Desde hacía años, la relación entre el Dr. Thomas Kwan y su madre, Jenny Leung, era tensa y marcada por las disputas económicas. Kwan, un médico británico de 53 años y residente en Sunderland, se sentía profundamente insatisfecho con la herencia que había recibido tras la muerte de su padre. Esa primera división de bienes había sido solo el preludio de una obsesión creciente, alimentada por su convicción de que merecía una parte mucho mayor del patrimonio familiar.
En 2021, Leung decidió actualizar su testamento para proteger a su pareja de casi 20 años, Patrick O’Hara, un hombre de 72 años a quien Kwan consideraba un intruso en sus aspiraciones patrimoniales. La nueva disposición en la voluntad de Leung estipulaba que, en caso de que ella falleciera primero, O’Hara tendría derecho a permanecer en la casa indefinidamente.
Esta cláusula implicaba que Kwan, quien deseaba tomar posesión de la propiedad familiar en el futuro, no podría hacerlo libremente. Para él, aquella provisión en favor de O’Hara era más que un obstáculo: era una traición.
Con el tiempo, la situación escaló. La hostilidad entre madre e hijo se hizo evidente, y en una ocasión Kwan incluso irrumpió furiosamente en la casa de Leung, lo que obligó a que la policía interviniera para restaurar el orden. Aunque no se presentaron cargos en su contra, este incidente reforzó la profunda animosidad que Kwan albergaba contra O’Hara. La madre intentó mediar y calmar la situación, pero para su hijo, los lazos familiares parecían haberse convertido en una cuestión secundaria frente al deseo de controlar los bienes que consideraba suyos por derecho.
El doctor Kwan no se limitó a expresar su frustración; ideó métodos para vigilar de cerca los movimientos financieros de su madre. Instalar spyware en su computadora fue uno de sus primeros pasos en este sentido. Con este programa, podía acceder a correos electrónicos, búsquedas en Internet y hasta grabaciones de video de la vida cotidiana de Leung y O’Hara en su propia casa.
Kwan quería información detallada, cualquier dato que le ayudara a entender mejor la situación financiera y a adelantarse a posibles cambios que pudieran afectarlo. En cada transacción que detectaba, veía un riesgo para su futuro económico.
Con el tiempo, su obsesión se transformó en un plan macabro. Desesperado por eliminar a quien consideraba el único obstáculo para asegurar la herencia, Kwan decidió recurrir al único recurso en el que confiaba plenamente: su conocimiento médico.
Un plan macabro
La visita parecía rutinaria. Era enero de 2024, y Patrick O’Hara, de 72 años, esperaba en la puerta de su casa en Newcastle al supuesto enfermero que le aplicaría una dosis de refuerzo contra el COVID-19. Nadie en el vecindario hubiera sospechado que detrás del disfraz de mascarilla, gafas oscuras y equipo médico protector, se ocultaba el Dr. Thomas Kwan.
Para Kwan, la misión era sencilla y cruel: en esa visita, disfrazado como enfermero, inyectaría a O’Hara con una sustancia tóxica, una estrategia meticulosamente calculada para deshacerse de él. Su motivación era clara: el dinero de la herencia.
Según reportó el diario The Guardian, con un toque profesional, redactó cartas falsificadas en papel con el logo del Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS), que incluían un código QR y enlaces de verificación, asegurándose de que O’Hara creyera en la legitimidad del supuesto servicio de “vacunación a domicilio”.
Para esa mañana, incluso había reservado una habitación en un Premier Inn bajo un nombre falso y colocado placas de matrícula falsas en su vehículo familiar, un Toyota Yaris, asegurándose de que cada detalle de la coartada fuera imposible de rastrear. Era un hombre acostumbrado a moverse entre los pasillos del hospital, quien ahora manipulaba su conocimiento médico para llevar a cabo un intento de asesinato.
O’Hara, confiado, permitió el ingreso del “enfermero” a su hogar. La visita duró 45 minutos, tiempo en el cual Kwan se esforzó por dar la impresión de ser un profesional de la salud. Tomó muestras de sangre y orina, midió la presión arterial y hasta recomendó a Jenny Leung, su propia madre y pareja de O’Hara, someterse también a un control de presión arterial.
Nadie sospechaba que tras el falso acento asiático roto y los ademanes de enfermero estaba el propio hijo de Leung, quien ocultaba en su jeringa un peligroso veneno llamado iodometano. Fue en ese instante, al recibir la inyección, que O’Hara dio un respingo, exclamando por el dolor punzante: “¡Dios, duele!”. Con frialdad, el “enfermero” le aseguró que “era normal”. Así, sin perder la calma, abandonó la casa de su madre mientras O’Hara quedaba inmerso en un peligro letal.
Los efectos del veneno no tardaron en manifestarse, y lo que en principio parecía una reacción menor se convirtió en un tormento. La inyección le provocó una grave infección, desarrollando fasciitis necrotizante, una enfermedad conocida por destruir el tejido muscular con rapidez.
La carne de su brazo comenzó a gangrenarse, y los médicos del hospital Royal Victoria Infirmary de Newcastle, donde fue ingresado de emergencia, tuvieron que extraer una gran parte del tejido para salvarle la vida. O’Hara pasó semanas en cuidados intensivos, enfrentando un sufrimiento físico que apenas podía soportar, reportó CBS News.
Mientras O’Hara luchaba por sobrevivir, las autoridades unieron los cabos que llevaban hasta Kwan. En el domicilio del médico, la policía halló un arsenal químico que incluía mercurio líquido, arsénico, frijoles de ricina —ingrediente clave para crear un veneno mortal— y varias sustancias tóxicas más. En su ordenador personal, la policía descubrió también manuales y recetas detalladas sobre cómo preparar venenos, desde cianuro hasta el químico que eligió para inyectar a O’Hara.
Era un muestrario de su obsesión enfermiza por la toxicología y la letalidad de los venenos. Su perversa curiosidad lo llevó a recopilar archivos como el Terrorist’s Handbook y el manual “10 Poisons Used to Kill People”.
Durante el juicio en el Tribunal de la Corona de Newcastle, el juez Christina Lambert describió a Kwan como un hombre consumido por el desprecio y la avaricia. El doctor, un hombre de 53 años con una carrera aparentemente intachable, fue condenado a 31 años de prisión por intento de asesinato, reportó Reuters.
Al concluir el proceso, O’Hara expresó que se había hecho justicia, pero para él, la experiencia había sido devastadora. “Ya no soy la persona que era. Soy solo una cáscara de mí mismo”, declaró ante el tribunal, recordando los estragos físicos y emocionales que el atentado de Kwan dejó en su vida.