No es fácil venir a Seattle. Desde Miami, es un vuelo de seis horas, en un avión pequeño, sin grandes comodidades.
Tampoco fue fácil convencer a mi esposa para viajar a Seattle. Ella quería volver a Los Ángeles. Adora esa ciudad. De vez en cuando se encuentra con el cantante Justin Bieber en la piscina del hotel. Conversan brevemente como si ambos fuesen celebridades. Tiene el buen gusto de no pedirle una foto. Si Bieber le dijera para pasar la noche juntos, mi mujer no dudaría en irse con él. No puedo competir con Bieber. Estoy derrotado.
Nuestra hija de ocho años, en lugar de venir a Seattle, quería ir a las playas de Naples, a dos horas en auto desde Miami. Le mentí. Le dije que el mar estaba contaminado con unas algas marrones, apestosas, llamadas sargazo. Le prometí que iríamos más adelante, cuando las aguas estuviesen limpias.
¿Por qué quería venir a Seattle? Para comenzar, porque no conocía esta ciudad. Había estado varias veces en Vancouver y Whistler, y el paisaje de British Columbia me había deslumbrado. También me seducía el hecho de que, en medio del verano, Seattle tuviese veinte grados F menos que Miami. En casa, en la isla, me sentía agobiado por el calor, las lluvias, los mosquitos. Quería escapar de la canícula opresiva de Miami y pasar unos días en una ciudad fresca: Seattle parecía el destino perfecto. Por último, me daba curiosidad conocer el barrio de Medina, en las afueras de Seattle, cruzando el lago Washington, donde viven Jeff Bezos y Bill Gates, los dos hombres más ricos del mundo, que son casi vecinos.
El primer día en Seattle fue una sucesión de hechos desafortunados. A mi esposa no le gustó la piscina del hotel porque había mucha gente y no ofrecía cabañas que permitiesen una cierta privacidad: no tardó en recordarme que en Los Ángeles estaríamos más cómodos. Al final de la tarde, fuimos caminando a un restaurante italiano que nos recomendaron en el hotel, pero a mi mujer el lugar le pareció viejo, feo y maloliente, y la comida, menos que regular: por supuesto, en Los Ángeles hubiésemos comido más rico, qué duda cabe, en nuestro italiano preferido. Luego nuestra hija se quedó en el hotel con su nana y yo le pedí a mi esposa que fuésemos al cine. Son sólo ocho cuadras, le dije. Seguro que la película es buena, tiene muy buena crítica, añadí.
La tarde estaba fresca, agradable. Las calles del centro de Seattle eran una colección de locos, zumbados, chiflados, bizarros, orates y marginales. Nunca había visto tantos locos juntos. Muchos fumaban marihuana sin disimularlo o encubrirlo. No pocos estaban tendidos en colchones o cartones sobre el piso. No pedían dinero. No parecían con hambre: casi todos eran gorditos, o muy gordos, y tenían el pelo pintado de colores improbables, como verde, naranja o amarillo, y no estaban vestidos con andrajos o harapos, como mendigos, sino con ropa hippie decadente, con pantalones cortos y zapatillas. Un poderoso hedor a marihuana con sobaco y pezuña y transpiración humana se confundía con el aire tibio y espeso de la tarde. Vimos a muchos hombres con vestido de mujer, maquillándose, fumando tabaco o marihuana. Vimos a muchas lesbianas gordas, el pelo pintado de verde, sentadas en la acera, escuchando música punzante, volando en marihuana. Vimos a gente que andaba en calzoncillos, sin zapatos. Nos ofrecieron marihuana legal en cada esquina. Pero no nos pidieron dinero. Los locos de Seattle son una multitud y están orgullosos de ser tan locos y no se rebajan a pedir limosnas.
Mi esposa me reprendió, disgustada, por haberla llevado por esas calles sucias, apestosas, apiñadas de gente rara. Caminaba muy rápido. Me dijo que se sentía en peligro: en cualquier momento me roban o me violan. Le dije que aquellos locos eran inofensivos, que disfrutase del paisaje humano tan extravagante, que no los viese como una amenaza, sino como artistas incomprendidos o perdedores encantadores. Pero fracasé. Mi mujer caminaba a toda prisa y estaba furiosa conmigo y me recordaba que quería estar en Los Ángeles, no en esas calles de Seattle que le parecían horribles, detestables.
Nada cambió para bien cuando llegamos al cine. El centro comercial estaba en obras y parecía haber sido destruido por un reciente terremoto. Las salas del cine estaban en un cuarto piso, pero las escaleras mecánicas no funcionaban. Al comprar las entradas, mi esposa dijo en tono cortante que no quería ver la película que yo había escogido, un drama con buena crítica en el New York Times, pues ella prefería ver una de terror con cocodrilos gigantes que se comían a los humanos, en medio de un huracán. La vi tan molesta que no osé contrariarla: compré dos entradas para la película de terror, sabiendo que la pasaría fatal. Una vez en la sala, mi mujer miró con asco a los asientos: no se reclinaban, eran viejos, parecían sucios, eran los de un cine antiguo, muy venido a menos, no como las salas ultramodernas, con asientos reclinables, del centro de Miami, a las que estamos acostumbrados. Nos sentamos dejando el asiento del medio vacío: señal de que estábamos molestos, distanciados. La película fue mala, estúpida, insoportable, y odié a mi esposa por haberme obligado a verla, al tiempo que ella me odiaba por haberla llevado a Seattle, a caminar por las calles llenas de locos marihuaneros, a esa sala de cine desangelada, decadente.
