En Kiev, cuando la ciudad duerme y el frío cala los huesos, un grupo de hombres mantiene su vigilia sobre un techo cualquiera, en un rincón que resiste. Es la rutina de los voluntarios de Mriya, un grupo civil que enfrenta la invasión rusa con armas heredadas del siglo pasado y un temple forjado por la adversidad. Mientras las luces de la capital titilan en la distancia, ellos escuchan atentos el zumbido metálico de los drones Shahed, fantasmas iraníes que surcan el cielo con una misión de muerte.
Esa noche, 1 de diciembre, los mapas militares mostraban un enjambre de drones aproximándose. En una pequeña habitación en lo alto de un edificio, siete hombres bebían café y cortaban un pastel mientras aguardaban órdenes. A sus pies, la música de un club nocturno retumbaba como si el mundo no estuviera bajo ataque.
—Es un festín en tiempos de cólera —murmuró a The Washington Post Oleksandr Muzyka, comandante de 53 años, mirando con desdén a los jóvenes que salían del club.
El grupo, compuesto por hombres de entre 30 y 60 años, prepara su vieja ametralladora Maxim de 1944. Artem, un músico de Donetsk, observaba con calma una tableta que marcaba la posición de los drones.
—Están en la región de Kiev —dijo, señalando el pastel—. Mejor comámoslo ahora que está fresco.
Una guerra de resistencia
En esta azotea, los voluntarios de Mriya se han atrincherado por dos años. La posición es secreta, protegida por temor a represalias rusas. Desde ahí, observan mapas, escanean el cielo con reflectores y afinan el oído al distintivo ronroneo de los Shahed. Si el dron se acerca, uno toma el arma mientras otro alimenta las balas, replicando escenas de un cine bélico anticuado.
A las 9:49 p.m., sonaron las sirenas. Los hombres salieron al aire helado, ajustándose cascos y retirando la lona que cubría el arma. Bajo una neblina gris, sus ojos buscaban la amenaza. Pero el Shahed, volátil como un ave nocturna, no cruzó su línea de fuego.
Esta resistencia nocturna es el alma de Kiev: ciudadanos comunes convertidos en soldados por necesidad. Serhii Sas, juez retirado y ahora comandante de Mriya, describe la simplicidad con la que empezaron:
—Un dron voló sobre mi cabeza. Pensé que no necesitaríamos más que un arma para derribarlo.
El ejército les proveyó municiones y armamento, pero lo demás —chalecos antibalas, cascos, ropa de camuflaje, hasta la comida— es autofinanciado. Incluso el pastel en su mesa lo compraron ellos mismos.
Entre turnos y alarmas
Los turnos duran 12 horas. Cuando no están disparando, se refugian del frío con tazas de té y calentadores de manos. Oleksii Tkachenko, de 50 años, habla de su familia: su esposa y su hijo pequeño huyeron a Irlanda.
—Es mejor vivir separados y ganar, que juntos bajo Rusia —confiesa con un dejo de nostalgia.
La guerra se siente más aguda durante las madrugadas. A las 12:30 a.m., Serhii Zamidra entra para calentar agua. Afuera, el sonido lejano de explosiones revela que un Shahed ha golpeado un edificio residencial en Ternopil, al oeste, dejando muertos y heridos. Los drones, pequeños y letales, son una estrategia rusa para agotar las defensas aéreas y sembrar terror en la población.
Zamidra lo explica con resignación:
—Cada noche es igual. Nos quedamos aquí toda la madrugada, luego volvemos a casa y al trabajo.
Para los civiles, el impacto es psicológico. Las sirenas los despiertan; corren a sótanos helados o estaciones de tren. Cuando creen que el peligro ha pasado, otra alarma los lanza de nuevo al frío.
Juegos en la sombra de la guerra
Al amanecer, los hombres seguían en la azotea. Ihor Bielski, de 67 años, apagó el reflector mientras el cielo clareaba. La noche había sido una más: tensa, sin victorias, pero también sin bajas. Algunos regresarían esa misma noche; otros descansarían, aunque fuera unas horas. Zamidra tiene un ritual al terminar su turno: llevar a su hija de 4 años al jardín infantil.
En las calles, los niños han convertido la guerra en un juego.
—Se sientan en el arenero y alguien grita, “¡Alerta aérea!” —cuenta Zamidra—. Corren, se esconden, juegan al escondite. Así como nosotros jugábamos de niños.
Pero su juego, admite con tristeza, refleja una nueva realidad: su infancia está marcada por el sonido de las sirenas y el eco lejano de los Shaheds. En Kiev, la resistencia no solo vive en los techos; también en los corazones de quienes, día tras día, se niegan a ceder.