En una noche sin testigos y con el reloj corriendo en contra, el hombre que durante más de dos décadas gobernó Siria fue llevado de su tierra sin siquiera una despedida. Bashar al-Assad, el dictador cuyo régimen marcó a fuego al país con un conflicto civil devastador, abandonó Damasco en un avión cuyo transpondedor fue apagado intencionalmente para evitar ser monitoreado. La operación fue tan hermética que, según fuentes, ni siquiera Maher Al-Assad, hermano del déspota, sabía del plan.
Los rebeldes que llegaban del norte sirio cercaban la capital, y la suerte del heredero del clan Assad parecía echada. Fue entonces cuando Rusia, su aliado más poderoso, intervino por última vez: no para rescatar su gobierno, sino para garantizar su supervivencia.
La relación entre Rusia y Siria tiene raíces profundas, sembradas durante el mandato de Hafez Al-Assad, padre de Bashar, quien consolidó la alianza con Moscú en los años setenta bajo el paraguas soviético. Este vínculo se intensificó en 2015, cuando la intervención militar rusa inclinó la balanza de la guerra civil a favor del régimen de Assad.
Sin embargo, la historia de cooperación estuvo marcada por la desconfianza. Para el Kremlin, Bashar era un aliado complicado, reacio a implementar incluso las reformas más simbólicas. Pese a esto, Vladimir Putin se negó a abandonarlo. Los recuerdos de la brutal ejecución de Muammar Gaddafi en 2011 durante la primavera árabe dejaron una impresión duradera en Moscú. “Putin no iba a permitir que Assad tuviera el mismo destino”, confesó un ex diplomático ruso al diario The Guardian.
La caída de Al-Assad lo convierte en el último integrante de un grupo selecto de exiliados que encontraron refugio bajo el ala de Putin. Su destino en Moscú parece sellado: una vida en el anonimato, lejos de las cámaras y bajo estricta vigilancia. Comparado con el expresidente ucraniano Viktor Yanukovych, quien habita un opulento suburbio moscovita tras ser derrocado en 2014, Assad no gozará del lujo del protagonismo. La sombra de su régimen, acusado de crímenes contra la humanidad, lo condena al ostracismo político y mediático.
Mientras tanto, el silencio de Rusia sobre su huésped es ensordecedor. Las imágenes de rebeldes sirios explorando las mansiones de Al-Assad, repletas de autos deportivos y bolsas de diseñador, son un recordatorio visual de su caída. En contraste, Moscú ha sido cuidadoso de no mostrar al exlíder en público, como si esconderlo fuera clave para borrar el rastro de su apoyo a un dictador cuya derrota se presenta como fracaso personal de Putin.
Sin embargo, hay una pregunta que permanece flotando: ¿cuál será el legado de Bashar al-Assad en una Rusia que lo acogió por necesidad más que por lealtad?
El futuro de Bashar al-Assad parece condenado a la invisibilidad. En Moscú, donde ha encontrado refugio bajo la protección de Putin, el exlíder sirio enfrentará una existencia marcada por el aislamiento. No habrá cámaras, ni declaraciones públicas, ni opulencia exhibida. Lo espera una vida cuidadosamente diseñada para mantenerlo fuera del radar, vigilado constantemente por los servicios de seguridad rusos. Para muchos, esto es el final inevitable de una carrera política que combinó autoritarismo implacable con una incompetencia estratégica que terminó por marginarlo del poder.
“El régimen de Assad no solo fue brutal; también fue incapaz de evolucionar”, comentaron analistas tras su caída. Durante años, las presiones internacionales y las recomendaciones de sus aliados para introducir concesiones mínimas hacia la oposición fueron ignoradas. Incluso Rusia, su más firme respaldo, veía con frustración cómo el líder sirio rechazaba cualquier cambio que pudiera estabilizar el país sin comprometer su control absoluto.
Las lecciones de otros líderes depuestos parecen haber influido en la decisión de Putin de garantizar la seguridad de Al-Assad. En un gesto calculado, el Kremlin aseguró su evacuación para evitar que fuera capturado o ejecutado por las fuerzas rebeldes, un destino que habría erosionado aún más la ya frágil imagen de Rusia en el escenario internacional.
Sin embargo, este acto de “hospitalidad” no significa simpatía. A diferencia de otros exiliados que comparten el espacio moscovita, como Edward Snowden o el mismo Yanukovych, Al-Assad no será mostrado como un trofeo político. Más bien, será relegado a una vida de irrelevancia política, con su historia escrita al margen de la narrativa oficial rusa.
Rusia, cuyo Putin enfrenta una orden de arresto del Tribunal Penal Internacional, es por ese motivo un refugio menos vulnerable a presiones o incentivos para entregar a su huésped a las autoridades que buscan procesarlo. Según David Lesch, experto en Siria de la Universidad de Trinity en Texas, este factor resulta clave para Al-Assad, quien confía en que Moscú y Putin pueden proteger mejor a su familia de cualquier intento de extradición o acción legal por parte de la comunidad internacional.
Lesch también señaló a The Guardian que Rusia probablemente ofrezca una atención médica superior para Asma Al-Assad, la esposa de Bashar, diagnosticada con leucemia en mayo. Asma, nacida y criada en el Reino Unido, ha sido acusada de utilizar su educación británica y estilo occidental para encubrir la brutalidad de la represión de su esposo contra la disidencia.
Al optar por Moscú como refugio, Al-Assad eligió un lugar familiar que no solo se alinea con sus hábitos de vida lujosos, sino que también ofrece estabilidad geopolítica relativa. Según Lesch, “Bashar y su familia son declaradamente seculares, aunque se identifican con la secta alauita, por lo que Rusia siempre tuvo más atractivo que Irán en ese sentido”.
Como paria en el escenario global, las opciones de viaje de Al-Assad eran limitadas desde el principio. Sus dos principales aliados, Rusia e Irán, eran los refugios obvios, y la elección de Moscú subraya las prioridades del mandatario sirio.