El regreso al hotel, ya de noche, nos obligó a recorrer nuevamente las calles desbordadas de dementes, nefelibatas, rebeldes sin causa, enemigos del sistema y fumadores de hierbas. Yo los veía con simpatía, veía en ellos a artistas frustrados, a individuos que se habían salido de la carrera de ratas para ser libres, pobres pero libres, pobres pero libérrimos. A pesar de que parecían vivir en las calles y poseer nada o casi nada, daba la impresión de que estaban viviendo la vida que libremente habían elegido y estaban a la espera de que se les presentase una oportunidad para triunfar como músicos, o actores, o maquilladores, o cabareteras. Yo los miraba a los ojos con simpatía y creía ver en ellos a espíritus sensibles, demasiado sensibles para trabajar o deberle dinero al banco. Mi mujer prefería no mirarlos y caminaba tan deprisa que yo casi tenía que correr para no quedar rezagado. Pensé decirle que la película me había parecido malísima o que no debía mirar con hostilidad a los locos, pero preferí evitar una segura discusión y me callé la boca. Llegando al hotel, ella me dijo que no iríamos más al cine en Seattle ni saldríamos a caminar. La había pasado realmente mal. Le pedí disculpas.
Las cosas mejoraron bastante los días siguientes. El clima continuó siendo una delicia. La piscina del hotel, aunque no tan cómoda como la de Los Ángeles, nos ofreció horas de sosiego y placer, las chicas del servicio atendiéndonos con un esmero admirable. Visitamos el jardín japonés, el jardín botánico, los parques más lindos, el museo de arte moderno. Pero lo mejor, ciertamente, fue alquilar una camioneta y manejar media hora, cruzando el lago, al barrio de Medina, donde viven Jeff Bezos y Bill Gates, y hacernos fotos en los portones de sus casas de ensueño, y detenernos en la única bodega del vecindario, atendida por orientales, por supuesto, la bodeguita más linda y acogedora que puede uno imaginar. El barrio de Medina, así llamado como la ciudad sagrada de Arabia Saudita adonde sólo pueden entrar los musulmanes, es uno de los vecindarios más lindos que he conocido en este gran país, junto con Montecito, cerca de Santa Bárbara, en California, y Sausalito, en las afueras de San Francisco, cruzando el gran puente. Las casas son todas enormes, grandes mansiones, y están rodeadas de unos árboles muy altos, los de hojas perennes o perpetuas que no caen en ninguna estación del año. Esos árboles miden hasta noventa metros de altura, dan un aire señorial y garantizan la privacidad deseada. El parque de Medina, con estanques, patos civilizados que se alimentan de tus manos y unos cuervos gordos e inteligentísimos que parecen accionistas de Amazon, me pareció, aquella tarde nublada, a 70 grados F, un sueño, un oasis, el refugio perfecto del verano en Miami. El problema es que las casas más baratas de Medina cuestan tres o cuatro millones de dólares, casi mejor visitar sólo la bodeguita y el parque, y enseguida volver melancólicamente a la realidad. Así como la Medina árabe es sólo para los musulmanes, la Medina occidental es sólo para los muy ricos.
Será difícil convencer a mi esposa para regresar a Seattle. Ella me recordará que las calles están llenas de locos que huelen mal. Yo no vendré solo, me gusta viajar con mi mujer y nuestra hija. El próximo verano trataré de llevarlas a San Francisco, a Palo Alto, al Ritz de Half Moon Bay, lugares donde el clima suele ser muy fresco incluso durante el verano (le atribuyen a Mark Twain haber dicho que el peor frío que pasó en su vida fue un verano en San Francisco). Pero sé que mi esposa insistirá en ir a Los Ángeles a ver si se encuentra con Justin Bieber en la piscina del hotel. Ahora a Bieber le ha salido un competidor: mi mujer está loca por la cantante Billie Eilish. Iremos a verla en Houston a mediados de octubre. Billie también se pinta el pelo de verde, como los locos callejeros de Seattle. Tiene un talento salvaje. Cuando caminábamos por las calles del vicio en Seattle, pensé decirle a mi esposa: Te aseguro que Billie Eilish no vería a todos estos locos como los ves tú, te aseguro que ella los vería con simpatía y hasta con ternura. Pero preferí callarme la boca y evitar una discusión que no llegaría a buen puerto.
Próximo destino: Buenos Aires. Mi esposa no tiene ganas de acompañarme, dice que es una ciudad caótica del tercer mundo. Yo no sé si Buenos Aires es del primer mundo, pero me sigue pareciendo una de las ciudades más lindas e inspiradoras y siempre tengo ilusión de volver a ella. Aunque mis adversarios políticos ganen en octubre o noviembre, seguiré visitando Buenos Aires: es una gran señora decadente, venida a menos, alcohólica, autodestructiva, que, sin embargo, uno estima profundamente, pues te entretiene con su conversación impredecible e ingeniosa y nunca te aburre, aunque a veces pone en riesgo tu vida o tu cartera.
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