¿Guerra en el Mediterráneo oriental?

Guardar
El presidente turco Recep Tayyip
El presidente turco Recep Tayyip Erdogan (REUTERS/Toby Melville/File PhotoI

Las tensiones entre Turquía y Grecia están llegando a un punto álgido que refuerza la hipótesis de conflicto entre ambas naciones. El foco de controversia se centra en la pugna por influencia en el Mediterráneo oriental y control sobre los ricos yacimientos de hidrocarburos descubiertos en la última década, particularmente en el mar levantino.

Estas controversias reflotaron en la prensa mundial el 27 de noviembre, luego de que se anunciara una alianza militar entre Turquía y Libia. El acuerdo firmado está orientado precisamente a marcar territorialidad sobre el mar. A grandes rasgos, a cambio de reconocer la zona económica exclusiva (EEZ) que reclama Ankara, el Gobierno libio internacionalmente reconocido, con sede en Trípoli, espera recibir apoyo castrense y logístico para ganar la guerra civil y repeler al Gobierno instalado en Tobruk.

La relevancia del acuerdo estriba en su finalidad declarativa. Es la primera vez que Turquía consigue que otro Estado legitime explícitamente sus intereses. Si bien Trípoli se encuentra en una situación endeble y dista de ser un actor legítimo en todo sentido, el acuerdo trasciende lo simbólico. En efecto, sienta un precedente que denota una política exterior turca más frontal y asertiva. Además, tal vez más importante todavía, fija la intención de escindir Chipre de Grecia.

En términos prácticos, el acuerdo traza un perímetro sobre el mar que va desde la antigua región de Licia en Anatolia hasta Cirenaica en África, apenas rozando la isla de Creta. En clave geopolítica, esto significa que Turquía se está abocando por deslindar a Grecia –y con ella a la Unión Europea– de su jurisprudencia sobre las aguas chipriotas. Si esta intención se militariza, Turquía estaría plantándose para evitar que actores occidentales exploten los probables yacimientos gasíferos que quedan por descubrirse en el Mediterráneo oriental.

Esta jugada puede ser vista como una respuesta al “triángulo energético” conformado por Grecia, Chipre e Israel. Esta alianza tripartita busca establecer un oleoducto, llamado EastMed, para transportar el gas de los yacimientos levantinos a Europa, omitiendo los reclamos o las aspiraciones de Turquía. Pero en cierta forma, el acuerdo con Libia va más lejos que un mero cálculo estratégico.

En la cosmovisión turca, este desarrollo representa un paso concreto para reparar las injusticias cometidas contra el país hace cien años, luego de la repartija territorial del Imperio otomano. A juzgar por los postulados revanchistas que publican los intelectuales nacionalistas desde hace años –tanto filoislamistas como seculares–, en este asunto también yace una cuestión de honor. Se trata de la pasión neootomana encauzada a recuperar las glorias del pasado.

En esta narrativa, el paso siguiente consistiría en asentar soberanía sobre las islas griegas del Egeo. El presidente Recep Tayyip Erdogan y los suyos expresan un lenguaje beligerante al respecto, y no obstante acusan a Atenas y a Occidente de cercenar los derechos históricos de los turcos. En este sentido, Ankara argumenta que Grecia lleva a cabo políticas expansionistas sobre el mar, en detrimento de los musulmanes de Medio Oriente y África del Norte.

Concretamente, este año Grecia dio luz verde a capitales franceses y estadounidenses para explorar las aguas del mar Jónico y en las inmediaciones de Creta en busca de hidrocarburos. Dadas las disputas territoriales, Turquía sostiene que estas acciones son provocaciones que dan cuenta del supuesto unilateralismo de Atenas.

Desde el punto de vista griego, estas tensiones remiten a una amenaza existencial. El resquemor de los helenos está ligado no solamente a consideraciones estratégicas, pero también arraigado en sus memorias colectivas. Si el planteo neootomanista busca reconstruir la esfera de influencia de la otrora superpotencia mediterránea, Grecia y las islas que la componen están condenadas a estar entre los primeros objetivos de una ofensiva.

Los griegos mantienen una antipatía institucionalizada hacia turcos y musulmanes que proviene del recuerdo de sumisión bajo el imperialismo islámico. Un siglo atrás este resentimiento se canalizó en el belicismo que llevó a la guerra turco-griega de 1919-1922, cuando los nacionalistas ortodoxos intentaron redimir Constantinopla y restaurar el poderío bizantino. Aunque este escenario no aconteció, la paz subsecuente ratificó el control de Grecia sobre el Egeo. Por eso, hoy en día Atenas se contenta con garantías de que Turquía no busque alterar este balance con políticas revisionistas y revanchistas.

Es evidente que la desconfianza entre turcos y griegos es un problema de larga data que no se resolverá de la noche a la mañana. En lo inmediato, mes a mes, estas tensiones dan como resultado “combates aéreos virtuales”, donde cazas de cada nación intercambian advertencias sobre espacio aéreo disputado. Sin embargo, el acuerdo entre Turquía y Libia trae aparejado una serie de preguntas proyectadas al mediano y largo plazo que vale la pena revisar.

Un interrogante importante gravita sobre la dudosa voluntad de pelear de los europeos. Más allá de que los países occidentales respaldan a Grecia, es incierto hasta qué punto estarían dispuestos a llegar para salvaguardar su soberanía e integridad. Si hay algo que demostró la crisis ucraniana de 2014 es que Occidente no está preparado para responder a los designios revisionistas de las potencias ascendentes. Una dinámica similar se observa en Hong Kong y en el teatro de Asia pacífico, donde China expande su dominio sin impedimentos.

