha hecho más resistente a la coerción del centro. Ello ha permitido al narcotráfico capturar las instituciones del poder subnacional. Es la colusión de la política y el cartel, alguna vez lo llamé autoritarismo “criminal”-subnacional.
Con ello se desarrollaron economías de escala, un modelo de negocios tanto como una estrategia de control territorial, condición que garantiza las utilidades. Ya no alcanza con los limitados feudos provinciales, Sinaloa, Chihuahua, Jalisco, o Michoacán. Crecer o perecer es el imperativo, en México y más allá. La violencia se ha multiplicado, los muertos se cuentan de a docenas.
Si el negocio es transnacional, el mercado es global. Aquí también el Cartel de Sinaloa es el líder de la industria. Su presencia es rutina en el estado venezolano de Zulia, fronterizo con Colombia, por ejemplo, incluyendo una creciente cantidad de vuelos ilegales y delitos colaterales. Lo cual sugiere que una estrategia de fusión de carteles (M&A, mergers and acquisitions) será lo racional, al igual que en tantos sectores de la economía.
Narcotráfico y dominación, entonces, economías de escala y control territorial. Se trata de un verdadero Estado paralelo que permea y compromete la integridad del propio Estado mexicano. Los gestos de López Obrador con la familia Guzmán no hacen más que exacerbar el problema, normalizan al Cartel de Sinaloa. Con ello, el Estado deja de ser “de Derecho”.
En esto no hay excusa para la ingenuidad. No parece ser que el Presidente perciba el principal riesgo de sus acciones. Concesiones explícitas a los narcos solo sirven para nacionalizar el autoritarismo criminal-subnacional. Si ello ocurre el futuro de México será Venezuela, justamente, donde el autoritarismo es criminal-nacional y su casa matriz es el propio Palacio de Miraflores.
Lo que está en juego es de vital importancia y más allá de México. Se trata de determinar si la presencia del narcotráfico en la política de la región, la narcopolítica, es legítima. Si la respuesta es afirmativa, América Latina, alguna vez llamada “zona de paz” en una cumbre regional, pues no tendrá paz y, desde luego, mucho menos democracia.
López Obrador y sus seguidores siempre hablan de “Cuarta Transformación”, “cambio de régimen” y otros slogans similares. Paradójicamente tal vez el cambio esté ocurriendo, ya sea por acción o por omisión, por diseño o por indolencia. Sin duda que no es un cambio deseable.