Hace unos años escribí una columna titulada "Ahora que por fin soy rico", narrada en primera persona, contando que había recibido una cuantiosa herencia de mi madre y que, casi al mismo tiempo, los médicos me habían encontrado un tumor en el cerebro que no era posible operar ni extirpar. El texto, presumiblemente anclado en la ficción, aspiraba sin embargo a ser creíble, y por lo visto dicha intención de confundir la realidad con lo que podía ser verídico pero no lo era, o no del todo, se cumplió a cabalidad. La columna fue publicada en varios diarios de América y, para mi sorpresa y consternación, provocó que la gran mayoría de sus lectores asumiera como un hecho seguro, incontrovertible, que yo había heredado millones y que, simultáneamente, se me había diagnosticado un cáncer terminal.
Pero no fue eso lo que más me sorprendió, porque en cierto modo resultó halagador que tanta gente creyese como verdaderas las cosas que yo había maliciado, inventado, para urdir un texto de cierta belleza literaria: un hombre que de pronto, por esos caprichos del azar, se vuelve rico, muy rico, pero al que no le alcanzará el tiempo para disfrutar de su fortuna. Lo que me impresionó sobremanera, y aún ahora me deja perplejo, pensativo, fue atestiguar las reacciones de felicidad, euforia y júbilo que la noticia despertó entre mis números enemigos. ¡Había que ver lo dichosos que decían estar, seguros de que yo tenía cáncer y moriría pronto! ¡Cómo celebraban la noticia y me deseaban una muerte lenta y tortuosa! ¡Con qué premura salían de sus madrigueras tantas salamandras, alimañas y comadrejas, diciendo que mi cáncer en el cerebro era un justo castigo de los dioses, por haber dicho yo tantas veces que deseaba las muertes de los dictadores Castro y Chávez! ¡Era muy notable, y algo tenía que revelar de la condición humana, no sólo de la calaña de mis adversarios, que una noticia de esa índole, la cual además era falsa, inventada, literaria, fuese tan aplaudida y festejada por miles de personas! Incluso muchas personas que decían quererme o conocerme o admirarme me escribían mensajes de aliento y solidaridad, que de algún modo dejaban en evidencia que, aún queriéndome, o diciendo quererme, preferían pensar que yo en efecto estaba enfermo, antes que dudar de que el texto pudiese estar minado o traspasado por el venenillo de la ficción. En aquella ocasión, pensé: A la gente le gusta enterarse de que una desgracia mortal, un mal incurable o una desdicha terrible se ha abatido sobre sus enemigos, y hasta sobre sus conocidos. ¿Por qué? No lo sé bien. Pero aún ahora, si uno lee mi biografía en Wikipedia, encontrará esta joya: "A fines de 2013, el escritor reveló que padecía de un tumor canceroso inoperable al cerebro". Es decir que todos, o casi todos, en lugar de preguntarme si el texto era ficticio, asumían, querían asumir, necesitaban asumir, que era real, cierto, indudablemente cierto: Baylys, ese cabrón, ese mercenario, esa mariquita mal peinada, ese conspirador derechista vendido al imperio, merecía morir pronto, y sufriendo todo lo posible.
Más recientemente han ocurrido otros eventos que me han dejado de nuevo perplejo y pensativo sobre la condición humana, sobre la necesidad que tenemos los individuos de desear toda suerte de desgracias, oprobios y penurias a quienes odiamos, y hasta a quienes ni siquiera detestamos. Por ejemplo, ¿por qué será que odiamos tanto a ciertos políticos que esperamos ansiosamente alguna prueba inequívoca de su corrupción para que sean despachados a la cárcel? Millones de argentinos serían felices si la viuda de Kirchner, sobre la que pesan razonables sospechas de corrupción, fuese encerrada en un calabozo. La odian, y la odian tanto, que quieren, necesitan, verla presa. Lo mismo ocurriría con millones de peruanos que celebrarían con júbilo alguna prueba demoledora de corrupción contra el ex presidente García: ¡cómo festejarían verlo en una mazmorra, con qué ardor desean que se pruebe que es un ladrón! Pero no sólo quisieran ver preso a García, también a la hija mayor de Fujimori: ¿por qué será que tantos peruanos, muchos de los cuales alguna vez votaron por esos mismos políticos, ahora desean tan intensamente, tan impacientemente, que sus líderes sean todos unos grandes ladrones y vayan presos? Porque si al final se prueba que García ni la señora Fujimori recibieron sobornos, sería una mala noticia para ellos, sus sañudos adversarios, pero si se confirma que robaron o recibieron dineros indebidos, bueno, sería la mejor noticia del año. ¿Por qué? ¿Por qué desear tanto la desgracia del otro, del que se presume que tiene más poder que uno mismo? ¿Será una manera de olvidarnos y redimirnos de nuestra mediocridad? ¿Será una forma de vengarnos porque a ellos les ha ido mejor que a nosotros y por tanto parece justo que ahora les vaya peor, mucho peor, para compensar un poco las cosas? Porque, ¿acaso mejoraría la vida de los argentinos si la viuda innombrable, flor de demagoga, fuese presa? ¿O los peruanos vivirían mejor si García, obeso charlatán, estuviese en una mazmorra, adelgazando? ¿O los panameños aumentarían sus ingresos si el ciclón Martinelli fuese extraditado y apresado? ¿O los colombianos viven mejor cada vez que meten en la cárcel a un hermano o ex ministro del heroico Álvaro Uribe? No: la prisión de tales o cuales políticos no cambiaría de un modo significativo nuestras vidas, y sin embargo la deseamos, la soñamos, como si fuésemos a ganarnos la lotería.
