Una lección de la crisis boliviana es que la institución del sufragio vive y goza de buena salud en América Latina. Es cierto que la región tiene un alto nivel de tolerancia a las artimañas usadas para la perpetuación en el poder, incluso la reelección indefinida como Evo Morales. No obstante, los liderazgos deben revalidarse en las urnas.
Ninguna sociedad otorga un cheque en blanco para dicha perpetuación. El quimérico líder imprescindible debe ganar elecciones “libres, justas y transparentes”, según reza la fórmula de estilo. El fraude electoral activa los anticuerpos de la democracia latinoamericana.
Con lo cual, cuando Evo Morales se proclamó vencedor en la noche del 20 de octubre —robándose la elección, justamente— estaba convirtiéndose en un usurpador del poder. Tanto que ni siquiera pudo llegar a cumplir su mandato constitucional vigente. Es el añejo tema de la legitimidad de origen.
Esto nos lleva a Venezuela. Cuando Maduro se robó la elección del 20 de mayo de 2018, recibió unánime repudio. El fraude fue documentado por Smartmatic, la empresa que procesó los datos y demostró que los resultados oficiales fueron inflados. El “vencedor” había sido la abstención.
De ahí que la Asamblea Nacional de Venezuela y el Tribunal Supremo de Justicia Legítimo, ambos cuerpos elegidos de acuerdo a la letra constitucional, declararan la nulidad de dichas elecciones. Lo propio hicieron la mayoría de las naciones democráticas y la OEA, cuya Asamblea General emitió una resolución el 5 de junio de 2018 desconociendo dicha elección.
El 10 de enero de 2019 concluyó el periodo presidencial de Nicolás Maduro iniciado en 2013. Ante el vacío institucional, la Constitución de Venezuela obligó al Poder Legislativo a asumir funciones del Ejecutivo de manera interina en la figura del presidente del cuerpo, el diputado Juan Guaidó, a la postre Presidente Encargado. Maduro continuó en Miraflores, sin embargo, usurpando el poder, precisamente.
Así se planteó la estrategia que lograría la redemocratización del país: “cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres” en ese orden. La secuencia por la certeza que cualquier elección bajo Maduro volvería a producir un fraude y que un gobierno de transición formado por la Asamblea Nacional debía antes reorganizar el sistema y el Consejo Nacional Electoral para garantizar elecciones limpias. Lo cual requería un cierto tiempo.
Ello recibió masivo apoyo en Venezuela y en el exterior, 60 democracias alrededor del mundo. Recuérdese la gesta humanitaria en Cúcuta el 23 de febrero. El optimismo era generalizado. Quienes estuvimos allí pensamos que detrás de los camiones que llevaban medicinas y alimentos ingresarían la libertad y la democracia.
Nótese que ello no es muy diferente hoy en Bolivia. En lo conceptual es idéntico: el gobierno de transición con base parlamentaria debe convocar a elecciones libres bajo una autoridad electoral diferente, no la que produjo el fraude del 20 de octubre. Y ello en el menor tiempo posible. Se habla de noventa días para resolver la crisis política y estabilizar el país. Ojalá que así sea.
Regrese el lector a Venezuela conmigo, pues allí ya pasó casi un año. Desde la conformación del gobierno interino de Guaidó, nunca ha estado el país más lejos que ahora de la tan ansiada redemocratización. Al punto que los mismos partidos que propusieron la secuencia en cuestión hoy están relegitimando la dictadura. De hecho, la presidencia interina de Guaidó ha pasado del fin de la usurpación a la cohabitación.
Primero, la Asamblea Nacional acordó con el PSUV, partido de Maduro, crear una comisión preliminar para reorganizar el Consejo Nacional Electoral de manera conjunta. Han surgido así nombres de nuevos rectores propuestos con tal propósito, lo cual daría la apariencia de una normalización. Apariencia debido a que dichas elecciones ocurrirían con Maduro en el poder.
Nada dijo esta comisión acerca del necesario rediseño integral del sistema electoral, el registro, el mapa distrital, las diversas inhabilitaciones y la exclusión de los venezolanos en el exterior, votos opositores por definición. Todo ello es condición necesaria para que las elecciones tengan un mínimo de credibilidad.
Dicha comisión preliminar descansa sobre un segundo punto: el regreso del PSUV a la Asamblea Nacional, decisión aparentemente acordada en el hermético diálogo de Oslo y Barbados. Considerando que un tercio de los diputados opositores no asisten a sesiones por estar encarcelados, perseguidos, exiliados, asilados o por carecer de los medios para viajar desde sus regiones, el regreso del bloque chavista podría producir un nuevo equilibrio parlamentario. Equilibrio a favor del régimen, esto es.
El tercer elemento en este nuevo escenario es el intento de reorganización del Tribunal Supremo de Justicia Legitimo que funciona en el exilio. Nombrados por la Asamblea Nacional en 2017, es ahora la misma Asamblea la que presiona a los magistrados con un simple objetivo: neutralizar las opiniones y fallos del Tribunal que incomodan al régimen de Maduro y a su nuevo acuerdo electoral en ciernes. Ello redundaría en beneficio del TSJ de Caracas, usurpador también de acuerdo a la norma constitucional.
Así las cosas, Maduro podría retomar control de tres arenas institucionales claves: la electoral, la parlamentaria y la judicial. Se produciría una relegitimación del régimen, paradójicamente con la ayuda de la conducción del Parlamento, es decir, de Juan Guaidó. La comunidad internacional, que invirtió recursos y energía política en el fin de la usurpación, ya está en alerta ante semejante despropósito.
En definitiva, tanto en Bolivia como en Venezuela se trata de definir la sanción política adecuada para quien se roba una elección, o sea, quien usurpa el poder. La de Bolivia puede ser la historia virtuosa, lo sabremos en noventa días. En Venezuela solo sabemos que es improbable, sino imposible, que ocurra el fin de la usurpación con colaboracionismo y cohabitación.