El 28 de enero la Casa Blanca dio a conocer la “Visión por la Paz” para resolver el conflicto israelí-palestino. Donald Trump hizo el anuncio del proyecto en compañía de Benjamin Netanyahu, pidiendo al liderazgo palestino aceptar la iniciativa. Para los partidarios de la alianza israelí-estadounidense, se trata de una solución ingeniosa que busca diferir controversias políticas por medio de un paquete económico y un plan de infraestructura sin precedentes. En cambio, para sus detractores, es un plan insípido, tan tendenciosamente proisraelí que se hace impracticable.
¿Qué lectura debe hacerse entonces del asunto? Si bien el programa estadounidense fue boicoteado de antemano por el liderazgo palestino, lo interesante es que Trump cuenta abiertamente con el apoyo de Arabia Saudita, Egipto, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. Este es un desarrollo sin parangón en la historia del problemático proceso de paz iniciado formalmente con los acuerdos de Oslo de 1993. Más allá de los parámetros estipulados en el programa, en la alta política árabe queda claro que el conflicto no será resuelto mediante la iniciativa de los palestinos. En esta posición existe un reconocimiento implícito a Israel como potencia regional, y una valorización de la consecuente necesidad realista de normalizar relaciones diplomáticas en cuanto sea posible.
Incluso si el programa de paz no es llevado a cabo, la “Visión por la Paz” ofrece un marco para que los países árabes que no reconocieron formalmente a Israel puedan hacerlo. De alguna manera, justamente gracias a la parcialidad del plan, la pelota está en la cancha palestina; de modo que todo fracaso en la implementación recae discursivamente en la falta de voluntad de los líderes palestinos. Aunque el plan de Trump puede leerse como una imposición unilateral, demuestra simultáneamente la transversalidad del pragmatismo y la fuerza militar en la política internacional. No obstante, sería erróneo decir que los Estados árabes están dispuestos a sacrificar el bienestar de los palestinos en pos de normalizar relaciones con Israel.
El plan de Trump es marcadamente proisraelí, pero solo en tanto reconoce realidades prácticamente inalterables. Considera a Jerusalén como indivisible y es ambiguo frente a la posibilidad de que los palestinos fijen su capital al “este” de la ciudad. Además, concede permiso para que Israel anexe los asentamientos y el valle del Jordán. Reclama un Estado palestino desmilitarizado y la destitución de Hamás de la Franja de Gaza. También imparte que no se permitirá el reasentamiento (en Israel) de los descendientes de refugiados palestinos que escaparon de las guerras árabes-israelíes.
El plan de paz pretende apaciguar o compensar a los palestinos mediante un programa extensivo de “construcción nacional”, lo que los anglosajones conocen como nation building. En resumen, lo que se busca es darle a los árabes la infraestructura necesaria para crear un Estado económicamente viable con oportunidades al alcance de todos. Para ello se propone inyectar, en un plazo de diez años, cerca de 50 mil millones de dólares en la economía palestina. Entre los proyectos anunciados, se crearán túneles o puentes para dar continuidad física a los territorios palestinos cortados por los asentamientos (enclaves) judíos. Asimismo, se creará un túnel conectando Gaza con Cisjordania.
Los palestinos tendrán acceso a los puertos israelíes para comerciar y, a modo de intercambio de territorio, verán la creación de un polo industrial y un área agrícola y residencial en el desierto del Néguev, cerca de la frontera con Egipto. En teoría, estas concesiones duplicarían la cantidad de territorio que los palestinos controlan en la actualidad. Teniendo en cuenta que todo el establecimiento político israelí dio su beneplácito a esta idea, el interrogante clave consiste en preguntar qué tantos incentivos necesitan Mahmud Abás y compañía para dejar pasar la humillación de no haber sido consultados durante el armado del plan.
Por otra parte, también hay que tener presente que el acuerdo busca poner fin a “la guerra de narrativas”, acaso el verdadero factor psicológico que propicia la hostilidad entre las partes: se pide que los palestinos reconozcan a Israel como Estado judío. Pero aunque esta cualidad es evidente, reconocerla en público equivale a conceder legitimidad a dicha estatidad. Discursivamente hablando, Israel dejaría de ser un Estado ocupante, colonial, o imperialista. El sionismo dejaría de tener estas connotaciones en la labia oficial de la política palestina y pasaría a representar el movimiento de autodeterminación judío.