Esta es entonces la pregunta de fondo: ¿por qué se aloja en el espíritu humano esa extraña y oscura necesidad de que a los otros les vaya mal, pésimo, fatal? ¿Por qué es una buena noticia que yo tenga cáncer terminal y una mala noticia que todo sea un texto de ficción? ¿Por qué nos alegraríamos tanto si todos los políticos sospechosos terminasen siendo indudablemente corruptos, viles, abyectos, miserables? Podría decirse que los lectores de "Hola!" se alegran viendo las fotos de lo bien que se lo pasan los ricos y famosos: esa revista elige deliberadamente mostrar cómo gozan, y escamotear cómo sufren, aquellos que tienen más fama, dinero y poder que nosotros, los viles peatones, los lectores babosos. Pero la mayoría no son, no somos, lectores de esa revista frívola: a nosotros, la mayoría envidiosa, celosa, furiosa, nos encanta saber que de pronto los dioses se han ensañado impiadosamente con tales o cuales ricos y famosos, y entonces sus amores se han roto, sus fortunas han diezmado, sus cuerpos perfectos han engordado o se han arrugado. Por eso, cuando recientemente la prensa seria especuló sobre la separación de la bella Shakira y Piqué, ¿quién, díganme quién, no estaba deseando que en efecto ese amor terminase, se avinagrase, y los novios se separasen, y acabasen litigando en tribunales? La buena noticia no era que siguieran juntos, sino que peleasen con ferocidad caribeña, del mismo modo que la buena noticia no es que Vargas Llosa y la Preysler sigan juntos, tan contentos, celebrando el amor tardío: no, en el fondo de nuestros pequeños corazones helados, siempre es invierno en el corazón, nos haría tan felices leer que la filipina se hartó del marqués, lo abandonó y se fue con otro mucho más joven, puedo oír lo que dirían las señoras de Lima: "eso le pasa por dejar a Patricia, por humillarla como la humilló, se merece que lo dejen solo, ojalá se muera solo y bien solo por lo que le hizo a Patricia". Ya digo, así como a menudo deseamos el infortunio y la desdicha a los políticos, a todos los políticos, los de derechas y los de izquierdas, también nos encontramos anhelando de un modo soterrado, mezquino y conspirativo que los ricos y famosos se peleen, engorden, se vayan a la quiebra, se mueran despacito y sufriendo. O sea, que la loca de Baylys tenga cáncer y no disfrute de su fortuna inmerecida; que el ladrón de García y la bellaca de Fujimori vayan presos y de paso que no indulten a Fujimori papá; que la viuda de Kirchner se pudra en un calabozo helado; que Shakira se harte de Piqué y lo mande al carajo; y que la Preysler abandone tras abofetearlo al gran Vargas Llosa. Pero resulta que si el lector, ese sujeto que considera que la vida ha sido injusta con él, ve cumplirse todas sus más miserables expectativas, la verdad es que su existencia no cambiará de un modo sustancial para bien ni para mal, aunque tal vez sienta a ratos un poderoso ramalazo de mal nacida felicidad, imaginando que los otros, los que tuvieron más fortuna que él, ahora están sufriendo, ¡ya era hora!
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