El 9 de octubre Turquía lanzó la llamada operación “Primavera de la Paz” en el norte de Siria. Con esta invasión Ankara esperar truncar de una vez por todas la configuración de una estatidad kurda en su área de injerencia histórica. En particular, la última ofensiva busca integrar y expandir los frentes de combate ya existentes, en tanto no son suficientes para prevenir la aparición de una entidad kurda en el patio trasero de los turcos.
“Primavera de la Paz” es una crónica anunciada que no toma a nadie por sorpresa. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, viene advirtiendo acerca de este escenario desde hace por lo menos dos años. A diferencia de otros actores, Turquía es expeditiva comunicando sus intereses. Estos se centran en estabilizar la zona aledaña a su frontera meridional, barriendo del mapa a las milicias kurdas y otros elementos insurrectos que reclaman autonomía.
En vista de dicha transparencia, la novedad no es la invasión en sí misma, sino más bien la aquiescencia estadounidense para que esta suceda. En efecto, el apoyo de Washington a las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF), y a sus brazos subordinados como las Unidades de Protección Popular (YPG), disuadía a Erdogan de emprender acciones a gran escala a lo largo de toda la frontera.
La decisión de Donald Trump de abandonar a estos grupos a su suerte lo cambia todo, poniendo de manifiesto que las tensiones geopolíticas en Siria no sanarán en el futuro previsible.
El Kurdistán sirio, también llamado Rojava, es una zona contenciosa y de gran relevancia estratégica por varios motivos. En primer lugar, está la cuestión de los campos petroleros en la provincia de Hasaka, en el noreste de Siria, que según una estimación producen entre 30 y 50.000 barriles por día (bpd). Este es un número relativamente insignificante, mas hay que considerar que antes de la guerra se producían cerca de 400,000 bpd, un número significativo en el marco de la economía siria.
Como demostró la experiencia del Estado Islámico (ISIS), en la coyuntura sectaria y fratricida de Siria los pozos petroleros sostienen la actividad de militantes, terroristas, o bien “freedom fighters”. Es decir, según desde donde se lo mire, el petróleo en manos equivocadas es un factor de desestabilización. En la óptica turca, los yihadistas siempre fueron una mera distracción frente al prospecto de un frente kurdo unificado que diera paso a un Estado de iure o de facto.
La cuestión étnica tiene un papel explosivo en la geopolítica regional, en parte porque la realización de una entidad autónoma amenaza la estabilidad de Turquía. Se teme que la fragmentación de Siria actúe como precedente, justificativo y catalizador de movimientos insurgentes, orientados a desarticular la república kemalista. Dicho lacónicamente, para los turcos la aparición de un país kurdo independiente, y con petróleo, es una cuestión existencial.
Esta valoración representa un consenso que trasciende líneas partidarias y encuentra causa común entre todos los sectores nacionalistas. Se fundamenta, por un lado, en la memoria histórica del Imperio otomano, y más específicamente en el trauma que signó su desintegración hace cien años. El tratado de Sèvres de 1920 esquematiza lo que hubiese sido de la actual Turquía de no ser por Mustafa Kemal y la victoria de los patriotas en la guerra independentista subsecuente. Anatolia hubiese sido dividida entre kurdos y armenios, y las regiones mediterráneas estarían dominadas por los griegos, que en su momento constituían la principal minoría en Jonia y Tracia Oriental.
En perspectiva histórica, la aparición de la Turquía moderna no solamente es producto de resistencia frente a designios imperiales europeos, sino también de la cruda y brutal represión de las aspiraciones independentistas de los no turcos. Este legado se refleja actualmente en la restricción de ciertas expresiones culturales kurdas y de otras minorías que cuestionan las premisas del nacionalismo turco, y por ende la misma raison d'être del país.
