Siria y Turquía en guerra: ¿y Rusia?

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La reciente escalada en Idlib está cambiando el panorama de la guerra en Siria y deja entrever la posibilidad de un enfrentamiento armado directo entre las fuerzas de Bashar Al-Assad y las tropas del presidente turco Recep Tayyip Erdogan. Mientras que el primero busca recuperar sus dominios y erradicar la insurgencia islamista, el segundo quiere una zona de contención para mantener el statu quo.

En concreto, al momento de escribir estas líneas, cerca de 50 soldados turcos perdieron la vida tras ataques aéreos sirios, llevados a cabo entre el 27 y el 29 de febrero. Aunque se discute sobre si Rusia estuvo involucrada, cosa que el Kremlin desmiente, lo cierto es que así lo cree Ankara. Como la situación en el terreno se contrapone a sus ambiciones, Erdogan apela ahora a la asistencia de la OTAN, apremiando a Occidente con nada más y nada menos que la carta demográfica. El 28 de febrero el Gobierno turco abrió las puertas de su país para que los refugiados sirios, unos 3,7 millones aproximadamente, puedan desplazarse a Europa si así lo desean.

Estos desarrollos son sumamente relevantes porque difícilmente tengan vuelta atrás. Hasta ahora el conflicto en Siria era visto no solo como una conflagración sectaria, sino también como una guerra proxy o subsidiaria. Desde que el país levantino hiciera implosión en 2011, los actores regionales e internacionales comenzaron a tomar partido por uno u otro bando, apoyando logística y financieramente a milicias armadas contrapuestas. Todo parece indicar que esta etapa de la guerra está terminando, dando paso a un conflicto convencional implícito entre Turquía y el régimen en Damasco, con el agravante del fuerte involucramiento ruso en beneficio de este último.

Teniendo presente los acontecimientos en años recientes, la ofensiva de Assad sobre los rebeldes es lenta pero segura. En este aspecto, la provincia de Idlib todavía se mantiene como el último bastión opositor en el oeste del país. Asumiendo que el terreno sea reconquistado y pacificado –ya sea en los próximos meses o años– el régimen de Assad estaría un paso más cerca de reconstruir soberanía en la llamada “Siria útil”, la región lindante al Mediterráneo que comprende la extensión entre Alepo y Damasco. Si esto efectivamente sucede, Assad estará confirmando la irreversibilidad de sus victorias. Se trataría de un hito tan simbólico como estratégico que auguraría la apertura de nuevos frentes de combate en la zona limítrofe con Turquía.

Erdogan ha invertido muchísimo capital político y militar en la campaña anti-Assad, acaso el único punto en común que comparten los detractores seculares y religiosos del régimen sirio. Por otra parte, Turquía ha sabido capitalizar el desmembramiento de Siria para realizar anhelos nacionalistas insatisfechos, tipificados en la denominada doctrina neootomana. En esencia, esta consiste en recuperar los espacios geopolíticos del Levante y el norte mesopotámico, históricamente bajo control o influencia del otrora Imperio otomano.

En vista de los nacionalistas turcos, el trazo limítrofe entre Siria y su país es una afrenta histórica que finalmente puede ser reparada gracias a la inestabilidad contemporánea. Al caso, cabe mencionar que en 1939 los tucos se anexionaron, con el beneplácito de París, la provincia de Hatay, que hasta entonces había formado parte del mandato francés en Siria formado tras el tratado de Lausana de 1923. Dicha provincia contiene las antiguas ciudades de Antioquia (Antakya) y Alejandreta (Iskenderun) y en los papeles la controversia territorial persiste. Hatay limita al este con Idlib, y Turquía está decidida a prevenir la consolidación del régimen damasceno. La caída de Idlib podría resultar en la expulsión de tres millones de refugiados hacia la frontera turca y truncar los objetivos estratégicos de los nacionalistas.

A largo plazo, Ankara desea formalizar una zona de injerencia que taponee la extensión del Estado sirio. Sin importar si Turquía independizaría a Idlib como entidad satélite, o si procuraría llevar a cabo una anexión de facto –tal y como ya ocurre en el norte de Siria–, su prioridad consiste en hacer valer un cese al fuego que rubrique la nueva repartición territorial.

Sin ir más lejos, el 29 de febrero Erdogan pidió públicamente el establecimiento de una zona colchón (buffer) de 30 kilómetros que distancie a las fuerzas castrenses en la contienda. Para el eje Moscú-Damasco esta propuesta es inadmisible, pues tienen todas las posibilidades de ganar. Ante esto, Ankara insta a respetar la tregua acordada en mayo de 2017, cuando Rusia, Turquía e Irán se comprometieron a hacer de Idlib una zona de desescalada.

