(Desde Miami) Estados Unidos es el país con la mayor población de inmigrantes del mundo. Somos cerca de 48 millones de personas. Casi el 15% de su población.
Estos datos estadísticos son el reflejo de lo que es Estados Unidos. Un país hecho por inmigrantes. Desde el inicio de su historia, los inmigrantes sembramos sus campos, tendimos su red ferroviaria, edificamos sus ciudades y peleamos sus guerras. Los inmigrantes somos la raíz conceptual de este país de colonos.
Sin nosotros el país no existiría.
La independencia de los Estados Unidos tuvo lugar el 4 de julio de 1776. No se trata de un imperio milenario. No hablamos de realeza centenaria. Es un país joven. Como lo son todos los países del continente americano, en su gran mayoría independizados en las dos primeras décadas del siglo 19, apenas unos pocos años más tarde que Estados Unidos. El único país del continente que se convirtió en potencia mundial.
Dos siglos después, se vive un drama humanitario muy doloroso. Familias separadas. Centros de detención. Muertes trágicas. Caravanas de destino incierto. Niños arrancados de los brazos de sus madres. El horror de una realidad de la cual es imposible evadirse y para la cual parece muy difícil encontrar una solución. Para quienes somos inmigrantes en los Estados Unidos, es el reflejo de muchas situaciones que en mayor o menor medida nos tocó vivir. Irse de la casa de uno siempre es triste. En cualquier momento de la vida y bajo cualquier circunstancia. El país, las costumbres, la familia, el conjunto de elementos que forman nuestra identidad. Todo eso queda atrás. Todo eso que nos protege, que nos arropa. Que nos pertenece. Ni más menos que nuestra alma. Sí. Para ser inmigrante tenés que vender tu alma. O al menos, dejarla en la casa de empeños.
El inmigrante nunca es querido. Puede ser tolerado. Pero jamás alcanzará el grado de aceptación que tiene en su propio país. Si quieren un ejemplo de esto no hace falta que miren las manifestaciones de los grupos supremacistas blancos en Estados Unidos. Basta con que conversen con cualquier boliviano en Argentina, con cualquier guatemalteco en México, con cualquier paraguayo en Brasil. El poderoso, el que recibe, siempre se siente invadido. Contra todo eso debe luchar el inmigrante durante toda su vida. Porque la condición de inmigrante es para siempre. Es una marca que llevamos con iguales proporciones de orgullo y dolor. Orgullo por haber logrado en mayor o menor medida salir adelante en un medio adverso. Y dolor por haber dejado de lado la vida que todo ser humano tiene el derecho a vivir: en su lugar de pertenencia, con su cultura y sus seres queridos.
Arrojarse a esa aventura que como únicas certezas ofrece desarraigo, dolor y angustia, únicamente se explica cuando la alternativa es aún peor. Invito al lector a que imagine qué puede ser peor que cruzar países enteros a pie, sin dinero, apenas con lo puesto, sin comida ni agua. Sin tener donde dormir, donde ir al baño. Sin seguridad física o jurídica. Marchando apenas con la ilusión de llegar a una frontera infranqueable. Lidiando con peligros tales como la trata de personas, los traficantes de órganos, la guerrilla armada, las maras y las devastadoras condiciones climáticas de la selva y el desierto.
Hay una tendendcia muy marcada, expresada incluso por altas autoridades políticas y religiosas, de responsabilizar a Estados Unidos por toda esta situación.
Sí. Se culpa por el drama de los inmigrantes al país con la mayor población de inmigrantes en el mundo.
No hay dudas de que la falta de humanidad y de grandeza reflejada en los recientes hechos de público conocimiento son ampliamente repudiables. Esta nación es mejor que eso. Eso es verdad. Pero como decía una brillante campaña publicitaria creada por Washington Olivetto para el diario Folha de Sao Paulo, se pueden decir muchas mentiras diciendo solamente la verdad. La responsabilidad de generar oportunidades para los habitantes de los países de Latinoamérica es de sus propias sociedades y gobiernos. ¿Cómo puede ser que un país como México, de exuberante riqueza, estratégicamente ubicado, con costa en el Pacífico y el Atlántico, obligue a su gente a emigrar? ¿Cómo puede ser que el único objetivo de todos los emigrantes de Centroamérica y el Caribe sean los Estados Unidos?
¿Qué es lo que hacen tan mal los sucesivos gobiernos como para que tantos cientos de miles de Latinoamericanos entiendan que una aventura peligrosa teñida de incertidumbre, dolor y tragedia es preferible a la vida que pueden llevar en su propia casa?
Si cada uno de nosotros tuviera oportunidades en sus países, a ninguno se le cruzaría por la cabeza emigrar. Pero mientras se sigan señalando culpables afuera en lugar de asumir responsabilidades adentro, seguiremos viendo fotos de familias ahogadas en el Río Bravo.
Intentando en vano entrar al país de los inmigrantes.