La aparición del Partido de los Trabajadores (PKK) en 1978 se encuadra en esta pugna entre narrativas contrapuestas expresadas en clave étnica. Reconocido internacionalmente como terrorista, en su momento el PKK reabrió o profundizo el rencor sectario: una fuerza capaz de causar movimientos tectónicos en el país. Por ello, si para las SDF y compañía la guerra siria se presenta como una oportunidad única para corregir la historia, para Turquía esta posibilidad cercena la seguridad del Estado y su influencia en el vecindario de Medio Oriente.
En el plazo inmediato, “Primavera de la Paz” implementará tácticas de manual, similares a las empleadas en las operaciones “Escudo del Éufrates”, lanzada en agosto de 2016, y “Rama de Olivo”, en enero de 2018. Las fuerzas turcas procederán a bombardear el área por donde luego pasarán las tropas y los tanques. Una vez despejada la resistencia, procederán a capturar posiciones estratégicas clave. Finalmente, rodearán los pueblos y aldeas contiguos para encercar y paralizar al enemigo.
Debido a la presión internacional, Erdogan querrá crear una realidad favorable lo antes posible, marcando el arenero de tal forma que su victoria sea irrefutable y por tanto innegociable en foros internacionales. Además, si bien Turquía postula que quiere mantener la integridad territorial siria, sus planes podrían causar todo lo contrario. Sucede que Ankara quiere crear un “corredor de paz” y reubicar allí a 3 millones de refugiados sirios, muchos de los cuales rompieron el contrato social con Damasco. En otras palabras, los turcos buscan alterar el balance demográfico para cancelar el predominio kurdo, y a su vez controlar a una población árabe opuesta al Gobierno de Al-Assad.
Irónicamente, Turquía acusa a las SDF de cometer violaciones a los derechos humanos, y señala entre ellas la expulsión deliberada de árabes que vivían en el noreste sirio. Gran parte de estas acusaciones tienen sustento, especialmente en lo relacionado a la “kurdificación” de la región. En la visión de Rojava, el liderazgo kurdo busca crear un Estado secular y multiétnico, para lo cual ha procurado deshacerse de los elementos islamistas (sunitas) defendidos por Turquía (a razón de su antagonismo con Assad). Al caso, la realidad es que los turcos ostentan muchísima más experiencia haciendo ingeniera poblacional – léase limpieza étnica– que cualquiera de sus vecinos.
Esta razón explica el resquemor que la ofensiva turca causa en Teherán y Damasco. Aunque en público se aparenta consenso sobre la importancia de preservar la integridad territorial de Siria, en la práctica, a esta altura del conflicto, se entiende que el país será repartido en áreas de influencia. Si Turquía se sale con la suya, el Gobierno sirio perderá la posibilidad de controlar el noreste del país. Por su parte, los iraníes perderán el puente terrestre entre el norte iraquí y el norte sirio, necesario para aprovisionar a sus milicias (proxies) y exhibir influencia en los asuntos del Levante.
En rigor, el expansionismo turco, inserto acaso en la doctrina neootomana, esconde una tensión geopolítica subyacente que abarca a todo el norte mesopotámico. En clave histórica, estos espacios estratégicos, tanto en Siria como en Irak, han estado en el centro de las disputas entre el imperio turco (otomano) y el persa (safávida). En la coyuntura actual, la presencia de yihadistas, y luego de soldados estadounidenses, ponía coto a las ambiciones de los poderes lindantes.
Para los estrategas y analistas de Washington esta realidad supone un dilema; una disyuntiva que a grandes rasgos Estados Unidos nunca ha podido resolver. Aferrándose a las dinámicas de la Guerra Fría, respeta a Turquía como miembro de la OTAN y teme antagonizar innecesariamente con Erdogan, so pena de empujar a Ankara hacia Moscú. Sin embargo, por otra parte, los norteamericanos tampoco quieren despejar el camino para la expansión de la medialuna chiita. Luego está la valoración positiva del rol de los kurdos en la lucha contra el ISIS. Sin dudas, en Occidente hay empatía hacia la causa de redención kurda bajo la forma de un Estado autodeterminado.
