Nada es más importante, absolutamente nada, ni una reunión familiar, ni una liturgia religiosa, ni una refriega erótica, ni un acto político, ni el estreno de una película o la publicación de un libro, que un gran partido de fútbol. Todo lo demás se subordina al poderoso e irresistible hechizo que ejerce un gran partido de fútbol. Todo se rebaja y palidece y se torna gris y prescindible comparado con un gran partido de fútbol.
Mi vida no se cuenta en años, sino en mundiales de fútbol. No espero las próximas elecciones nacionales, parlamentarias o municipales, no aguardo la celebración de mi cumpleaños venidero, no calculo el tiempo según los retornos o dividendos de mis inversiones ni los pagos mensuales de la televisión o las regalías de mis libros, no cifro mis ilusiones en llegar vivo a los setenta u ochenta años: la medida sanguínea de mi tiempo es el próximo mundial de fútbol, y todos mis esfuerzos cobran sentido si pienso en llegar vivo a ese evento que paralizará mi vida por completo durante un mes. No he vivido, pues, 52 años: he vivido once mundiales de fútbol, contándolos no desde 1970, porque entonces tenía apenas cinco años y no recuerdo nada, sino desde 1974, un mundial que ya recuerdo muy bien, y en el que había apostado a que ganaría Holanda, lástima que quedó segunda. ¿Cuántos mundiales más podré vivir como espectador, no necesariamente desde las gradas de un estadio, sino mirándolo todo en la pantalla gigante de televisión? Me daría por bien servido si el destino me regalase cinco mundiales más, y si pudiese asistir como espectador al de 2030, en caso de celebrarse en la Argentina y Uruguay.
Los mundiales que recuerdo con más emoción son los de 1978 y 1982, en los que jugó la selección peruana, sobre todo el primero, con un equipo maravilloso, que nos dio grandes alegrías, y el de 1986, en el que fui un hincha feroz, fragoroso, pendenciero, procaz, de la Argentina. Después ya no me he emocionado tanto como en aquellos tres mundiales. ¡Cómo gritamos en casa los goles peruanos ante Escocia en 1978! ¡Cómo festejé los goles de Maradona en 1986! ¡Con qué emoción lloré cuando la Argentina alzó la copa en ese mundial!
Cuando se juega un mundial, o un partido de eliminatorias como el del pasado jueves, yo me secuestro de las actividades cotidianas, interrumpo la vida tal como ella transcurre habitualmente, cancelo todo, suprimo citas y actividades y trabajos, mando al carajo las responsabilidades de toda índole, me vuelvo un rehén o un fanático o un lobo solitario, me ensimismo, me aíslo, me encierro, me concentro, y desaparezco de la vida mientras el fútbol se apodera de todo, de mis ilusiones y fantasías, de mis euforias y alegrías, de mis tristezas y depresiones. El fútbol es entonces mi religión, mi ideología, mi vocación más poderosa, duradera e inescapable, mi relación más visceral y apasionada con la vida misma. Nada supera la belleza estética y la emoción quemante de un gran partido, de un gol perfecto, inolvidable: ni un libro, ni una película, ni un cuadro, ni una poema, ni el cuerpo de la persona a la que amamos al borde del vértigo y la locura. El tipo de sufrimiento y éxtasis al que me conduce el fútbol, una agonía hecha de gritos, insultos, amenazas, mentadas de madre, un júbilo que me hace saltar puerilmente como un niño cuando se obtiene el resultado deseado, supera a no dudarlo al placer que puedo obtener contemplando alguna obra de arte, o tratando de crearla, o, si me apuran, haciendo el amor con la persona con quien comparto mi vida. No comparto con ella, mi esposa, la contemplación del partido de fútbol, no, no, qué ocurrencia: yo miro los grandes partidos a solas, encerrado, la puerta trabada con pestillo, y camino, brinco, doy gritos y puteo como un demente, como un animal, no conozco otra manera de vivir el fútbol, así lo he vivido desde niño. Mi esposa, recluida en su cuarto, agitada, hiperventilada, con taquicardia y palpitaciones, ve el partido y lo sufre a su manera, y cuando termina, si el resultado propicia nuestra alegría, corremos a abrazarnos y ella salta sobre mí y yo la cargo y le doy vueltas, gritando como dos lunáticos.
Cuando era un niño, y luego un adolescente rebelde, el fútbol lo era todo para mí, abarcaba por completo el ámbito o la esfera íntima del placer: lo vivía, sufría y gozaba escuchando la radio a pilas, luego asistiendo al estadio, después escapando del colegio para ir a ver los entrenamientos de mi equipo favorito, y finalmente viajando en tren, en bus o en avión, siendo aún menor de edad, para ver los partidos de la selección, o de mi equipo, en provincias o el extranjero. Por entonces yo soñaba con ser un periodista deportivo y dedicarme a viajar por el mundo narrando y comentando los grandes partidos, y nada me parecía más lindo, conmovedor e imprescindible que un gran partido de fútbol, nada, absolutamente nada: el fútbol era para mí lo que la religión para mi madre y las armas y los safaris para mi padre. Mi madre tenía al Papa y a Monseñor Escrivá, fundador del Opus Dei; mi padre, a su colección de armas cortas y largas y sus cabezas de animales disecadas, colgadas en la sala, sobre la chimenea; yo, a la gloriosa selección peruana, al Nene Cubillas, al Poeta Cueto, al Patrón Velásquez, al Loco Quiroga, al Panadero Díaz, al Gran Capitán Chumpitaz, al Jet Muñante, a Barbadillo, al Ciego Oblitas, al Trucha Rojas, al Diamante Uribe: en ellos, mis deidades paganas, mis ídolos con zapatos de cocos, cifraba toda mi fe y felicidad, y sus piernas eran las mías, y sus goles legendarios me transportaban al nirvana, a la gloria celestial. Mi padre no entendía ni aprobaba mi pasión por el fútbol, decía socarronamente que el fútbol peruano consistía en "veinte zambos persiguiendo una pelota como si fuera un bistec", pero yo no lo veía de esa manera, yo veía arte puro donde él veía vulgaridad a patadas, yo encontraba belleza, refinamiento y excelencia donde él solo podía ver, una pena, hombres del pueblo, cholos, indios, sudando copiosamente.