No por poco, ningún líder palestino ha podido superar esta barrera psicológica. Conllevaría la renuncia de reclamos maximalistas, el fin simbólico y real de “la resistencia”, y la destitución de la narrativa de victimización que actúa como principio fundacional del nacionalismo palestino. En Medio Oriente quienes toman decisiones valientes de esta índole quedan expuestos a la furia de sus conciudadanos. Como es sabido, a veces esta ira se vuelve asesina.
Aún si el liderazgo palestino presente o futuro acepta esta condición, será muy difícil derogar la retórica adversa hacia la idea del Estado judío. En esta duda yace un viejo debate historiográfico acerca de qué factor es más crítico a la hora de determinar el comportamiento de los seres humanos: ¿las circunstancias materiales o la cultura y religión? El plan en cuestión busca que la mejoría de las primeras desgaste la influencia de las segundas. Desde mi lugar, de momento comparto el escepticismo que exponen los propios palestinos. Solo vasta corroborar que Hamas no tiene intención alguna de dejar el poder en Gaza. Cualquier concesión palestina podría ser explotada demagógicamente por los extremistas para reanudar la violencia.
Podría decirse que el plan de paz de Trump concede la “victoria” a Israel y dictamina los términos de rendición de Palestina. El reconocimiento de la estatidad árabe, que se asemejaría a una colección de cantones rodeados por Israel, quedaría supeditado al cumplimiento del contrato y al abandono de la violencia. Algunos comentaristas afirman que el plan representa el fin definitivo de la “solución de dos Estados” como guiamiento para la resolución del conflicto. Sea cual fuera el caso, los palestinos no estarán en igualdad de condiciones para negociar y no podrán tener un Estado territorialmente contiguo o plenamente soberano.
Así y todo, en vista de las circunstancias y los fracasos del pasado, para bien o para mal el plan de Trump constituye la propuesta más ajustada a las realidades concretas. Como no contempla intercambios o desplazamientos poblacionales, la “Visión por la Paz” representa la creación de un marco jurídico para legitimar el statu quo. Por este motivo, el politburó de Mahmud Abás estará arrinconado para tomar la propuesta como punto de partida para futuras negociaciones, so pena de verse aislado de las capitales árabes más influyentes. Este es un factor que los rivales demócratas de Trump desconocen o minimizan intencionalmente.
Sin duda, los palestinos esperan que Trump pierda las próximas elecciones de 2021. En su idealismo, candidatos como Bernie Sanders y Elizabeth Warren han rechazado tajantemente las proposiciones anunciadas, pero no queda claro cómo reaccionarían frente a las garantías y disposición favorable de las monarquías del Golfo, apremiadas por hacer la paz con Israel y hacer frente común contra Irán. En base a esta consideración, quedará por verse qué posición adoptará la Unión Europa y Rusia, actores que podrían facilitar un acuerdo o, por el contrario, retrasarlo. En mi opinión, el mejor testimonio a favor de la iniciativa estriba precisamente del consenso que genera entre los representantes del mundo árabe.
Ahora bien, en lo inmediato, la única certidumbre es que el plan de paz es servicial a las urgentes necesidades políticas de Trump y Netanyahu. Mientras que el primero hace gala de sus proezas diplomáticas durante la tormenta del impeachment, el segundo logra un tanto que podría traducirse en más votos de cara a las próximas elecciones de marzo. Netanyahu está siendo investigado por corrupción en un contexto de parálisis política. Desde 2019 se han llevado a cabo dos elecciones generales y ninguna plataforma ha logrado formar Gobierno.
Por esta razón, aunque el plan de Trump tiene potencial para marcar un antes y un después en el proceso de paz, en el corto plazo su relevancia quizás se refleje mejor en términos electorales, especialmente si se convierte en el puntapié que Israel necesita para salir de su crisis política.
El autor es licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en estudios de Medio Oriente por la Universidad de Tel Aviv. También se desempeña como consultor en seguridad y analista político. Su web es FedericoGaon.com.