Jaime Bayly: "Huir de un huracán para caer en otro"

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Jaime Bayly.
Jaime Bayly.

Cuando anunciaron que el huracán Dorian se había fortalecido al punto de llegar a categoría 4, se dirigía viciosamente a las Bahamas y, de cumplirse los pronósticos, podía golpear las costas de la Florida a la altura de Palm Beach, no dudé en decirle a mi esposa Silvia que debíamos irnos de Miami cuanto antes y ponernos a buen recaudo del ciclón.

Muchos años atrás, en 1992, me había quedado en Miami para enfrentar con curiosidad literaria y espíritu suicida al huracán Andrew, categoría 5, y la noche había sido una auténtica pesadilla, pues la virulencia de los vientos había roto las ventanas del edificio al pie del mar, revuelto el mobiliario del apartamento y, literalmente, hecho volar un colchón de dos plazas: nunca olvidaré aquella imagen, la de un colchón volando a las cuatro de la mañana, abducido por las fuerzas del huracán, saliendo por las puertas rotas de la terraza, alejándose como en un cuento de alfombras voladoras o una película de terror. Al día siguiente, la piscina del edificio estaba llena de peces vivos, inundada por las olas chúcaras del mar. Sin luz, sin agua, sin un colchón donde descansar, sin poder caminar a una tienda cercana porque las calles estaban obstruidas por los árboles caídos y los postes de luz derribados, mi novia y yo hacíamos el amor, sudorosos, tendidos en la alfombra, como si fuésemos a morir aquella noche, como si no hubiese futuro para nosotros.

Recordando todo aquello, le dije a mi esposa Silvia que no debíamos subestimar al huracán Dorian, que ya rozaba la categoría 5 y se encontraba peligrosamente cerca de la Florida, y debíamos alejarnos de Miami. Las gasolineras estaban colapsadas, los supermercados y las ferreterías agotaban sus reservas de agua, comida en lata, paneles de madera y grupos electrógenos, nuestros vecinos manejaban a la costa occidental de la Florida, o al norte, hasta Washington. Tuvimos la suerte de comprar cuatro boletos a Nueva York, saliendo esa misma tarde. Nuestra hija Zoe fue al colegio, pero pasamos a buscarla al mediodía. Mi esposa decidió que nuestro perrito Leo se quedaría con Patricia, su cuidadora chilena, y la verdad es que me sentí un padre negligente y egoísta con mi hijo Leo, pero Silvia insistió en que Leo estaría mejor en Miami, bajo el cuidado profesional de Patricia, acompañado de otros perros que ya son sus amigos. Esa tarde abordamos el vuelo a Nueva York. Insólitamente, tratándose de esa aerolínea, despegó a tiempo. Tres horas después, estábamos en Nueva York.

Por lo visto, yo había olvidado que la ciudad de Nueva York, quiero decir la isla de Manhattan, es siempre un huracán, el ojo de un huracán, y nadie pasa por allí sin sufrir los estragos más o menos perniciosos de su poderosa energía, sus vientos díscolos e inasibles, del modo caprichoso como juega contigo, te despeina, te revuelve, y te deja aturdido y exhausto, como si hubieras estado horas dando vueltas en una gigantesca secadora de ropa, y salieras mareado, sin aliento, vuelto un harapo. Eso mismo es Manhattan: un huracán que da vueltas sobre sí mismo y no se mueve, no se aleja, se instala allí para siempre y te hace girar frenéticamente, como si fuera un tiovivo de terror. Debí recordar todo eso, pero lo había olvidado.

Porque, puesto a recordar, Nueva York siempre me había dejado contuso, malherido. Cuando era reportero de televisión, con veinte años, me había peleado con un presidente rencoroso de mi país, que no quería darme una entrevista porque me había atrevido a cuestionar su salud mental, y sus custodios me habían alejado a empellones de él, en los salones del hotel Waldorf Astoria. En ese viaje, mi primero a Nueva York, un amigo del colegio, un chico lindo, me había pedido dormir en mi cama, pero yo, estúpidamente, cobardemente, me había negado: tenía miedo de que mis jefes del canal de televisión, que habían viajado conmigo, descubriesen que yo estaba durmiendo con un amigo: pude enamorarme de él, pero me negué a la posibilidad de un amor. Cuando regresé a Nueva York con mi novia Daniela, perdí mi pasaporte, lo dejé en un taxi, me sentí un idiota. Cuando volví para ver a un amigo, Jeffrey, al que había conocido en Austin, la primera noche que pasamos juntos fue tan violenta y deliciosa, tan huracanada, que, a la mañana siguiente, cuando se fue a trabajar, hice maletas y escapé al aeropuerto, huyendo de una pasión amorosa que me daba miedo, si seré cobarde. Perdí dos pasaportes más en Nueva York, no sé qué tiene esa ciudad que me roba los pasaportes. Me enamoré de un modelo famoso que me invitó marihuana de alta calidad y luego me rechazó desdeñosamente, mofándose de mi gordura. Es decir que en Nueva York había perdido muchas veces los documentos y el honor, y siempre el sosiego.

¿Por qué regresábamos entonces, si allí nos esperaba otro huracán, con toda probabilidad? Porque mis hijas Camila y Paola viven en esa ciudad, y no las veía hacía meses. Las había visto en Lima, en abril, y las echaba de menos. Ellas estudiaron en universidades de Nueva York, se graduaron con todos los honores. Camila está estudiando una segunda carrera, luego de haber trabajado en un banco de inversión. Paola trabaja en una empresa de tecnología. No viven juntas. Camila vive con amigas, Paola vive sola. Pero viven en el mismo barrio y se ven a menudo. Yo les había transferido el dinero que les regalo cada semestre, estaba al día con ellas hasta fin de año. Mi esposa, conociéndome, me sugirió que no llevase cheques para no sucumbir a la tentación de regalarles más dinero, pero llevé dos cheques en blanco, por las dudas. Las circunstancias inesperadas del viaje confirmaron que no les vendría mal un dinero adicional.

