Desde muy niña, cuando era gordita y remolona en los estudios, mi hermana Carolina mostraba una inquietante fascinación por el dinero. No tenía sensibilidad por el arte, como mi hermana Dorothy, ni pasión por la política y los deportes, como yo. Su obsesión era el dinero. Como era muy chica para aprender a ganarlo (lo que, por otra parte, nunca aprendió), se dedicaba a adular a la riquísima tía Elsa y al no menos rico tío Bobby, quienes pasaban largas temporadas en Londres, y a quienes escribía cartas zalameras, convenencieras, diciéndoles cuánto los extrañaba y, a continuación, pidiéndoles un número descarado de encargos: vestidos, pantalones, camisetas, zapatillas, zapatos, trajes de baño: ropa, siempre ropa, ropa que no necesitaba realmente, pero que ella les pedía con una premura y una desesperación que bordeaban el abuso. Algo hacía bien, era persuasiva en sus cartas oportunistas, porque la tía Elsa, una santa, le traía desde Londres una maleta llena de ropa y Carolina se sentía en la gloria celestial. El problema era que, como no paraba de engordar, esa ropa ya no le servía medio año después, y entonces reanudaba las cartas pedigüeñas a la tía Elsa y al tío Bobby, quienes por lo visto se creían el embuste de que la rolliza Carolina los quería muy de veras y sufría cuando estaban en Londres.
Como sus calificaciones en el colegio de monjas alemanas eran deplorables y su enemistad por los libros era marcada, Carolina no pudo entrar en las mejores universidades, fue rechazada en los exámenes de ingreso, a diferencia de Dorothy y yo, que entramos sin dificultades a una buena universidad, Dorothy para estudiar literatura, pues era una poeta en cada paso que daba, y yo para estudiar leyes, que, en mi país de origen, eran una rama de la literatura, una forma de ficción, cosa que vine a descubrir bien pronto. Humillada, Carolina se resignó a entrar en una universidad de monjas sin ningún prestigio académico, y allí flotó como una boya o un corcho, haciendo sus previsibles fechorías, simulando estudiar sicología. Por eso, ahora ella dice con jactancia que es sicóloga, pero yo creo que es sicópata más que sicóloga, o loca más que sicóloga: ¿puede una sicóloga ser, al mismo tiempo, una loca? Es la pregunta que me hice a menudo, después de que ella se graduase como sicóloga.
Carolina nunca tuvo un trabajo, nunca trabajó. Se casó con un gordito muy locuaz, muy dicharachero, muy encantador, llamado Manolo. Tuvieron cuatro hijas, una tras otra. Vivían en un apartamento frente al club de golf. Manolo era incansable, trabajaba de sol a sombra, fundó una agencia de aduanas, no ganaba poco dinero, pero, a los ojos de mi hermana Carolina, ese dinero era minúsculo, desdeñable, y ella siempre lo presionaba para que ganase más y más. Estresado, angustiado, sintiéndose un perdedor a los ojos de su amada Carolina, el pobre Manolo comía, bebía y engordaba de una manera salvaje, y se convirtió en un globo de helio atado al suelo. Nunca pudo complacer las desmesuradas pretensiones económicas de Carolina, quien, por su parte, empeoró su adicción a las compras, viajando cada dos o tres meses a Miami, al desangelado centro comercial de Dadeland, para comprarlo todo, maletas de maletas, ocho, diez maletas, como si fuera el fin del mundo o la víspera. Carolina sabía gastar dinero, dilapidarlo de manera industrial, pero, por supuesto, era incapaz de ganar dinero, buscarse un trabajo, colaborar con el pobre Manolo. Milagrosamente, Manolo no reventó de un infarto, sometido a las rapiñas voraces de mi hermana. Pero un buen día se enamoró de la secretaria, mandó al carajo a su esposa y desapareció de la foto familiar. No he vuelto a verlo. Es un buen padre. Es bromista, risueño, pendenciero. Es un globo de gases nobles. Si no levanta vuelo, es porque usa zapatos gruesos.
Separada de Manolo, humillada por la secretaria libidinosa, necesitada de más y más dinero, más y más viajes, más y más ropa para ella y sus hijas tan favorecidas, Carolina, ya muerta la acaudalada tía Elsa, se propuso esquilmar al tío Bobby, pero no llegó muy lejos, porque Bobby se aburría con ella, que era sosa, lela, mema, y prefería la compañía de varones, de preferencia marinos, fornidos, o afroperuanos, jacarandosos, a los que, fiel a sus apetencias, procuraba llevar a la cama, tras negociar las condiciones económicas. Era muy difícil sacarle dinero al tío Bobby: cuando era niña, Carolina lograba ablandarlo con sus cartitas adulonas, pero, ya grande, comprendió, como comprendieron los amantes ocasionales de mi tío tan querido, que Bobby era duro en las cosas del dinero, el típico millonario que cuidaba el centavo con espartana austeridad.
