James Cleverly permaneció sentado, absorto en su teléfono, en el restaurante Kerridge, en Embankment, en Londres. Esperaba a Lucy Fisher, periodista del Financial Times, para una entrevista. Sin embargo, ella se presentó en el restaurante Claridge, en Mayfair. Todo había sido un error del asesor del parlamentario británico, quien le pasó mal el dato del punto de encuentro. Después de casi media hora de demora, la reportera se hizo presente en Kerridge.
Pese a esta demora, y a su reciente fracaso por el liderazgo del Partido Conservador, el ex ministro del Interior aseguró estar en modo “zen”. La paciencia que presumió, no obstante, contrasta con el peso de los relojes en sus muñecas: un Breitling clásico en la izquierda y un Apple Watch en la derecha, como si cada uno señalara un tiempo distinto.
Durante la entrevista con el periódico británico, se refirió por primera vez sobre el fracaso de su campaña por el liderazgo conservador. Sus palabras, aunque cuidadas, revelaron aún las heridas abiertas.
Hace tan solo semanas, parecía tener el destino del partido en la palma de su mano. Una actuación brillante en la conferencia anual del partido en Birmingham había reavivado su imagen. Serio, pero con un toque optimista, había prometido liderar un conservadurismo más amable, un renacimiento de la era dorada. El eco de sus discursos aún resuena: “Vender conservadurismo con una sonrisa”, decía, “ser más normales”. Sus palabras finales, una oda reaganiana, describían un nuevo amanecer para Gran Bretaña.
Pero la historia tomó un giro inesperado. En el Parlamento, a su regreso, los números le fueron favorables, ubicándolo como favorito, como el hombre destinado a avanzar a la ronda final. Sin embargo, en apenas 24 horas, la marea cambió, y en un golpe seco, cayó al tercer lugar, quedando eliminado de la contienda. Los rumores de manipulaciones y traiciones entre los parlamentarios conservadores eran tan antiguos como el propio partido. Él lo temía: “La alarma sonó cuando perdí la cuenta de cuántos aliados me preguntaban a quién preferiría enfrentar en la final”, recordó, con una mezcla de decepción y resignación. “Dije una y otra vez que esto de la Kremlinología es un juego de tontos”, expresó, en alusión a las típicas manipulaciones de la Rusia de Putin.
Cleverly describió el momento de la derrota con la precisión de una bofetada. El resultado le llegó mientras estaba al teléfono. “Fue un shock, como un golpe en el estómago”. Se refugió en su despacho, abrazado a su esposa Susie, tratando de entender lo ocurrido. El tiempo, en ese instante, se redujo al impacto de una pérdida que se negaba a procesar por completo. Los lamentos llegaron después, sus colegas confesando sus torpezas, los remordimientos que ya no podían cambiar nada. Aún así, los motivos precisos de su derrota siguen siendo un misterio.
“Estoy bien, no genuinamente, estoy en un buen lugar”, sostuvo Cleverly. Pero la inquietud lo traiciona. En política, la caída es un asunto íntimo, aunque el público siempre lo vea como un espectáculo. Se refirió a su ritmo de vida, cuatro años sin descanso, un sprint constante, y ahora este frenazo. “Todo fue tan rápido, y ahora ya no es tan rápido”. En la pausa, hay alivio, incluso gratitud. Por primera vez en mucho tiempo, tiene opciones. “Hay que sacar lo positivo de cada situación”, reflexionó.
Político a tiempo completo desde 2008, cuando entró en la Asamblea de Londres, y diputado por Braintree, en Essex, desde 2015, fue ascendido al Gabinete por primera vez en 2019 por Boris Johnson, que le nombró presidente del partido tory. Desde entonces ha sido ministro de Exteriores y de Interior, dos de los cuatro llamados grandes cargos del Estado.
Lo que más le pesa, sin embargo, es cómo su campaña se deshizo de manera tan repentina, cómo los hilos que había tejido se desmoronaron sin previo aviso. “Nadie lo sabrá”, comentó, dejando en el aire una nube de misterio. Cree tener algunas respuestas, pero evitó nombrarlas, consciente de que las certezas en política son una ilusión. “En política no hay garantías”, apuntó, con la melancolía de alguien que ha aprendido esa lección con un precio alto. Lo que realmente desea ahora es que su experiencia sirva de advertencia: votar por táctica, no por convicción, puede ser un juego peligroso. “Vota lo que quieras, no votes en contra de lo que no quieras”, expresó, dirigiéndose a los parlamentarios, pero también a un país entero que ha votado por miedo o por rechazo.
“Lo estamos viendo a nivel nacional. La gente votó contra nosotros [los conservadores], en lugar de votar por los laboristas, y esa gente está ahora furiosa con lo que están haciendo los laboristas.Cuando votas en contra de algo, puede que sepas de lo que te estás deshaciendo, pero no sabes lo que estás consiguiendo”, agregó.
Los diputados conservadores, no obstante, destacan con orgullo su reputación como el “electorado más sofisticado del mundo”. Sin embargo, después de haber sufrido este año la peor derrota electoral de su historia, el partido intentó subrayar la importancia de las cifras. La representación parlamentaria cayó de 365 escaños en las elecciones anteriores a sólo 121, lo que dejó claro el impacto del cambio de votantes.
“No hay muchos votos con los que jugar. No hace falta mucha gente para distorsionar realmente los resultados”, afirmó Cleverly, destacando la delicada realidad aritmética.