Tan pronto como llegamos al hotel donde nos alojamos siempre que visitamos esa ciudad, en la avenida Madison y la calle 76, a una cuadra del gran parque, les escribí a mis hijas, invitándolas a cenar esa misma noche, si les provocaba, si no estaban comprometidas. Camila no tardó en decirme que prefería vernos al día siguiente. Poco después, Paola confirmó que vendría a vernos. De inmediato, Camila, que juega en equipo con su hermana, se sumó al plan. Nuestra hija Zoe se quedó descansando con su nana Tamara en la habitación del hotel. La cena en el francés del hotel fue apenas regular, tirando a mala. El pollo y el pescado me parecieron discretos, solo se salvó el risotto de zapallito. Camila nos contó sus planes. Está estudiando una segunda carrera, cuatro años más, una campeona. Su gran pasión es ver documentales, los ha visto casi todos, tiene una gran curiosidad intelectual. Paola nos contó las peripecias que sufrió en un reciente viaje a Mallorca e Ibiza: la presión del vuelo le reventó un diente y luego, ya en la playa, le salió una muela del juicio, o sea que fue un viaje acontecido, adolorido. Saliendo de cenar, le prometí que le pagaría todos los dentistas.

La noche siguiente cenamos en el hotel Carlyle, y Zoe y Tamara nos acompañaron. Silvia les regaló a mis hijas unas cosas lindas. Zoe les contó de sus amigos del colegio y sus clases de karate. Camila mencionó que necesitaba comprar un colchón nuevo, ortopédico. Le dije que yo se lo regalaría. Paola dijo que pasaría las navidades en Lima y año nuevo con su novio en el Caribe. Le dije que yo pagaría los viajes. Silvia y yo le pedimos al camarero chileno Alberto lo de siempre: el caviar y el lenguado. En la carta, el lenguado aparece como Dover Sole. Curiosamente, Silvia pidió "el dove". Quiso decir "el sole", pero dijo "el dove". Nadie se rio. Pero "dove" en inglés es paloma, y la marca de un jabón. Yo supe, en ese momento, que mis hijas estaban riéndose por dentro y lo comentarían luego en el Uber: ¿viste que Silvia pidió paloma?

Por eso, la noche siguiente, de nuevo en el Carlyle, les dije que Silvia y yo nos sentíamos abochornados por haber pedido paloma y no lenguado, más aún con la fama de comedores de paloma que tenemos los peruanos. Ellas se rieron a pierna suelta, todos nos reímos por haber pedido paloma en un restaurante tan elegante. Al final, les entregué a mis hijas una bolsa con regalos: perfumes, chocolates y dos cheques por la misma cantidad. Siempre que les regalo dinero, me pregunto cuánto debo darles, no es fácil precisar el monto justo, correcto. Sabía que les debía los dentistas españoles a Paola y el colchón ortopédico a Camila, pero ¿cuánto podía ser eso, exactamente? Arriesgué una cantidad, la misma para ambas, y dejé caer los cheques en la bolsa de regalos. Al despedirnos, nos abrazamos y les recordé que me dijesen las fechas de sus viajes a Lima por navidades y al Caribe por año nuevo para sacarles los boletos enseguida. También les pedí que viniesen a vernos a Miami, sabiendo que eso no habría de ocurrir. Entrometiéndome en el ámbito de su libertad personal, le aconsejé a Camila que estudiase cine, documentales, su gran pasión, pero lo más probable es que no me haga caso. Me disculpé con Paola por no haber invitado a su novio, le dije que nos daba pereza hablar todo el tiempo en inglés, y ella me dijo, sonriendo: No te preocupes, que en cinco años lo invitamos.

Llegué al hotel y esperé a que me escribieran, agradeciéndome los cheques. No ocurrió. Les escribí, agradeciéndoles por haber cenado tres noches consecutivas con nosotros. No tuve respuesta. Al día siguiente les escribí del aeropuerto, del avión, llegando a casa. Tampoco tuve respuesta. De inmediato me asaltó la duda: ¿estaban molestas o decepcionadas porque esperaban más dinero y el monto que yo había elegido era insuficiente? La duda me atormentaba, pero ya nada podía hacer. Les volví a escribir, preguntándoles si necesitaban más dinero para los dentistas y el colchón. No tuve respuesta. Ha pasado una semana y todavía no me escriben. Me siento fatal. Quizás están contentas con los cheques, les di el dinero justo, pero no me escriben porque ya nos vieron, ya cobraron, y ahora están ocupadas en sus cosas y se olvidan de escribirme. O tal vez están mortificadas porque piensan que el monto que elegí era demasiado acotado, un arrebato de tacañería, una mezquindad que ellas no merecían. He mirado precios de los colchones más caros y la plata que le di a Camila alcanzaría para el mejor. No sé cuánto gastó Paola en dentistas en Mallorca e Ibiza, debió de gastar una fortuna. Debí darles el doble, o el triple. Creo que les mandaré más dinero. No quiero que piensen que ahorro a expensas de ellas.

De regreso en la isla donde vivimos, el huracán Dorian se desvió tan lejos que por fortuna no provocó la caída de una sola hoja en nuestro barrio. Sin embargo, el huracán Camila y el ciclón Paola me han dejado tembloroso como una palmera hamacándose en medio de una tormenta tropical. ¿Qué es, después de todo, la paternidad, si no el viento poderoso que soplan los hijos para derribar a sus padres y afirmar su identidad?

Si quiere leer otras columnas de Jaime Bayly: http://www.elfrancotirador.com/

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