Han pasado veinte, treinta, cuarenta años, y mi pasión por el fútbol no solo no ha menguado o declinado, sino que, enhorabuena, se ha acentuado, si tal cosa era posible. Si bien no vivo en el Perú hace mucho tiempo, porque me fui cuando tenía veintisiete años y ahora cuento cincuenta y dos, soy radicalmente peruano, brutalmente peruano, inequívocamente peruano, cuando la selección juega un partido de eliminatorias, no digamos ya del mundial. Poseo también el pasaporte azul de los Estados Unidos, pero me importa tres carajos si la selección de ese país gana o pierde, si va al mundial o queda afuera, jamás veo un partido de los que le tocan jugar, no me representan, no me siento uno de ellos. Es decir que en mi fuero íntimo, en la zona más ardiente de mi corazón, en mis tripas y mis vísceras, en mi estragado sistema nervioso, soy, sigo siendo peruano, y eso no ha cambiado ni cambiará. ¡Cómo he gritado los goles de Perú ante Uruguay, Bolivia y Ecuador! ¡Cómo he sufrido los últimos minutos contra Bolivia y Ecuador, temeroso de que nos empataran! ¡Cómo he aplaudido las salvadas del gran portero Gallese en La Bombonera el pasado jueves! ¡Cómo he anudado fuerzas para que Perú aguantase heroicamente el empate! ¡Cómo he vuelto a rezar cada cinco, diez minutos, rogándole a Dios que nos ayude a clasificar al mundial, cosa que no ocurre desde 1982! En estos últimos partidos, me he sentido más peruano que nunca, y mi euforia se ha desbordado a tal punto que, por las dudas, ya compré los pasajes para viajar a Auckland los primeros días de noviembre, en caso de que Perú quede en zona de repechaje, y ya tomé la decisión de que viajaremos a Rusia en junio, si Perú clasifica al mundial, y veremos todos los partidos peruanos en ese mundial, y cuando digo "veremos", incluyo por supuesto a mi esposa, a nuestra hija de seis años, que se ríe mucho viendo cómo salto de alegría con un buen resultado de la selección, y quizás también a mi madre Dorita, que con los años le ha tomado el gusto a ver los grandes partidos de la selección peruana.
He aprendido de mi abuelo Jimmy, que en paz descanse, y que siempre me decía "el que sabe, sabe", a hacer apuestas familiares en vísperas de un gran partido: hay que acertar el marcador, y el que gana se lleva una buena suma en dólares, y entonces entran a jugar mis hermanos, mis cuñadas, mis sobrinos, lo que le da más emoción al juego, y por supuesto soy yo, el hermano mayor, el que aporta el premio en metálico a quien gana, o a quienes ganan. En el partido del jueves aposté a que Perú empataría gloriosamente, bien parado, jugando con aplomo y elegancia, ante la Argentina, y ahora apostaré a que ganará el martes por un gol de diferencia frente a Colombia. No puedo imaginar la felicidad que me invadirá si Perú gana el martes y clasifica directamente al mundial. No sé cómo lo celebraré, ya estoy viejo para emborracharme o fumarme tres porros seguidos de marihuana o saturar mis orificios nasales de cocaína, creo que me pondré mi camiseta de la selección y jugaré un partido aparte con mi esposa en la cama, esa celebración erótica me parece que sería muy apropiada, porque ella vive y sufre el fútbol casi tanto como yo. Y la alegría será más completa si la Argentina gana en la altura de Quito y clasifica directamente, pues yo soy y he sido siempre un argentino en el clóset, camuflado, mal agazapado, y creo que un mundial sin Messi sería una pena muy grande, no puedo ni imaginarlo. Y todo sería perfecto si Chile arranca un empate heroico ante Brasil, queda en zona de repesca y clasifica finalmente, tras eliminar a Nueva Zelanda. En cuanto a Colombia, país al que quiero tanto y en el que he vivido, cuánto lo siento, pero esta vez les toca quedarse afuera, mil disculpas, ya han jugado varios mundiales mientras los peruanos lo veíamos todo por televisión, haciendo barra por ustedes, además.
El martes será el día más importante del año para mí, y si me apuran el más importante de hace muchos años, y en caso de que al final prevalezca Perú, no me busquen esa noche en mi programa de televisión, pues seguramente estaré en una cantina, antro, bar de alterne o lupanar, festejando a viva voz y alicorado con mis compatriotas, o ya luego en la cama, con mi esposa, ambos vistiendo la camiseta peruana, haciendo la segunda cosa más importante de la vida después del fútbol, que es el amor.
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