En coincidencia con el 96° aniversario de la fundación de la República de Turquía por Mustafá Kemal, el 29 de octubre la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos de América, por 405 votos a favor y 11 en contra, aprobó la Resolución N° 296 de reconocimiento del genocidio armenio.
Entre los considerandos de la resolución, la Cámara Baja del Congreso hace alusión a medidas tomadas en Estados Unidos con respeto al crimen de lesa humanidad durante varios episodios de los últimos cien años, con innumerables aportes políticos, económicos, diplomáticos y humanitarios.
El 24 de abril de 1915, centenares de dirigentes, intelectuales, religiosos, científicos, escritores, músicos y otras personalidades armenias otomanas fueron arrestadas simultáneamente en Estambul y otras ciudades, encarceladas, torturadas y masacradas en el inicio del primer genocidio del siglo XX, planificado y ejecutado por el Imperio Otomano contra la Nación Armenia.
El objetivo fundamental fue eliminar el elemento armenio de la población del Imperio, destruir una minoría cristiana culta y laboriosa, que se interponía entre Turquía y sus aspiraciones panturquistas y hegemónicas en dirección a Asia Central.
1.500.000 armenios asesinados constituían los dos tercios de la población armenia del Imperio Otomano. Sus bienes fueron ocupados y confiscados, sus miles de iglesias y monasterios fueron profanados y destinados a usos indignantes, sus manuscritos antiguos fueron incendiados, sus escuelas clausuradas, sus comercios y sus fábricas fueron cerrados, sus milenarias variantes idiomáticas fueron eliminadas, sus refinadas manifestaciones culturales fueron borradas, todo ello con la activa participación del estado y del grupo gobernante, el Comité Unión y Progreso del Partido de los Jóvenes Turcos, encabezado por Talaat, Enver y Djemal, brazos ejecutores del exterminio.
En lugar de asumir la responsabilidad estatal del crimen, el sucesor jurídico del Imperio Otomano, es decir, la República de Turquía, se dedicó a elaborar un siniestro plan de ocultamiento y negación de los hechos, por otra parte indiscutibles, que determinaron que antes de cumplidos diez años del inicio del plan la población armenia ya no existía: había sido asesinada o habían logrado escaparse los escasos sobrevivientes.
La profunda amistad armenio-argentina y la simpatía recíproca se remontan a esos años de dolor y escasas esperanzas. Así como el conocimiento de la tragedia del pueblo armenio no fue para los argentinos consecuencia de un arduo proceso intelectual, sino la transmisión directa del dolor y el destierro por parte de los sobrevivientes hacia sus amigos y vecinos porteños.
Curiosamente, los representantes diplomáticos de Turquía en la Argentina se han empeñado en destacar el obstáculo en la relación argentino-turca que significan las comunidades armenias formadas como consecuencia del genocidio. Grave error el de acusar de victimarios a las víctimas y atribuirles capacidades diabólicas en perjuicio de la supuesta amistad bilateral.
El genocidio armenio no constituye un genocidio como consecuencia de la ley adoptada oportunamente por Francia, o por el reconocimiento argentino de la ley 26199, o por la resolución de ayer del Congreso de Estados Unidos. Fue genocidio por su contenido y sus consecuencias, por la irreparable pérdida de una Nación y una cultura, por la desaparición de una parte considerable y valiosa de la civilización cristiana occidental.
El negacionismo es diabólico, retrógrado y criminal. Es la involución de la historia hacia el oscurantismo, el terrorismo de estado y la negación de los derechos humanos. La justicia reparadora tarda, pero llega. La República de Armenia, ensayo de estado moderno protagonizado por una Nación milenaria, es la demostración del fracaso del proyecto genocida.
El reconocimiento norteamericano no devuelve la vida a los mártires armenios. Pero hace confiar en un futuro en el cual el sufrimiento sea reconocido y la reparación moral consuele las almas de sus generaciones.
*La autora es embajadora de Armenia en la Argentina