Dudar es contagiar

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Control policial en el sur
Control policial en el sur de Italia (REUTERS/Alessandro Garofalo)

El título podría ser parte de los eslóganes de los seguidores del Gran Hermano en la novela de George Orwell 1984 y describe bastante el ambiente de discusión de la crisis del coronavirus. El que duda de las soluciones policiales propuestas es la infección en sí misma.

Lo más peligroso de la forma en que se encara la situación es la fuerte tendencia a la unificación de visiones. Eso no es ciencia, es religión. Su único resultado está a un nivel primitivo emocional de una gran masa asustada que pide resoluciones firmes. Después vemos si sirven, pero que sean bien firmes. Permite identificar a los infectados de indisciplina y falta de sometimiento, como los que viajan a Europa o pasean al perro, para expiar la infección en el gastado recurso de la autoridad omnipotente.

Tal cosa no está facilitada por la ciencia como método, sino por el ambiente científico y sobre todo su sometimiento no resistido a la burocracia estatal que abusa de las matemáticas para recurrir a modelos que pretenden predecir, pero que se convierten en la trampa de reemplazar la observación de la realidad que es compleja, por un diseño simple en el que todo lo que queda afuera no es modelo y no es “ciencia”. Esto lo vemos desde los inicios de esta crisis cuando se tacha de inmoral el entrar en consideraciones económicas, tara que nos viene de la tradición católica. Cuando los políticos dicen que están decidiendo entre la salud y la economía y están optando por la primera, están suponiendo que ambas cosas no están interconectadas o son en muchos casos la misma cosa; que la enfermera tiene que pagar la cuenta del supermercado y las jeringas requieren una fábrica, el hospital luz eléctrica, etc. La distorsión es el planteamiento de un dilema moral en el que, una vez resuelto, somos los buenos y estamos sanos. Los buenos que nos pueden matar a todos.

Recordemos cuando los judíos en la edad media eran perseguidos por cobrar interés por los préstamos, algo que es el secreto por el cual quien no tiene capital lo puede conseguir con solo una buena idea. La moralización de la cuestión como pecado, o la resistencia a hablar de la economía en una crisis sanitaria, lleva al desastre. Sin el préstamo a interés estaríamos todos viviendo en chozas. Si hubiéramos querido ser santos en esos términos (sin siquiera entender de verdad el aspecto moral) no hubiéramos llegado a este nivel de desarrollo de la actualidad. Sin economía no hay tomografías computadas, ni barbijos, ni respiradores, ni médicos. Todos estaríamos funcionando a niveles de subsistencia en los que cualquier infección nos podría diezmar.

Eso mismo se aplicó a esta pandemia desde el principio. Pensar fuera del modelo matemático meramente sanitario es tachado de inmoral porque es poner al dinero por encima de la salud, así que nos están condenando a una extinción por falta de recursos que, en realidad, se necesitan incluso para hacer funcionar los modelos en las computadoras.

Lo que se debió enfrentar, que es la complejidad, se simplificó por razones de facilidad analítica y se eliminaron del razonamiento las limitantes que están fuera del modelo. Para quienes fuimos formados en la visión de la Escuela Austríaca de Economía eso no es una novedad. Esta tara se viene repitiendo en el campo económico desde hace más de un siglo. La realidad es el cuadro. Pero resulta que fuera del cuadro cuando se produce una intervención de la autoridad en la economía se genera otro problema no previsto porque la complejidad no puede ser abarcada por una autoridad central y entonces viene otro acto de intervención que termina en el Camino de Servidumbre de Hayek. Es bastante asombroso ver que en el ambiente sanitario está tan claro esto de que los remedios pueden ser peores que las enfermedades. Sin embargo, no lo han podido aplicar a la hora de proponer el uso del remedio mitíco universal: la voluntad del poder, a su propuesta de cuarentena obligatoria. Y lo mismo pasa en economía curiosamente: todo problema tiene una solución consistente en dictar una orden o crear un organismo que lleva el nombre del problema. Con lo cual ni la economía ni el santarismo se necesitan, todo puede ser reemplazado por una comisaría.

Esto va mal. La propuesta es parar todo, algo que nunca se ha intentado antes, de lo que no hay “ensayos clínicos” pero tenemos bastante conocimiento sobre cuales pueden ser sus consecuencias.

El valor en la economía no es físico y es subjetivo. Son personas actuando de acuerdo con sus preferencias. La economía no es logística, que es como los místicos de la autoridad quieren verla, es coordinación de intereses. No se puede atacar a los intereses privados sin destruirla. Pero los políticos se entusiasman con que ahora sí podrán ser los directores de orquesta que quisieran ser. Se les van a morir de hambre los músicos.

Nadie siquiera está analizando que el pánico que se esparce tiene un costo de salud también grande, y eso que esto está fuera del paradigma moral de que solo hay que pensar en salud. Decirles a los grupos vulnerables que no es fatal que se mueran relajaría la disciplina que es el gran ídolo que venerar. Así que sí, resignan la salud, pero no en aras de la economía sino del autoritarismo como remedio universal. Nadie está poniendo en tela de juicio cómo se pone en riesgo la subsistencia de muchos millones de personas mientras no se sabe con certeza cómo parar la pandemia. Si aparece el médico francés que tiene una idea sobre cómo proceder, se van a escudriñarlo y las notas en los diarios hablan de su aspecto, mientras los médicos de televisión lo descalifican.

