La discusión sobre el “veto parental” de esta semana dejó en evidencia la conformación de dos nuevos polos políticos que serán los que disputarán la agenda pública de la España de los próximos años.
Así como viene ocurriendo en varios países de Latinoamérica, en estos días se instaló la discusión sobre qué deben aprender los chicos en la escuela y qué no. Qué es educación y qué es “adoctrinamiento”. Si la educación de los chicos está a cargo de los padres o es responsabilidad del Estado.
El “pin parental” -como prefiere llamarlo el líder de Vox, Santiago Abascal- se trata de que los padres tengan derecho de decidir si sus hijos asisten o no a asignaturas donde se impartan contenidos que a ellos no les gusten o no quieran para sus hijos. Obviamente el acento se pone en cursos escolares que tengan algún contenido relacionado a políticas de género, colectivos LGTBI o sexualidad y esa es la chispa que enciende la más acalorada de las pasiones. Ante esta discusión ideológica de enfrentamiento de posiciones casi dogmáticas, Vox y el Partido Socialista (PSOE) se remangan la camisa y comienzan a bailar al son de sus ideologías. Es un terreno que les gusta y se sienten cómodos en cada esquina del cuadrilátero.
Unos dicen que pretenden “adoctrinar” a los chicos en “ideología de género” para que terminen siendo homosexuales, feministas, abortistas y comunistas. Otros, que los niños tienen derecho a una educación amplia en valores igualitarios más allá de si sus progenitores son unos homófobos intolerantes o unos fervientes seguidores del “terraplanismo”. Unos atacan con una interpretación de los Derechos del Niño, los otros con la Constitución. Unos con “razonamiento romanticista”, otros con pura pasión hooligan. A ambos les sirve esta pelea dialéctica y sentar precedente para las próximas batallas: entre ellas una nueva reforma educativa que debería aprobarse este año, la séptima desde 1980.
En medio, quedan los chicos. Chicos como el líder del Partido Popular (PP) Pablo Casado, quien, como en el patio del colegio, mira desde afuera el partido sin encontrar un lugar en el espectro político donde se sienta cómodo. Vox lo empuja por derecha y lo desangra con una agenda prepotente, irreverente y osada. Ciudadanos, que está a un paso del abismo, le tienta, pero le teme al centro que otrora embanderó Albert Rivera; para ello debería colaborar con Sánchez aportándole gobernabilidad o votándole los presupuestos, y eso le incomoda. Casi que sería traicionarse a sí mismo. Apoyar a aquel que, tras ganar las elecciones, le quitó el gobierno al PP en algo así como los escritorios de la FIFA. La herida de la moción de censura no cicatrizó en él aunque ya hay referentes de su partido que le demandan un giro al centro. Pero Casado en su fuero personal -y en el de sus alfiles más cercanos- se siente más cerca y quisiera el lugar de Abascal, a quien ellos mismos desterraron de las juventudes populares hace años. El problema es que no soporta cargar con la cruz de Vox. Lo que para Abascal es una mochila liviana que se aligera con cada golpe de la izquierda, para Casado sería un tormento. El hombre que para ganarse a la tribuna dice tener un familiar en cada región que visita o que lo unen lazos inquebrantables hasta con Ceuta y Melilla no soportaría el calvario de decir lo que piensa: o porque sería darle la razón a Sánchez o porque sería lo mismo que dice Vox.
Abascal, a sabiendas de que su reciente partido aún no estaba en condiciones de liderar un Ejecutivo, brindó apoyos de gobernabilidad con los populares a cambio de apropiarse de una agenda mediática que contrasta con Sánchez. Casado cayó en la trampa y se ve atrapado en el discurso de Vox. Sabe que las imitaciones en política son un fracaso pero no encuentra una luz que lo ayude a escapar. Quizá tenga una oportunidad con los presupuestos. Si el PP no despierta rápido y recupera la iniciativa, dejará en manos de los ultras el liderazgo de la oposición española. Por la democracia y por esos chicos que no necesitan veto alguno, esperemos que no.
El autor es consultor y analista político