Al morir, Bobby dejó una parte de su fortuna a mi madre Dorita. Entonces salió el sol para mi hermana Carolina. Dorita, ya viuda, se había convertido en una mujer muy rica. Carolina se dedicó a asaltar a nuestra madre de una manera profesional: vendía acciones de Dorita y se quedaba con el dinero, sin que la cándida de nuestra madre lo advirtiera; la convencía de comprar acciones o bonos que luego Carolina ponía a su nombre, abusando de la buena fe de nuestra madre, que no vigilaba sus fechorías; enviaba dinero a cuentas en paraísos fiscales; llevaba de viaje a Dorita y la hacía gastar fortunas en compras para ella y sus hijas; y, cuando ya la había desfalcado de todas las maneras que le dictaba su afiebrada imaginación, le pedía, sin muchos rodeos ni circunloquios, una donación, o un préstamo, o un adelanto de herencia, y la llevaba a los bancos y las notarías y la hacía firmar unos papeles que la pobre Dorita firmaba por cansancio, por bondad, por amor infinito a su hija. En pocos años, Carolina se apropió indebidamente de cuatro millones de dólares de Dorita, y recibió adelantos y donaciones por valor de cuatro millones más. Es decir que mi hermana, la pícara, había pasado a jugar en las ligas mayores: antes, de niña, conseguía ropa comprada en Londres; ahora, de grande, cincuentona, con una cara de loca que metía miedo, había saqueado a su madre por ocho millones de dólares.
Lo que no sospechaba Carolina era que nuestro hermano John, el más listo de los hermanos, estaba atento, había contratado abogados y contadores y llevaba un inventario minucioso de las rapacerías de Carolina en perjuicio de nuestra madre. Por eso, cuando Dorita decidió donar una parte de su fortuna a todos sus hijos, John dio un golpe magistral, que los hermanos le aplaudimos de pie: consiguió que a Carolina se le descontasen todos los millones que, tramposamente, mañosamente, le había birlado a nuestra madre. Carolina fue entonces justamente penalizada por su angurria y su inmoralidad, y de aquella merecida sanción moral aún no se recupera, pues todos en la familia, salvo uno de mis hermanos, el más mamerto, repudiamos su conducta innoble y trepadora. Carolina se quedó sola y hasta Dorita tomó distancia de ella y comprendió que no debía dejarse engatusar por la taimada de su hija, adicta al dinero y compradora compulsiva.
Las cosas, sin embargo, han vuelto a desmadrarse, porque Carolina es infatigable en sus operaciones de rapiña contra nuestra madre. Recientemente la llevó de viaje a Madrid. Por supuesto, Dorita pagó todo. Estando en Madrid, cené en dos ocasiones con mi madre. Así me enteré de que Carolina le pedía todos los días, con insistencia majadera, que le donase tres millones de dólares, que decía necesitar "con urgencia" para "el bienestar de su familia" y "el futuro de sus hijas". Si será caradura y bandolera esta Carolina, incansable en robarle a Dorita. Le rogué a Dorita que no se dejara manipular más por Carolina y no le diese más dinero. Sin embargo, como Carolina viaja con nuestra madre, juega con ventaja y puede convencerla en un momento de fatiga, o de risas histéricas, o de cursilerías sentimentales, técnicas de manipulación que sabe desplegar para persuadir a la buena de Dorita.
Ahora Carolina y nuestra madre han venido a Miami. Huelga decir que Dorita paga todo. Mi hermana compra tanto que ya no le cabe en ocho o diez maletas: ¡ahora manda sus compras a Lima en un contenedor! De nuevo, todos los días, todas las noches, la angurrienta de Carolina le pide, le suplica, le exige a Dorita que le dé tres millones de dólares. Mi madre es tan buena que, me temo, cederá, tarde o temprano, a las pretensiones de su hija. Poco o nada puedo hacer yo, salvo rogarle a Dorita que no siga cayendo en las trampas mercenarias de su hija: que no viaje con ella, que no le compre contenedores de cosas absurdamente lujosas, que le haga entender que ya le dio bastante dinero y no le dará más, punto. Pero Dorita, una santa, es demasiado buena para ver las cosas con lucidez, desapasionadamente, y para meter en vereda a la asaltante de Carolina, a quien todos en la familia repudiamos, salvo un hermano mamerto.
Mi hermano John, habilísimo en los negocios, me asegura que nuestra madre no podrá darle a Carolina los tres millones que le pide machaconamente. John, un caballero, lo tiene todo atado y bien atado para proteger las finanzas de nuestra madre. Espero que Dorita no caiga en las trampas de su hija. Espero que John prevalezca. Pero, sobre todo, espero que la loca incurable de Carolina termine quebrada: a ver si, por fin, consigue un trabajo digno y aprende a ganar dinero honradamente.
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