"Iván Márquez y Jesús Santrich son bienvenidos a Venezuela y al Foro de São Paulo cuando quieran venir. Son dos líderes de paz y Timochenko y Catatumbo y las FARC es bienvenida a Venezuela cuando quieran venir porque son líderes de paz". Así dijo Nicolás Maduro en ocasión del evento organizado por dicho foro en Caracas.
Casi en simultáneo, el Senador de las FARC Julián Gallo, alias Carlos Antonio Lozada, les dijo: "Hermanos de patria, venimos a ratificarles que no están solos en esta lucha contra el imperialismo norteamericano, somos conscientes de que tenemos por delante un reto inmenso: acabar de construir la patria bolivariana que ustedes han iniciado".
Tanta amabilidad es una ratificación de la cercana relación de las FARC con el régimen chavista. Pero también constituye un síntoma inequívoco de la devaluación democrática actual. Un senador colombiano, ex guerrillero que presumiblemente se ha incorporado a la vida política en democracia —lo cual supone un conjunto de institucionales que la sostienen y la reproducen en el tiempo— apoya, elogia y proyecta un orden político que no respeta ninguna de esas normas.
Por ponerlo de otro modo, la democracia es un método para llegar al poder y un método para ejercerlo. El primero: elecciones libres, justas y transparentes, y con ciudadanía irrestricta. El segundo: separación de poderes, única manera de proteger libertades y derechos a su vez garantizados por normas jurídicas relativamente estables, es decir, la Constitución. Y además alternancia.
La supuesta "patria bolivariana" rechaza todo esto. En Venezuela no existe ninguno de los ingredientes especificados aquí arriba, indispensables en cualquier receta democrática. Un senador colombiano, que ocupa su banca gracias al primer método y tiene la obligación de actuar de acuerdo al segundo, propone eliminar ambos.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Porque hoy se podría criticar a "la izquierda", lo que sea que ello signifique, pero no alcanza. No llegamos hasta aquí solo por la izquierda.
La narrativa de las transiciones de los ochenta se basó en los derechos humanos. El argumento de los noventa fue sobre democracias delegativas, iliberales e híbridas, formulaciones conceptuales que enfatizaban la mezcla de procesos electorales adecuados y déficits en las áreas de derechos y separación de poderes.
Dichos conceptos son insuficientes frente a la regresión autoritaria en curso. Los déficits en cuestión se hicieron más visibles en este siglo. A muchos gobiernos, democráticamente electos, el shock de precios favorables les aseguró recursos fiscales sin precedentes. Con ellos aumentaron la discrecionalidad del Ejecutivo, financiaron máquinas clientelares y buscaron la perpetuación en el poder. La prosperidad de este siglo dañó las instituciones democráticas más que la crisis de la deuda y las hiperinflaciones del siglo anterior.
Ingresa a escena la reforma constitucional. Virus omnipresente de la política latinoamericana, reduce la Constitución a un traje a la medida, un conjunto de normas con el nombre del presidente en ejercicio y el apellido de su partido. De un período a dos, de dos a tres y de tres a la reelección indefinida.
Omnipresente por haber trascendido fronteras e ideologías. Sabemos —y repetimos, cuestionamos y criticamos sin cesar— que lo han hecho Hugo Chávez, Daniel Ortega, Rafael Correa y Evo Morales, entre otros, pero el síndrome no ha sido exclusivo de la izquierda bolivariana. Presidentes de centro y de derecha, varios con sólidas credenciales democráticas, también recurrieron a la práctica de modificar la regla de reelección desde el poder, o muy cerca de él, en beneficio propio, Fernando Henrique Cardoso, Carlos Menem y Óscar Arias entre ellos.
En algunos casos ocurrió temprano, Menem en 1994 y Cardoso en 1997, constituyéndose en un mal ejemplo. Lo de Arias fue aún más controversial. En abril de 2003, una decisión de la Sala Constitucional del Poder Judicial de Costa Rica permitió la reelección del presidente luego de una espera de dos períodos. La iniciativa provino de un grupo cercano al ex presidente Óscar Arias, invocando la Convención Americana sobre Derechos Humanos en relación a los derechos a elegir y ser elegido.
La reelección codificada como un derecho humano, un caso particularmente desafortunado. Siendo un legendario estadista de reconocimiento internacional, el nombre de Arias ha sido un mecanismo de legitimación, por ende un fuerte incentivo y al mismo tiempo un blindaje para los imitadores. Su reforma fue un mal producto en el envoltorio de una marca de prestigio.
Utilizar trucos jurídicos para prolongar la estadía en el poder es siempre conducente al personalismo. Mucho más en sistemas presidenciales, un diseño institucional que fusiona al Jefe de Gobierno y al Jefe de Estado, lo elige de manera directa, le otorga capacidad de legislar y le concede desproporcionados vetos y prerrogativas, o sea, instrumentos para la discrecionalidad.
Si además la reelección es un derecho humano, no puede sorprender que con dicho argumento se persiga la reelección indefinida, dado que no puede haber límites temporales a la vigencia de los derechos humanos. El absurdo es tal que con ello se institucionaliza una especie de "república con monarca", pues un presidencialismo sin alternancia en el poder tiende a desarrollar rasgos despóticos.
Ese es el sentido de la "post-democracia". Sin neutralidad en las reglas de juego se diluye la noción de igualdad ante la ley, se erosiona la separación de poderes y con ello las garantías individuales. La democracia es un contrasentido en ausencia del Estado de Derecho. Y ese no ha sido ni es únicamente un problema de la izquierda bolivariana y sus parientes cercanos.