Esta observación lleva a la espinosa cuestión de la membresía turca en la OTAN. La invasión turca de Chipre en 1974, que devino en la partición de la isla, demostró que la Alianza del Atlántico Norte puede sobrevivir a un enfrentamiento limitado entre dos países miembros. No obstante, las circunstancias de hoy son diferentes a aquellas de la Guerra Fría. Esto se debe a dos o tres razones fundamentales.

Por un lado, Estados Unidos no necesariamente cuenta con la misma influencia o nivel de disuasión que tenía décadas atrás, como para imponer un cese al fuego inmediatamente sin siquiera mover un dedo. Acosado por conflictos recurrentes en la región, Washington viene demostrando que no tiene una estrategia clara para Medio Oriente. Al caso, a pedido de Erdogan, y en beneficio de Irán, últimamente los estadounidenses abandonaron a sus aliados kurdos en Siria y en Irak.

Por otro lado, el agotamiento norteamericano acontece con una Turquía más asertiva y revisionista: una que está cambiando las vestiduras kemalistas por atributos islamistas. Es un país que reclama para sí la herencia islámica del Imperio otomano. En términos estratégicos, se entiende a sí misma como una potencia euroasiática en ascenso; acaso en vías de enmendar el pasado, lo que es decir, las conquistas occidentales del último siglo. Esta orientación es por lo pronto contradictoria con la identidad liberal de la OTAN.

A este planteo habría que sumar las fuertes discusiones internas acerca de la relevancia y el futuro de la OTAN. Mientras Donald Trump es ambiguo y contradictorio al respecto, el presidente francés, Emmanuel Macron, piensa que “la OTAN sufre muerte cerebral”, cuestionando el principio de defensa colectiva basado en la premisa de que Europa siempre podrá apoyarse en Estados Unidos. Sin ir más lejos, Macron cita como evidencia este caso, en donde la alianza no ha sabido “planificar” o actuar en pos de desescalar “la agresión de Turquía”.

Este tipo de disyuntivas internas causan sosiego en Atenas y proyectan una imagen de debilidad que actores como Turquía, Rusia, China e Irán podrían aprovechar para sus propios fines contestarios a Occidente. Así y todo, otro interrogante en el plano mediterráneo tiene que ver con la actitud de Moscú. El antagonismo mutuo hacia Washington aúna a hombres fuertes como Vladimir Putin y Erdogan. No por poco, la decisión de Turquía de comprar el sistema antiaéreo ruso S-400 de última generación es uno de los tantos ejes de controversia con Estados Unidos.

Ahora bien, aunque ambos fortachones buscan una geopolítica más acorde con el papel histórico del difunto imperialismo ruso y otomano (respectivamente), no hay que olvidar que su asociación responde ante todo a intereses comunes y a consideraciones pragmáticas. En materia energética, la más importante de ellas tiene que ver con el encaminado TurkSteam, un oleoducto que está siendo construido para llevar gas natural desde Rusia a Turquía por el mar Negro, y desde allí al resto de Europa (sin pasar por Ucrania).

Desde este lugar, Moscú comparte la preocupación de Ankara sobre el oleoducto EastMed griego-israelí, pues amenaza con destruir la dependencia de Europa hacia Rusia en materia de gas natural. Pero para Rusia esto es una cuestión de oportunidad y mercado. Aunque importante, para los rusos este tema no conlleva la misma sensibilidad o trascendencia que despierta en Ankara, donde se piensa la controversia en términos de honor y soberanía.

Vistas las cosas en perspectiva, Rusia y Turquía son socios de conveniencia, pero no necesariamente aliados. Debido a la histórica expansión de los zares hacia dominios que una vez formaron parte del Imperio otomano, hoy en día Turquía está rodeada por bases rusas en casi todos sus puntos cardinales. En cierta forma, los conservadores dirían que ambos Estados están condenados a ser rivales geopolíticos.

Por ello, esta apreciación trae aparejada la pregunta sobre qué tan relevante es la solidaridad ortodoxa. Los griegos y chipriotas no son eslavos como los serbios y macedonios, pero comparten la misma religión y nostalgia espiritual sobre la pérdida de Constantinopla. Dado el desgaste de influencia de Estados Unidos en la región como garante de paz y estabilidad, creo probable que Atenas apele a estos lazos para que Rusia contenga las ambiciones turcas.

Sin embargo, la cuestión no está resuelta. Como se pregunta un profesor chipriota, ¿podría Rusia “traicionar” a Chipre tal y como Donald Trump hizo con los kurdos? En todo caso, la historia demuestra que el raciocinio y la buena fe raramente alcanzan para evitar las guerras. Teniendo en cuenta las hostilidades retóricas y tensiones subyacentes, un “accidente” –tal vez bajo la forma de un caza derribado o enfrentamientos en el mar– podría desencadenar una serie de eventos desafortunados.

Lo cierto es que las respuestas o desenlaces a estas preguntas serán fundamentales para analizar esta hipótesis de conflicto y destacar la configuración de poder en el Mediterráneo oriental. Sea como sea, esta controversia dará mucho de qué hablar.

El autor es licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en estudios de Medio Oriente por la Universidad de Tel Aviv. También se desempeña como consultor en seguridad y analista político. Su web es FedericoGaon.com.

Guardar