La decisión de Donald Trump de retirar cerca de mil soldados apostados en el norte de Siria no ha sido bien calificada por los círculos competentes en el Pentágono, el Senado y en el Departamento de Estado. Por un costo relativamente insignificante, Estados Unidos podía balancear entre las rivalidades que acosan a la región. Dejando de lado posturas ideológicas, lo cierto es que la entidad formada por las SDF sería uno de los aliados más firmes de Estados Unidos en la región y un bastión contra cualquier rebrote yihadista.
Los comentaristas llaman correctamente a este episodio una traición. No obstante, este revés no difiere substancialmente del expediente en las relaciones entre Washington y grupos kurdos en general. A lo largo de las décadas, Estados Unidos ha armado y utilizado a los kurdos como piezas para contrarrestar intereses soviéticos, y más recientemente para facilitar la caída de Saddam Hussein. Pero las sucesivas administraciones siempre los abandonaron en los momentos de mayor necesidad, librándolos a su suerte.
Excluyendo la mirada turca, la impulsividad del presidente republicano (lo que yo llamo el “factor Trump”) desequilibra el mal logrado balance y trae más inestabilidad al vecindario. Este es un punto donde funcionarios estadounidenses y rusos coinciden más de lo que pueden admitir en público. En todo caso, mientras Moscú se posiciona como negociador ineludible, Washington continúa perdiendo credibilidad y reputación en Medio Oriente.
Rusia por ende está muchísimo más posicionada para mitigar el impacto de la operación turca. Más allá de su apoyo al Gobierno de Assad, los rusos mantienen una línea de dialogo abierta con las facciones del norte sirio. Moscú teme con justa razón que los acontecimientos en la región desvíen el foco puesto en combatir a los rebeldes islamistas (concentrados en Idlib) y a los remanentes del ISIS dispersados.
Fuentes kurdas aseguran que los turcos están bombardeando prisiones con el objeto de liberar a yihadistas, a modo de complicar aún más la endeble posición de las SDF. En este contexto, y mediante mediación rusa, los líderes de Rojava estarían dispuestos a llegar a un acuerdo con Assad.
Cuando la entonces canciller de Israel, Golda Meir, visitó Ghana en 1958, fue regañada porque su país compraba armamentos a una potencia colonial como Francia. Meir contestó que incluso si el líder francés era el mismo diablo, era un deber moral comprarle armas si eso prevenía la aniquilación del pueblo judío. Salvando las distancias, la misma dinámica podría llegar a suceder entre Damasco y la capital kurda de Qamishli.
El principal interrogante pasa por esta dirección. Apremiado por las acciones turcas, y al mismo tiempo divisando una oportunidad, Assad podría intentar lanzar una ofensiva propia para recapturar territorio previamente controlado por las SDF. Estaría dando por asumido que lo que controle el Gobierno central no caerá en manos turcas.
Como los kurdos están entre la espada y la pared, un acuerdo urgente con el diablo Assad es una opción desesperada pero necesaria. Con esta lógica, las SDF acudirán a cualquier actor que esté dispuesto a servir de benefactor sin importar el costo, incluyendo Rusia e Irán. Aunque un enfrentamiento directo entre Turquía y estos países es improbable, el campo de batalla viene peleándose entre grupos subsidiarios o proxies. En este aspecto, las potencias regionales no velarán por el bienestar o los derechos de las minorías del norte de Siria, pero más bien por cuidar sus intereses geopolíticos.
En definitiva, para los kurdos será preferible sacrificar la ambición de un Estado independiente, y no obstante sobrevivir políticamente gracias a cierto grado de autonomía. Si Turquía altera la composición demográfica de su patria, los kurdos sirios y otras minorías étnicas perderán mucho más que la independencia.
El autor es licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en estudios de Medio Oriente por la Universidad de Tel Aviv. También se desempeña como consultor en seguridad y analista político. Su web es FedericoGaon.com.