Eran cientos, jóvenes en su mayoría, con ojos afilados y rostros serios, enfundados en uniformes militares que disimulaban más que protegían. No llevaban consigo banderas ni insignias propias. A simple vista, parecían Buriatos y Yakutos, minorías étnicas de Siberia que se habían convertido en carne de cañón para el Kremlin. Pero en realidad, eran soldados norcoreanos, enviados por Kim Jong-Un para luchar en una guerra que no era la suya.
Los primeros reportes llegaron desde Corea del Sur, filtrados por sus servicios de inteligencia. Se contaba que unas 12.000 tropas norcoreanas habían sido enviadas a reforzar las líneas rusas en la región de Kursk, un territorio que Ucrania había logrado mantener parcialmente bajo control desde agosto. Los norcoreanos habían sido cuidadosamente disfrazados, como si la guerra no fuera suficiente, como si necesitara un toque de teatro macabro. Buriatos y Yakutos… nombres que a ellos, tan acostumbrados a su propio hermetismo, probablemente no les significaran nada. Pero para el Kremlin, el camuflaje étnico era vital, una estrategia para evitar levantar sospechas en su propio país.
Es una fuerza extranjera, la primera desde que Rusia invadió Ucrania en 2022, decía el informe de inteligencia surcoreano, de acuerdo a Financial Times. Las imágenes mostraban a esos soldados en maniobras, repitiendo una rutina casi mecánica: correr, disparar, caer, levantarse. Lo hacían en silencio, sin el menor signo de fatiga, como si la guerra fuera una danza que se aprende sin preguntas.
Vladimir Putin necesitaba a estos soldados. Tras dos años de guerra, el ejército ruso está exhausto, con más de 600.000 bajas entre muertos y heridos, según los cálculos occidentales. Las peticiones de los generales para movilizar nuevas tropas habían caído en oídos sordos. Putin, siempre calculador, había optado por ofrecer bonificaciones exorbitantes a los reclutas: tres millones de rublos (30 mil dólares) para aquellos dispuestos a firmar un contrato y ser enviados al infierno del frente. Pero eso no bastaba. Ni siquiera con un ritmo de reclutamiento de 30.000 soldados al mes, Rusia podía mantener el ritmo.
Entonces, llegó la mano tendida de Corea del Norte. Para Kim Jong-Un, esto no era solo una oportunidad para exhibir lealtad a Moscú, sino un movimiento calculado para obtener favores. “Kim siempre quiso desplegar sus tropas en Ucrania”, decía Go Myong-hyun, un experto en seguridad surcoreano. Su ejército, el “Cuerpo de la Tormenta”, es una unidad de élite, nada que ver con las masas de soldados sin entrenamiento que son la norma en el hermético régimen norcoreano. Soldados entrenados, con equipamiento ligero y letal. Enviar tropas a un conflicto tan mediático le ofrecía a Kim la posibilidad de acceder a tecnologías militares rusas que le permitirían perfeccionar su programa balístico y nuclear.
En Rusia, la presencia de las tropas norcoreanas pasaba, por el momento, desapercibida. Moscú había perfeccionado el arte del encubrimiento, algo que no sorprendía a nadie. Como en Siria, Putin prefería operar con soldados extranjeros cuando podía, evitando los roces internos y reservando las verdaderas fuerzas rusas para misiones más delicadas. Pero esta vez era diferente. Las tropas norcoreanas estaban ahí no solo para sumar números, sino para recordar que la guerra en Ucrania era un tablero geopolítico mucho más amplio.
”Ellos tienen mejor moral y cohesionan mejor que los rusos”, decía Jack Watling, del Royal United Services Institute. “Operan a una escala que los rusos ya no pueden permitirse”. Los rusos estaban agotados; estos soldados, no.
Las tropas coreanas llegaron justo cuando la situación en Kursk empeoraba. Lo poco que quedaba de territorio controlado por Ucrania, unos 600 kilómetros cuadrados, era un campo de batalla fluido, donde cada posición podía cambiar de manos varias veces en un día. Rusia bombardeaba sus propios pueblos para desalojar a los ucranianos. Y ahora, con las tropas norcoreanas alineadas y listas para luchar bajo la bandera de otro país, parecía que la guerra iba a cambiar, aunque fuera solo en la ilusión de aquellos que aún creían que una victoria estaba al alcance.
Reacciones
Kyiv lanzó un mensaje en coreano a través de su línea directa de rendición para soldados rusos: “No debes morir sin sentido en tierra extranjera”, decía el mensaje dirigido a las tropas norcoreanas. “Ucrania te dará refugio, comida y abrigo”. Era una estrategia calculada, un esfuerzo para quebrar la moral de estos recién llegados, que probablemente sabían muy poco sobre el conflicto al que habían sido enviados.
Mientras tanto, en Seúl y Washington, la alarma comenzaba a sonar más fuerte. La alianza entre Moscú y Pyongyang no era nueva, pero este despliegue representaba un nuevo nivel de cooperación militar que los observadores occidentales sabían que tendría consecuencias. Corea del Norte, históricamente aislada y desesperada por acceder a tecnología militar avanzada, estaba ahora firmemente del lado de Rusia. Las repercusiones inmediatas no tardaron en llegar.
”Esto no solo se trata de Ucrania”, comentaba Alexander Gabuev, del Carnegie Russia Eurasia Center, “Kim Jong Un busca asegurarse el apoyo de Rusia en caso de un conflicto en la península coreana”. La perspectiva de una Corea del Norte reforzada tecnológicamente, con acceso a armamento ruso más avanzado, inquietaba tanto a Seúl como a Tokio. No era solo una cuestión de soldados, sino de diseños de misiles, cooperación submarina, y tecnología balística. Las consecuencias podrían sentirse en todo el este de Asia.
En Occidente, el debate se encendió. Seúl, que hasta ahora había limitado su apoyo a Ucrania a ayuda no letal y suministros humanitarios, comenzó a reconsiderar su postura. El presidente surcoreano había resistido las presiones de sus socios occidentales para enviar armamento a Kyiv, temeroso de que Rusia pudiera responder intensificando su cooperación con Pyongyang.
Pero el 17 de octubre, un funcionario de la presidencia surcoreana habló con la prensa estatal: “Estamos evaluando seriamente el envío de armamento defensivo a Ucrania”. Si la situación escalaba, incluso podrían considerar el envío de armamento ofensivo. Los 155 mm de artillería y sistemas antimisiles de Corea del Sur, que hasta ahora habían ido a reponer los arsenales estadounidenses, podrían acabar en manos ucranianas.
En Washington, el envío de tropas norcoreanas fue visto como una confirmación de que Putin estaba luchando por mantener la guerra en marcha a cualquier costo. “Rusia está agotando sus opciones”, dijo un alto funcionario del Pentágono, en referencia a la incapacidad del Kremlin para movilizar más tropas sin desencadenar una crisis interna. La apuesta de Putin por alianzas externas, primero con Irán para obtener drones y ahora con Corea del Norte para tropas, fue interpretada como una señal de debilidad. Sin embargo, también provocó preocupación. Si Corea del Norte lograba establecer un pie firme en Ucrania, lo que obtendría a cambio podría alterar el delicado equilibrio de poder en Asia.
Las cartas estaban sobre la mesa. Mientras las tropas norcoreanas marchaban hacia Kursk, el eco de sus pasos resonaba no solo en Ucrania, sino en las capitales de Occidente y Asia, donde se temía que esta pequeña intervención pudiera reconfigurar el mapa global en formas que, hasta ahora, solo se discutían en términos hipotéticos.