En América Latina la tiranía venezolana pasó a segundo plano. Ahora se habla de la situación en Chile, el país más importante de la región en el que no cesan las protestas y los pedidos de derribar el sistema constitucional en nombre de la desigualdad.
El contraste está a la vista. La diferencia entre Chile y todos los socialismos de la región, desde el atildado de Mauricio Macri a los violentos del “socialismo del siglo XXI” es tan brutal, que lo único que explica la situación es el deseo de romper el espejo. Pasa que los obreros no lucharon nunca por el socialismo, sino la clase intelectual acomodada. En esos países las privaciones económicas se multiplicaron al igual que la violencia del poder ante la frustración en la construcción de su paraíso del desinterés. Solo queda el cinismo, el poder absoluto y al que no le gusta lo pueden matar sin que se les mueva un pelo. Encima los que no pretenden ser el amor encarnado a la humanidad sino que favorecen al comercio y la inversión de capital han conseguido un desempeño en materia de diezmar la pobreza tal, que quieren acabar con eso aplicando un torniquete que hasta ahora el presidente Piñera no ha conseguido descifrar ni apaciguar.
El gobierno chileno se centró al principio en alarmar acerca de una “guerra” y eso ha sido un gran error. Le regaló a la propaganda las imágenes que recordaban al régimen de Pinochet y ahora ha adoptado el error opuesto de poner a la policía a mirar, como en la Argentina. Pero el error más grande ocurre con la segunda estrategia, que desde el lado oficial se podrá ver como de apaciguamiento de las protestas, pero que en realidad es su alimento.
En este juego en desarroll tenemos a unos vándalos que a diario atacan supermercados y los incendian, agreden a carabineros y cometen todo tipo de actos de violencia física visualmente reconocible, con decenas de muertos y heridos. Por el otro hay unas marchas ordenadas y sin actos visibles de violencia que hablan de igualdad, de cambiar la constitución y terminar con el “neoliberalismo”, cuyos reclamos son bienvenidos por el presidente como contrastantes con los de los piromaníacos encapuchados que nadie detiene.
Piñera está peleando una batalla moral. Parece querer demostrar que el sistema político chileno que él encabeza es dialoguista, comprensivo y que escucha el reclamo popular, mientras los otros rompen todo. Deja que el mundo lo vea de manera tal que esté claro de qué lado están los buenos y de que lado están los malos. Se equivoca completamente en la manera de explicarse lo que está pasando.
Hablemos de violencia ¿Es mayor la de la quema de un supermercado que la de la eliminación del sistema jurídico y el límite al poder? ¿Abolir la propiedad privada e instalar un sistema socialista es menos violento que quemar un ómnibus? Mientras el presidente chileno cree estar haciendo una guerra de propaganda, del otro lado le plantean por un lado la revuelta elevada de tono para que él acceda a complacer a los “pacíficos”, los que llevan adelante la verdadera agenda de acabar con el sistema chileno, a poner en riesgo la libertad de todos y cada uno de los habitantes abriendo la caja de pandora de una reforma constitucional del que los manifestantes no podrán explicar mucho pero sus agitadores sí.
La violencia física palpable y visual se realiza para distraer al sistema político y llevarlo a acceder y legitimar al verdadero objetivo. Basta ver a los medios hablar de que unos manifestantes son buenos y los otros malos, lubricando el camino de una revolución que llevan adelante los primeros.
Pero esto no es nuevo. La violencia del régimen venezolano no empieza cuando los manifestantes reciben disparos de los asesinos de Maduro. Su comienzo sucede cuando la población ha sido privada de sus medios de subsistencia, no por la supuesta falta de generosidad estatal sino por la vía de una tiranía económica termina con los derechos de todos. La máxima violencia en Venezuela está en su constitución chavista.
Por medio de esa estrategia del tero, los chilenos ven como su sistema político es burlado.
Ellos votaron a un gobierno que se oponía a la agenda de estas marchas representada Alejandro Guillier por más de nueve puntos. No fueron encuestas, no se contaron cabezas de concurrentes a una marcha, no se interpretaron alegremente sus aspiraciones, fueron votos debidamente escrutados sobre dos visiones. Con su estrategia propagandística para demostrar lo bueno que es, ahora Piñera está entregando la sólida democracia chilena al humor de la calle.
Las encuestas podrán servir para especular en el análisis político, pero no otorgan legitimidad alguna. El descontento con Piñera tampoco tiene por qué significar lo que este juego de militantes buenos y manifestantes malos dicen que significa. Los chilenos no han votado a Maduro, ni siquiera han sido encuestados acerca de él. En Chile no hay obstáculo alguno para que representantes de la revuelta aspiren a una representación legal. Pero mientras el gobierno acepte esta vía de dirimir el conflicto está directamente trabajando en favor de una revolución en Chile de consecuencias impredecibles.