Después de un par de minutos, ya con la entrevista en curso, la camarera se acercó a tomar el pedido. El funcionario se mostró interesado en ver la “despensa del chef”. Junto a Fisher se dirigieron a una vitrina donde estaban exhibidos cortes de carne sobre bloques de sal rosa del Himalaya. El parlamentario se inclinó por un chuletón de cordero, el más pequeño de los presentes. La periodista, quien no consume carne, optó por no pedir nada del surtido expuesto.
Cleverly le comentó a Fisher que nunca había estado en Kerridge. Eligió el restaurante para la ocasión por la reputación del chef -Tom Kerridge-, quien es reconocido por ofrecer carne de alta calidad, algo que atrae al ex ministro del Interior, quien se define como “un poco carnívoro”.
Ya en la mesa, pidió un parfait de hígado de pato acompañado de brioche en un soporte para tostadas, mientras que la periodista encargó un royale de cangrejo servido en una copa de martini. Y para beber, el político solicitó dos copas de champagne; como tenía mucho trabajo ese día, rechazó la botella de vino que le habían ofrecido.
Mientras terminaba de elegir su cena, se acercó a saludarlo nada menos que Liz Truss, ex primera ministra del Reino Unido.
Al retomar la conversación, también se refirió al racismo. Cleverly fue un niño mestizo en el sur de Londres de los años setenta, cuando el Frente Nacional marchaba por las calles. Hijo de una matrona del Servicio Nacional de Salud británico (NHS, por sus siglas en inglés), nacida en Sierra Leona, y de un empresario de Wiltshire, su infancia fue una amalgama de tensiones culturales y sociales. Se refirió al racismo como una realidad tangible, pero se mantiene alejado de la política identitaria. No utiliza su historia personal como herramienta política. “El racismo es real”, reconoció, pero su energía parece enfocarse en algo más: una visión más amplia, menos limitada por categorías étnicas.
En su ascenso político, Cleverly no remarcó el hecho de haber sido el primer ministro de Exteriores negro de Gran Bretaña, aunque se sabe que su nombramiento fue recibido con gran aprobación en África. Ahora que Kemi Badenoch, una mujer también de ascendencia africana, se perfila como posible líder tory, Cleverly muestra una frialdad notable hacia la idea de celebrar “primeras veces”. “Eso es cosa de los laboristas”, dijo con ironía, restando importancia a las cuestiones simbólicas y desviando la conversación hacia temas de fondo. Lo que importa, insistió, son las ideas, las políticas, no la piel.
Durante su trayectoria política, fue considerado desde un prometedor talento político a ser señalado por sus detractores como un funcionario con falta de profundidad intelectual por su educación en hostelería. Él, sin embargo, respondió con una mueca de ironía: “Estudié economía, contabilidad, marketing… Era una carrera de negocios”. Y recordó cómo una lesión frustró sus planes de ser oficial en el ejército y lo llevó a la universidad.
Ante la consulta de si es víctima del esnobismo, respondió tajante: “Celos (...) Fui el primero de mi promoción [de diputados] en llegar al Gabinete, Ministro de Asuntos Exteriores, Ministro del Interior, diabólicamente guapo, con una mujer preciosa y unos hijos preciosos”.
Sin embargo, Cleverly no es ingenuo sobre su personalidad pública. Reconoció los momentos en que su “encanto” ha fallado, como la broma sobre echar algo en la bebida de su mujer. “Fue una broma de mal gusto.Fue una broma de mierda y no tiene sentido fingir lo contrario”, admitió, sin tapujos. En este espacio de autocrítica, emerge la imagen de un político que sabe que las palabras pueden ser armas traicioneras, que el carisma puede volverse en su contra. Pero al mismo tiempo, hay una dureza en él, un blindaje que le permite sobrevivir a las acusaciones, las miradas de desdén y las fallas en su estrategia.
El aire en Kerridge’s se volvió denso. Cleverly observa las luces cálidas del comedor, los detalles suntuosos que lo rodean. Por primera vez en 16 años, se siente libre, sin una cartera específica que lo limite, dispuesto a debatir abiertamente sobre temas que van más allá de las políticas diarias: la educación, la economía, el envejecimiento de la población, la esencia misma de ser británico. La ambición sigue ahí, aunque ahora tenga un tono más reflexivo, menos impulsivo.
De cara al futuro, advirtió que “no es un hecho” que los conservadores hayan tocado fondo en las elecciones. Pero también consideró que es una “absoluta tontería” sugerir que su partido no podría recuperar el poder en los próximos comicios. “A mitad de la última legislatura, la idea de que los laboristas tuvieran un gobierno, por no hablar de una mayoría récord, era ridícula”, argumentó. Y agregó: “Así que si el péndulo puede oscilar tan agresivamente en medio parlamento, no es inevitable, pero se puede hacer que vuelva a oscilar en un parlamento”.
Pero para eso, aseveró que los conservadores tienen que ser “disciplinados”. Por el contrario, una agenda de derechas “sin la disciplina de preocuparse por los resultados” es lo que ofrece el Reform UK del actual primer ministro Nigel Farage, según indicó. Las soluciones populistas imposibles son “seductoras” pero “refuerzan el cinismo”, apuntó.
¿Volverá a la primera línea? No descarta nada, ni siquiera la posibilidad de ser candidato conservador a la alcaldía de Londres en 2028, aunque fingió sorpresa ante esa idea. Sabe que el futuro es incierto, pero tampoco se rinde a la desesperanza: “Tenemos que luchar en Londres”, afirmó, subrayando la necesidad de un renacimiento conservador en la capital.