El grado de volatilidad de la economía argentina la vuelve impensable a largo plazo y esto no es nuevo. Que lo que falta son instituciones fuertes, tampoco. Pero la construcción de la institucionalidad se lleva adelante con objetivos claros. La magnitud del reciente sato del tipo de cambios nos vuelve a hacer pensar en la política de alícuotas para las exportaciones, en particular del sector agropecuario, y por varios motivos.
El esquema de retenciones del gobierno anterior estaba mal trazado, desincentivaba los cultivos, alentaba la especulación y no contemplaba el cuidado de la agroindustria en momentos de baja de precios. Esta administración planteó otro camino, el de quitar el freno que pesaba sobre el sector mediante la eliminación del derecho de exportación para el maíz, trigo y girasol; y un esquema de reducción paulatina para la soja (nosotros criticamos desde su origen y mucho más en un contexto de crisis cambiaria). Hasta el advenimiento de la sequía venía dando resultados.
Hoy las circunstancias requieren de un esquema agresivo de política económica para evitar que la corrida cambiaria afecte aún más a la actividad económica. La política monetaria está debilitada, el gasto público sujeto al compromiso con el FMI y el salario real y en dólares deprimido. Hoy hay que minimizar el traslado del tipo de cambio al nivel de precios, en particular en alimentos, porque el consumo de las familias depende de esta canasta.
Para lograrlo las retenciones son un instrumento muy potente. El lector ha de notar que aún no se tocó el tema fiscal, y esto es porque además del impacto positivo sobre el erario, las retenciones afectan el precio de los alimentos. Esto es porque actúan como un diferenciador del precio doméstico de los internacionales. El impacto más directo ocurre con el del trigo, el maíz y el girasol porque son bienes de consumo diario; con ellos se elabora el pan, los fideos y el aceite, por ejemplo.
El precio de estos bienes en el mercado interno equivale al precio internacional menos el porcentaje de la alícuota. La soja, en cambio, tiene un impacto fiscal en una primera instancia y luego incide sobre los alimentos en un segundo momento. Si bien los argentinos no consumimos soja, su valor es un costo para alimentar animales de feedlot, lo cual incide en el precio de la carne, y además su plantación desplaza, por ejemplo, la del trigo o el maíz, si el rendimiento de su cosecha es más elevado.
Por último, resta el tema fiscal. La devaluación atenta contra el cumplimiento de las metas fiscales porque afecta a la actividad económica, y con recesión la recaudación merma. Las retenciones tienen un impacto directo de aumento de recaudación, pero además amortiguan el traslado de la devaluación a los precios.
Sin duda disminuye el impacto sobre la actividad económica y por ende sobre la recaudación. La política impositiva es una parte importante de la institucionalidad, máxime cuando se aplica transitoriamente sobre uno de los sectores más favorecido por esta crisis cambiaria.