Elecciones en Uruguay: qué se puede esperar del debate presidencial

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La República Oriental del Uruguay se encuentra próxima a enfrentar sus elecciones políticas que se celebran cada cinco años bajo el régimen electoral del balotaje simple, o sea quien obtiene el 50% más uno del electorado gana la elección de primera, y de no ser así, los dos candidatos de los partidos ubicados primero y segundo con mejor votación, irán después a un desempate en cuatro semanas.

Una de las ventajas del régimen electoral uruguayo (no del sistema político, que hay que separar y saber que es otro asunto) es que los acuerdos electorales no se pueden celebrar de manera sencilla, porque eso requiere habilitar un "lema" y la ley de partidos no es demasiado abierta para permitirles a los partidos políticos que su accionar se vea habilitado para movimientos de última hora. Eso que vemos en las PASO argentinas no es posible diseñarlo en Uruguay (los acuerdos con actores de diversos partidos) si previamente no se ingresó -o creó- un partido político con un registro electoral mínimo en fecha precedente. Esa garantía electoral -al decir de Maurice Duverger- hace que los partidos no puedan rápidamente montar un diseño novedoso a último momento y así envilecer su propuesta política en aras de alcanzar un resultado mejor. O lo hacen con tiempo o no se permite esa habilitación.

Sin embargo, el sistema político uruguayo ha tenido novedades fácticas por primera vez en muchos años. Candidatos noveles se inauguran en él y tienen visibilidad relevante (el ganador de los colorados Ernesto Talvi se transformó de ser un "desafiante" a un político de primer nivel al ganarle con amplio margen al ex presidente Julio María Sanguinetti y el empresario Juan Sartori se transformó de un día para el otro en el segundo candidato del partido con más chance de dirimir el balotaje con el Frente Amplio de Daniel Martinez, o sea del partido Nacional).

Se le agrega a todo este panorama un nuevo partido liderado por un ex militar: Guido Manini Ríos, quien fue comandante en jefe del Ejército Nacional hasta hace muy poco y fue arrestado por el gobierno durante 30 días por expresiones que no comulgaban con el talante presidencial. En las últimas encuestas, viene mostrando que uno de cada diez uruguayos lo votarán.

O sea, tan mansitos y previsibles no parecen ser los uruguayos que en su estilo vienen procesando cambios relevantes. Lo de Manini Ríos es una reacción ante todo el sistema político. En el fondo, en el mensaje latente del General Manini hay un voto enojado contra todo el sistema, algo que el protagonista de turno viene manejando de manera homeopática y sorprendente efectiva.

Si la elección fuera este domingo el Frente Amplio sería la minoría mayor con un piso de 28% y un techo del 38%, según un promedio de casi todas las encuestas que se hacen. O sea que Daniel Martinez un ingeniero de izquierda, afable, no demasiado locuaz, nervioso, con perfil de socialista histórico (es su partido político de origen) parecería ser quien tiene que confrontarse con Luis Lacalle Pou (hijo del ex presidente Luis Alberto Lacalle Herrera) que en su segundo intento por correr la candidatura presidencial luce más profesional con un equipo que le permite construir un relato serio en materia de propuestas y con una madurez personal que en la anterior elección buena parte del electorado le reclamaba. (Claro, el partido nacional está en un promedio de 24% al 29% lo que lo lleva a la segunda vuelta). Ser además el hijo de un ex presidente en el Uruguay tiene una relevancia distinta a la de otros países, porque la propia dimensión del país (casi una gran ciudad de Brasil) hace que esa condición pueda pesar a favor o en contra, según el liderazgo y quien se ubica en ese lugar (en Uruguay todos conocen a todos, es una aldea en términos de Julio Herrera y Reissig). No es menor que el ex presidente Lacalle no opine en nada de la elección de su hijo, lo que además de una demostración superior en materia afectiva es un acto de inteligencia para no inocular el periplo propio del segundo Lacalle.

Lacalle Pou busca ser él mismo y no que le validen su certificado político por vínculos de consanguineidad. Esa tarea no le resultó sencilla porque la izquierda uruguaya buscó durante años cobrarle facturas al hijo por lo que entendía que eran los pecados del padre. Con franqueza, este contencioso lo viene ganando el segundo Lacalle, quien ha podido instalar su relato con autoría propia, estilo individual y colectivo, y cierta frescura connatural al tiempo generacional que se está viviendo. (Lacalle Pou tiene 46 años, lo que para el Uruguay moderado y conservador es casi un pecado.)

En pocos días se desarrollará un debate entre Daniel Martinez y Luis Lacalle Pou. No pocos advierten que será un acontecimiento político de entidad mayor, dado que el último debate entre presidenciables netos data de más de 25 años atrás, cuando el actual presidente Tabaré Vazquez debatió con el ex presidente Julio Sanguinetti. Luego se produjeron algunos debates relevantes, pero ninguno con el protocolo y la jerarquía como aquel que quedó para la antología política de semejantes players. Este que se viene parece tener el mismo volumen y relevancia.

Este lunes se realizará ese debate en el que casi todos los canales de televisión abierta se dispusieron a trasmitirlo en vivo, lo que asegura un rating elevado y convocará a más gente que un clásico entre Peñarol y Nacional. Los anunciantes de esa noche saben que –lo que no sucede hace tiempo con el cable y Netflix- que buena parte de la audiencia querrá asistir de manera virtual al espectáculo del debate.

En ciencia política discutimos eternamente el peso de un debate y la mayoría de los analistas tienden a creer que no son definitorios, pero nadie ha podido afirmar, de manera concluyente una constatación absoluta de lo contrario.

En mi perspectiva el debate, el post-debate y los comentarios en redes sociales posteriores son dimensiones distintas y en todas esas instancias, los jugadores del debate tienen ventajas y desventajas a adquirir o a perder. La hinchadas dogmáticas importan poco, pero los indecisos que aún persisten en un porcentaje superior al 10% pueden verse alcanzados por los efluvios de un debate que deja como anotados puntos virtuales para los que se desenvuelven mejor o peor en la retórica contenciosa.

En general, los debates suelen ser aburridos, previsibles. Sin embargo hay cierto turning point desde la era Donald Trump, quien supo usar los debates como espectáculos impactantes y de reversión de tendencia. Todo aquel que haya visto un debate de Donald Trump con Hillary Clinton (hubo varios y todos distintos) sabe que aquello fue dramático, pasional y electrizante. Justamente, por el estilo uruguayo, no creo que eso suceda en el pequeño país, pero a la manera oriental, de forma sinuosa y sutil, con la mesura que tienen los uruguayos para hacer las cosas y con la cadencia del país, entre bambalinas los debatientes se jugarán algún que otro punto que puede ser relevante para la segunda vuelta.

No sería desatinado pensar que un debate de este tipo en un país que recién ahora volvió a estas prácticas tenga entonces una relevancia como no la ha tenido ningún hito político en la historia política de las últimas décadas.

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