Ahora revisemos qué han hecho las autoridades sanitarias (nótese, son autoridades, no científicos) en el último siglo. Porque una de las cuestiones que siempre se han planteado a la hora de determinar si el Estado debe intervenir en la salud es justamente el caso de las pandemias, donde el costo de enfermarse se distribuye más allá de los individuos portadores. Se ha dicho hasta el cansancio que para algo como lo que estamos viviendo tiene que haber un ordenamiento público. Pero ¿dónde está? ¿Por qué ningún país, mientras todos tienen ministerios de salud, está preparado para aumentar su capacidad de internación ante una pandemia y nos lo dicen los mismos responsables como si fuera fatal? ¿Por qué no hay reservas de barbijos y respiradores como las hay de petróleo? ¿Por qué no tienen planes para tener personal de enfermería también en reserva? Porque hay que decirlo, los encargados en cada país de tener previsiones al respecto son los mismos que están proponiendo la salida autoritaria sobre la población sana como única respuesta y nos muestran que su propia capacidad de responder a la crisis es fija e inamovible.

Es decir, ¿tenemos todos los protocolos sanitarios y cuando llega la pandemia en lugar de apelar al conocimiento y a las previsiones que ellos hayan tomado tenemos que recurrir al comisario? Todos aceptan que en el modelo de las curvas el umbral de atención hospitalario sea fijo, pero normalmente lo que discutimos en salud durante las campañas electorales son los tratamientos para la obesidad, las cirugías estéticas o de cambio de sexo, porque una catarata de propuestas bondadosas sale con forma de ley del Congreso.

¿No se ha formado una autoridad central de todos estos problemas con la OMS? ¿Dónde está el resultado de aquello para lo que se estaban preparando?

El médico francés Didier Raoult que recomendó los remedios contra el paludismo como tratamiento y que hizo que los diarios argentinos se pusieran a comentar sobre su aspecto (menos mal que Einstein no fue argentino), puso en tela de juicio algo más, que es que los médicos están sometidos a la autoridad estatal en lugar de proceder de acuerdo con su conocimiento y experiencia, algo que otro adelantado Thomas Szasz ya había denunciado.

Lo que consideramos un sistema sanitario es en realidad una administración política de la salud, donde todo debe ser autorizado por la burocracia a la que llegan los que no pueden destacarse en su ciencia y son expertos en el codazo. Así tampoco los farmacéuticos tienen ya libertad para hacer recetas y su profesión ha sido convertida en un modo de obtener monopolios para la venta de medicamentos que hacen unos laboratorios que están a la vez controlados como nada en este mundo. Los medicamentos no están sometidos a la ciencia sino a la autoridad central sanitaria. Tanto control y a la primera pandemia importante nada funciona, solo queda paralizar al mundo para que no muera lo que la existencia de estos organismos nos garantizaba que no podría morir. Por eso su solución no es sanitaria, es métanse todos en sus casas a infectar a sus familiares, asusten a todas las personas mayores como si todas fueran a morir, porque al final no hay respuesta del aparato burocrático que se percibe limitado por un umbral infranqueable que nadie previó que se debería mover y que ve a la economía como una actividad de lujo para la gente sana.

La inseguridad que transmiten estas autoridades sanitarias es tan grande que los únicos ejemplos que quieren considerar son los de Italia y España, porque Singapur, Japón o Corea del Sur nos ponen ante la incertidumbre de falta de magia autoritaria. La salud es al final menos importante que creer en la autoridad.

En las exposiciones de los funcionarios no hay indicio de por qué al final de las cuarentenas obligatorias y las prohibiciones de viajes no vamos a estar en el mismo punto en el que estábamos antes de empezarlas. Simplemente la animación nos dice que estaremos en el después del desborde del sistema, como si se tratara de un salto al futuro.

Las autoridades disponen que solo las actividades vitales continúen en la calle, pero no tienen ninguna conciencia de que toda actividad depende de las demás y, al final, si tienen razón los más expuestos al virus de todos serán los previamente definidos como indispensables. Nada de esto está pensado, no se puede. Dudar es contagiar.

Con el paso de las semanas todo se hará tan insostenible que la desobediencia será generalizada y, si piensan que aumentando el nivel de amenaza lo van a poder manejar, me permito dudarlo. Pondrán al grueso de la población ante la alternativa imposible de subsistir o estar seguros de no infectarse. Dado que el modelo de restricción no parece contemplar un final o un punto más allá del cual no se puede continuar, el riesgo ahora es encontrarnos al final de las medidas autoritarias agotadas, pero entonces los sanos estarán en una posición mucho más desfavorable y los enfermos probablemente en el pico con un aparato sanitario colapsado de todas maneras.

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