Los problemas de Erdogan no terminan allí. Podría decirse que Turquía tiene problemas con todas las potencias y los Estados del vecindario. Si bien está en las antípodas con Irán en lo que concierne al régimen de Assad, respeta los intereses persas en Irak, so pena de ganarse el oprobio de Arabia Saudita y polemizar con Estados Unidos. En el conflicto libio, Ankara apoya a Trípoli y Egipto a Tobruk. Además, la retórica revisionista y panislamista de Erdogan tampoco ayuda a calmar los ánimos en otras capitales árabes. Tampoco a mejorar las relaciones con Grecia o con Israel.

Atenas impidió que la OTAN publicara un comunicado solidarizándose con la muerte de soldados turcos en Siria. En todo caso, tal comunicado no hubiese representado más que una formalidad; una obligación contractual antes que un sincero apoyo moral. La Alianza del Atlántico resiente que Turquía, la oveja negra de la familia, haya tomado la irreverente decisión de comprar sistemas misilísticos rusos S-400, una jugada pensada para desafiar y marcar pautas y no así para reforzar las capacidades estratégicas de las fuerzas armadas. Irónicamente, Turquía le pide ahora a Estados Unidos misiles Patriot para ser desplegados en Idlib y así disuadir futuros ataques hechos con cazas de combate de fabricación rusa.

Finalmente, por lo dicho anteriormente, a la Unión Europea no le cae nada bien que Turquía utilice a los refugiados como táctica de extorsión para conseguir el apoyo que desesperadamente necesita. Según cifras del ministro de Interior turco, publicadas el 29 de febrero, en 24 horas por lo menos 47,000 migrantes cruzaron la frontera.

La única opción viable que le queda a Turquía es forzar algún tipo de intermediación estadounidense para obligar a Washington a que le ponga límites a Moscú. Pero debido al carácter confrontativo de Erdogan de cara con otros líderes internacionales, y su utilización del conflicto sirio para apalancarse domésticamente, algunos analistas perciben que la endeble situación de Turquía es autoimpuesta. La ven como un derivado del pobre manejo diplomático y la falta de pragmatismo de un “sultán” prepotente que se autoencomendó la tarea de recuperar las glorias del pasado. Dicho sea de paso, el líder no está abierto a negociar con Assad y no permite que la prensa y la oposición expresen disenso hacia la campaña en Siria.

Por estas razones, la suerte de Erdogan está echada, en tanto se ha vuelto inseparable del devenir de la guerra en Siria. A mi parecer, esto hace que la posibilidad de un conflicto a mayor escala aumente considerablemente. La supervivencia política del oficialismo depende de algún tipo de victoria irreprochable, que en condiciones normales Turquía no está en condiciones de entregar. En este sentido, más allá de que Assad y Erdogan ya estén en guerra, la cuestión clave pasa por lo que vaya a suceder con Rusia. Aunque por diestra las partes dicen coincidir en prorrogar sus diferencias, por siniestra desplazan fichas en el tablero y hacen planes para enfrentar contingencias.

Rusia ya envió dos naves de guerra desde el Mar Negro para reforzar su presencia en el Mediterráneo oriental. Pero en el futuro Ankara podría cerrar el paso del Bósforo en Estambul, evitando así que más navíos rusos puedan llegar a las costas sirias. De momento, los turcos desplegaron en Idlib sistemas de defensa aérea portátiles (MANPADS por sus siglas en inglés). Según fuentes rusas, en los últimos días los turcos han disparado más de quince veces contra cazas sirios y rusos, cosa a que su vez habría precipitado los bombarderos contra las posiciones turcas. A juzgar por el incidente del Su-24 ruso derribado por Turquía en 2015, la respuesta de Moscú podría llegar a ser contundente.

La respuesta más razonable es que los turcos no pueden darse el lujo de antagonizar a los rusos. Más de la mitad del gas natural que consume Turquía proviene de Rusia y ambos Estados están asociados en el oleoducto Turk Stream que exporta gas a Bulgaria y desde allí al resto de Europa. No menos importante, el comercio bilateral supera los 25 mil millones de dólares. Sin embargo, en Medio Oriente suelen tomarse decisiones irresponsables cuando los ánimos están calientes, y en el contexto actual un incidente grave podría desencadenar una seguidilla de actos desafortunados.

Por lo pronto, Erdogan anunció que Turquía se encuentra en una “lucha histórica y vital por su presente y futuro”, comparando las disyuntivas de hoy con las adversidades de hace cien años, cuando el país luchaba por su independencia. A mi modo de ver las cosas, esta grandilocuencia populista no se condice con los esfuerzos por preservar la paz, y podrían vaticinar mayores tragedias.

El autor es profesor de coyuntura y asuntos internacionales en la Universidad ORT de Montevideo

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